viernes, 5 de marzo de 2021

¡Ay qué tiempos señor don Simón!

Hace unos días Jorge Alejandro Ochoa Grajales colocó en su muro de Facebook, un trozo de El Bachiller, una publicación que editaba hace veintipico de años la Dirección General de Educación Media Superior y Terminal -sí, antes nuestra Alma Máter contaba con carreras terminales en el nivel medio superior-, inmediatamente despertó ese sentimiento que mixtura tristeza con placer y afecto, que nos alimenta el ego, haciéndonos anhelar por un momento aquellos tiempos felices del pasado, en donde un grupo de entusiastas personas que no se preocupaban si trabajaban demasiado o quien hacía menos, pues se dedicaban a lo que les gustaba, razón por la cual compartían la única computadora para consultar el reciente comercializado Internet por hora y veinte minutos cada uno, en una oficina que no contaba ni con vestíbulo ni con el incómodo sillón en piel sintética -¡qué bueno!-, eso sí, como en la serie de Ally McBeal, había un solo baño para todos, con clave de ingreso para no agarrar a nadie como El Tigre de Santa Julia.

Entre lápices sin punta, fotocopiadora con escasez de tóner, un montón de clips, borradores de esos que te engañan con la tranza de borrar la tinta, calendarios escolares viejos – ¿por qué diablos no los tiraban? -, Muchísimas cajas con papeles acomodadas a espaldas de los escritorios como un muro tipo The Wall de Roger Waters en aquel Berlín 90 y solo un personal de servicios generales compartido con tres oficinas.

Hoy que el Home Office es parte de nuestra “Nueva Normalidad, sale Jorge con esa nostalgia de boletín, pos… a uno se le pone el ojito de Rémi de la emoción, y le inundan los recuerdos como al abuelito de Heidi, entre esos flashback, me acuerdo que el único privado de esa oficina era el del director, de ahí en más, todos hacíamos circunferencia de escritorios en el espacio general, lo cual evitaba que hubiera malentendidos, si discutíamos por algún motivo, inmediatamente nos disculpábamos, pues de nada servía guardar rencores si nos íbamos a estar viendo la cara todo el tiempo, tampoco contaba con cocineta, entonces a la hora del almuerzo ya se imaginarán la combinación de olores, las verduras al vapor al destapar el Tupper, la humeante torta de taco de doña Bacteria -jajaja, ¡no marches, y su lista de deudores, eran la neta! En ella podías leer nombres de algunas secretarias y hasta de uno que otro funcionario-, los tacos tuxpeños al estilo Colima y las tostadas de cuerito que venden enfrente del ingreso por Contabilidad, únicos, que saciaban el apetito de gurmé​s refinados como los nuestros.

En esa oficina nunca hubo lucha Godínez contra el aburrimiento, pues mientras unos pensaban en el diseño de una modalidad semiescolarizada, otros en conjunto con el entrañable Rogelio Salazar, La Eminencia para la raza, estructuraban una Escuela para Padres en donde los progenitores aprendieran con sus retoños las asignaturas que cursaban en el bachillerato, algunos reproducían con esténcil, exámenes de concurso, indicativos de calidad y de admisión, mientras, unos más planeaban cursos disciplinares, didácticos y pedagógicos que reforzarán al titipuchal de profesores que cada día se la rifaban por hacer llegar los contenidos programáticos a sus discípulos, en fin, yo siempre consideré a esa oficina La Casa de las Ideas, pues todos aportábamos algo que contribuyera a mejorar ese sándwich que era la educación media superior en los noventas.


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