jueves, 3 de diciembre de 2015

El museo de lo frío

Si perteneces a la clase trabajadora cuyo universo es una oficina, lo más seguro es que en ese espacio donde los cubículos y el estrés ocasionado por el jefe hacen del acontecer diario una faena, tal vez exista una pequeña área donde la mayoría de los empleados se escabullen a disfrutar de los sagrados alimentos, charlar de la farándula oficinista y de las casanovas conquistas del patrón.

Son esas personas que para darle cierto sabor a su labor y con tal de evitar la diferencia de clases, inventan uniformarse, calendarizando los colores del guardarropa que utilizarán durante los cinco días de la semana -¡Uy, qué pipiris nice! - y dejando el sábado para lucir las garritas deportivas o casuales, escenario que es aprovechado por la clásica chavarruca para acudir a la chamba en sus leggins, refrescándonos la memoria de que no hay nada como la experiencia de lucir los bien dotados chamorros y encantos que la madre naturaleza le dotó.

Ahí habita un electrodoméstico que se le atribuyen cualidades mágicas, pues se piensa que al depositar en su interior los alimentos jamás se van a echar a perder. Me refiero al refrigerador, el cual en el escabroso mundo oficinista es de la comuna, pues en él todos los miembros laborales tienen la venia de guardar sus sagrados lonches o itacates, con la condicionante de darle mantenimiento por lo menos una vez al mes.

Lamentablemente, la calendarización que exprofeso se hace para el rol de limpieza o descacharrización del frigorífico nadie la respeta y a veces se transforma en un museo donde se exhiben platillos tan antediluvianos, como ese plato de pozole seco a medio terminar que aún conserva su respectivo hueso de espinazo Paz, el yogurt caducado del año pasado, la soda a la mitad con sus clásicas manchas de lápiz labial y el pastel de tres leches del cumpleaños de la señora que hace el aseo, de hace quince días.

Cuando uno abre el refri percibe infinidad de aromas, además de conocer el perfil psicológico de los usuarios a través de esos gadgets que utilizan para conservar la comida, mejor conocidos como tópers, donde la especie refinada y burguesa que sólo consumen sustitutos de azucares, los forever on a diet, conservan aquello que los nutre. Si hay una que otra olla de peltre es fácil deducir que sus respectivos dueños aún viven con sus jefecitas, o sea, los llamados forever alone. No puede faltar aquel desconfiado que como sabueso marca su territorio, señalando con su nombre los trastes, para evitar que los amantes de lo ajeno devoren lo que les apetezca de la congeladora. Si te encuentras una cajita de unicel con restos de sushi, ten mucho cuidado, pues conservar los alimentos de esa forma es bien pinche naco.

Como todo en la vida, nada es suficiente, pues lo que llegamos a tener sólo dura unos instantes y luego pasa al olvido, así aquello que en su momento deleitó el más refinado paladar, después de saciar el apetito es donado al recinto donde se exhibirá por largo tiempo entre colores y olores, dando origen al museo de la heladera para el disfrute y asombro de sus visitantes.

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