jueves, 18 de diciembre de 2025

Un paraíso llamado juguetes.


Soy de la generación bendecida con la calle como patio de juegos, donde el “peligro” real era que algún coche despistado pasara demasiado rápido, no como ahora que en cada casa hay más carros que integrantes en la familia, y ni modo de salir sin cita previa y seguro personal. Aquí, el balón ponchado era nuestro mejor amigo, regalo espléndido de la vecina buena onda que no se aguantaba las patadas mal dadas. En las tiendas de la esquina, nos vendían los mortales chupirules que si te descuidabas terminaba enterrando su afilada punta en el paladar, y nos fomentaban el tabaquismo con los cigarros de chocolate. Nuestros padres y madres, esos héroes anónimos, nos dejaban correr, saltar y escondernos hasta que el reloj marcara las 8 de la noche, después de eso ¡adiós libertad! Y entre escondidas y bote pateado, siempre existía ese niño tramposo, el “modificador oficial de reglas”, que convertía cualquier juego en un escándalo digno del
 TvNotas.

Los juguetes eran la economía circular del barrio: canicas, trompos, yoyos y baleros, algunos más útiles para lastimar dedos que para divertir, y unos luchadores que, aunque decían ser El Santo y demás ídolos del pancracio, parecían ser el mismo nada más que pintado de diferentes colores. Las niñas, en su reino bien delimitado y muy de rol doméstico -ya ni la amuelan, pensaban que, por ser mujeres, traían en sus genes, lavar trastes, hacer las compras, cambiar pañales y hacer la comida-, pasaban horas con sus juegos de té, la tiendita de abarrotes, muñecos con pañal que tenían una carrera más activa que muchos bebés reales, y joyería barata que solo servía para rasguñar.

La mañana del 25 de diciembre era la más emocionante del año: abríamos los regalos con la misma emoción que un científico descubriendo una nueva fórmula o un desastre. Había, claro, las muñecas de clase alta —la Barbie importada, que en ese tiempo era más rara que un eclipse total— y las muñecas mexicanas llamadas Beatriz, que con sus 90 cm y caminar torpe se convertían en las verdaderas reinas del barrio.

Y los juguetes “extremos”, otra joya: el Juego de Química Mi Alegría, un llamado riesgoso a la intoxicación infantil, y el de Biología, con su rana disecada, que más que inspirar ciencia parecía una advertencia de zona de peligro. Los legos, esos saboteadores silenciosos, siempre dejaban una pieza escondida, preparada para el ataque furtivo a la planta del pie justo cuando salías de la regadera.

Al final, uno entiende que los juguetes de la infancia no son solo eso: son pequeñas metáforas de la vida. Nos enseñan a jugar con reglas que a veces cambian, a soportar el dolor inesperado y a encontrar la alegría en la pura compañía. En cada pelota ponchada, en cada truco con el trompo o en cada discusión por las canicas, está la historia de quienes aprendimos a vivir antes de saberlo. Y así, sin darnos cuenta, se construye ese paraíso pequeño que llamamos infancia.

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