Pero claro, el encanto duraba poco. En la colonia Magisterial, mi entrañable barrio, las niña y niños le gritaban: “¡Mira, es Javi! Pero nadie se cree que es Santa”. Y los amigos, para ser más tiernos, le lanzaban naranjas agrias, que eso sí que es un perfume navideño. Una vez le tiraron un globo de agua y Moisés no podría haber hecho mejor separación de “aguas” que con la que cayó en su barba y traje. Imagínate, Santa mojado, más real que en aquella película de 1959 con José Elías Moreno.
Pero la parte bonita, ese resplandor navideño, venía de otros barrios. Los chamacos que realmente creían en Santa, que lo seguían en los semáforos, que le daban la mano, que le dejaban las cartas… Y una carta en especial, que Javi guarda como un tesoro: un niño le pidió no juguetes, sino salud para su mamá que estaba enferma. Y ahí, en ese momento, el ojito de Javi, blanco como Remi en esos dibujos animados que todos vimos a los 12 años, se embarró con algo más fuerte que guirnaldas y luces.
Porque la Navidad no es solo brillos ni zapatos nuevos, sino esos momentos donde la esperanza se vuelve real, donde la magia se siente en el corazón, no en la pátina del coche. Y si de algo nos tenemos que acordar, es que el verdadero regalo es esa humanidad que nos une en diciembre, más allá de los villancicos y los trineos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario