Los juguetes eran la economía circular del barrio: canicas, trompos, yoyos y baleros, algunos más útiles para lastimar dedos que para divertir, y unos luchadores que, aunque decían ser El Santo y demás ídolos del pancracio, parecían ser el mismo nada más que pintado de diferentes colores. Las niñas, en su reino bien delimitado y muy de rol doméstico -ya ni la amuelan, pensaban que, por ser mujeres, traían en sus genes, lavar trastes, hacer las compras, cambiar pañales y hacer la comida-, pasaban horas con sus juegos de té, la tiendita de abarrotes, muñecos con pañal que tenían una carrera más activa que muchos bebés reales, y joyería barata que solo servía para rasguñar.
La mañana del 25 de diciembre era la más emocionante del año: abríamos los regalos con la misma emoción que un científico descubriendo una nueva fórmula o un desastre. Había, claro, las muñecas de clase alta —la Barbie importada, que en ese tiempo era más rara que un eclipse total— y las muñecas mexicanas llamadas Beatriz, que con sus 90 cm y caminar torpe se convertían en las verdaderas reinas del barrio.
Y los juguetes “extremos”, otra joya: el Juego de Química Mi Alegría, un llamado riesgoso a la intoxicación infantil, y el de Biología, con su rana disecada, que más que inspirar ciencia parecía una advertencia de zona de peligro. Los legos, esos saboteadores silenciosos, siempre dejaban una pieza escondida, preparada para el ataque furtivo a la planta del pie justo cuando salías de la regadera.
Al final, uno entiende que los juguetes de la infancia no son solo eso: son pequeñas metáforas de la vida. Nos enseñan a jugar con reglas que a veces cambian, a soportar el dolor inesperado y a encontrar la alegría en la pura compañía. En cada pelota ponchada, en cada truco con el trompo o en cada discusión por las canicas, está la historia de quienes aprendimos a vivir antes de saberlo. Y así, sin darnos cuenta, se construye ese paraíso pequeño que llamamos infancia.

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