jueves, 16 de noviembre de 2017

Expresión al bidé

Este lunes, para los usuarios de los servicios de transporte urbano de la zona conurbada, se dio un preludio al 1 de enero del 2018 con el incremento de dos pesos a la tarifa general, quienes no nos enteramos el meritito día del anuncio oficial, pudimos constatarlo gracias al enooooorme ocho que aparecía al frente de los camiones, los distraídos como este inseguro servidor de ustedes llegó a creer que todas las rutas se habían transformado en la número 8, ¡chin! ¿Dónde habían quedado las 10, 20 y 3? Parecía como si nos las hubieran robado, después, la 14 hizo que entrará en razón cuando abajo del ocho se incluía la frase “Sin llorar” a son de burla #@!%’¡#&.

Un simple número expresaba la buena nueva para los choferes y la desesperación de las carteras de quienes utilizan este servicio. Así como lo hicieron los transportistas, existen formas de expresión por todas partes, las paredes grafiteadas con groserías u obras de arte, esos panorámicos anuncios de las calles –que a veces de tantos que hay, se contamina de forma visual mi amada Ciudad de las Palmeras–, en las visitas a los baños públicos uno se topa con lecturas exquisitas que van de lo divertido y sarcástico, a lo directo y triste.

También existimos sujetos que al expresarnos tal vez nos convertimos en enemigos de la RAE, por las frases sin sentido que decimos –y que también escribimos–, cualquier semejanza con el loro de mi casa es pura coincidencia. Reconozco que cuando tratamos de llegar a los demás, una evidencia clara es nuestra imperiosa necedad de entablar comunicación con otros, precisamente en ese hablar tan crucigramado intentamos que los demás nos codifiquen lo que decimos, aprovecho para agradecer a quienes ponen sus ojos en esto que tan devotamente escribo todos los jueves.

De todas las desdichas humanas que permanecen ocultas con total justificación en el ámbito de lo privado, los lenguajes cursis de pareja son los que más pena ajena causa a quien los escuchamos, neta, eso de que vas en el camión, mientras la pareja de enfrente va diciéndose frases de pastel o cuando tu compañera de la chamba responde la llamada de su pioresnada con apodos tan domésticos como “¡sí mi amor, lo que tú digas cariño!” ¡Puaf! ¡puaj!

A consecuencia de lo anterior, en un (fallido) intento de ser lo más mesurado al hablar, con la precaución de evitar decir esas palabras hermosas que se verán ensuciadas por los múltiples usos de los termómetros de mis vísceras, en mi cerebro planeo conversaciones que probablemente nunca se lleven a cabo, pues lo más patético es que suelo siempre expresar lo que ni siquiera pensé.

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