jueves, 21 de octubre de 2021

El derecho a la educación media superior.

Desde 2012 la enseñanza media superior forma parte de la educación obligatoria en el país. La decisión, además de establecerlo, fijó diez años como plazo para la universalización del acceso. Cuando el tiempo se acerca, se observan progresos tímidos, porque todavía se quedan fuera 25 de cada 100 adolescentes en edad de asistir al bachillerato. De acuerdo con las cifras más recientes publicadas en un artículo de Victoria Heredia, profesora de la UAL en mayo del 2020, en nuestro País, el promedio de alumnos que concluyen sus estudios de nivel medio superior es de 68%, y los que la abandonan 32%. La cantidad de mal llamados “desertores”, refleja las dificultades para que las escuelas puedan retenerlos con pedagogías adecuadas, planes y programas pertinentes y políticas institucionales sensatas; pero también, y en gran medida, la insuficiencia de las políticas sociales y del modelo económico que distribuye selectivamente la riqueza y desvergonzadamente la pobreza.

Con las tendencias que hoy se aprecian, la meta de universalizar la educación media superior es imposible, incluso en estados como Colima, con un acceso levemente mejor. El problema, entonces, es doble: por un lado, lograr que todos quienes tienen la edad para cursarla, puedan inscribirse a un bachillerato, permanecer allí y terminarlo en el tiempo establecido. El otro, de cuyos rasgos ya tenemos evidencias, es la calidad de los aprendizajes que obtienen a su paso por las escuelas, solo basta echarle una mirada a aquellos fascículos informativos de los resultados del Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes (PLANEA).

Cantidad y calidad, en la tercera década del Siglo XXI, son todavía un reto complicado que el Estado mexicano ha sido incapaz de superar, pero que pone en jaque la concreción del derecho a la educación para millones de mexicanos. Frente a ambos retos no puede haber medias tintas: no resolverlos es un atentado crucial a las posibilidades de siquiera aspirar a una vida digna.

Qué hacer frente a esta condición crítica que ostenta la educación media superior no es pregunta fácil. La diversidad del país, en muchos aspectos, vuelve improbable pensar en recetas universales y menos, mágicas. Los contextos de cada entidad y en su interior, de cada región, de cada subsistema o institución, obligan a diseñar políticas distintas, sensibles y basadas en evidencias. Qué hacer admite, primero, buenos diagnósticos, luego reconocer avances, identificar dificultades y definir proyectos alternativos. El país no puede lanzarse en aventuras delirantes e insensatas. Los avances, siendo magros y desigualmente repartidos, existen, como hay esfuerzos genuinos, valiosos y encomiables en todas partes. Eso es imperativo: reconocerlos y alentarlos.

Profundizar los progresos, colocando a las escuelas en el centro de la acción educativa, pero tomando como la bandera que los profesores y directivos asuman a los aprendizajes como la savia vital; aprendizajes en todos los sujetos, no solamente en los estudiantes.


En el orden estructural, se precisan presupuestos extraordinarios. Muchas escuelas de media superior, en especial las que fueron impulsadas por el sexenio pasado (telebachilleratos) funcionan en condiciones precarias, en contextos depauperados y regímenes laborales inaceptables. En los telebachilleratos, como en los centros de educación media superior a distancia (EMSAD) se repite una desgracia que atraviesa todo el sistema educativo: la educación más pobre la reciben los últimos en la escalera social que llegaron apenas a arañar la inscripción a un plantel.

Los desafíos y alternativas existen también en el ámbito de las escuelas, no todo es responsabilidad de los políticos y los gobernantes, ni de quienes toman las decisiones de mayor alcance, pero su rol será decisivo para el futuro de la educación media superior y de los millones de mexicanos que hoy, y en los próximos años, llegarán a las aulas para cursar un buen bachillerato o solo para ser desterrados a la exclusión social.

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