jueves, 10 de diciembre de 2015

A deshoras de la madrugada

Tres de la mañana de un día en este diciembre, el frío como un ladrón invade mi cuarto, por fin tan sólo en las madrugadas por la Ciudad de las Palmeras este intruso expulsó el sudoroso calor poniendo en asueto a los ventiladores que días atrás trabajaban horas extras. Por la ventana observo los foquitos navideños de mis vecinos que se encienden y apagan, esos que adornaron la fachada con tantas luces que se asemeja a la nave nodriza de “Encuentros cercanos del tercer tipo”.

En el ambiente a esa hora impera una tranquilidad exquisita, si fumara, creo que en este momento sería un desperdicio no echarme un humeante taco de taquicardia y contaminar más de lo que se encuentra nuestra ciudad, afortunadamente es un vicio que no poseo, no es por miedo a padecer enfisema pulmonar, lo que sucede es que nunca le encontré el gusto a inhalar y exhalar humo, mucha gente tiene la idea de que si no tomo alcohol ni fumo es por alargar la vida, pero tenga o no uno de esos vicios igual de algo moriré.

En mi cerebro nacen las ganas por escuchar una rolita, de esas tan oníricas que me hagan alucinar, pero por respeto a los que duermen las postergo y con la mente le doy play al tracklist, entonces sonorizando entre las neuronas “cerezo rosa” del cubano de nacimiento y mexicano por adopción, Pérez Prado, llega a la imaginación auditiva ¡qué chingón suena la trompeta solista del maestro Beto González!

El pecho se hincha y nacen las ganas de zapatear, contoneando las piernas sigo el ritmo, mientras un ángel pinta de plateado a la luna, pues parece que con sus retocadas el brillo de ella es aún más intenso a deshoras de la madrugada. No hay tránsito, la tranquilidad es de un gozo absoluto, sólo la música de mis pensamientos me lleva al disfrute de tan placentero escenario. Ahora comprendo porque tanta gente le gusta nuestro Colima para vivir, pese a que nos amontonamos en cualquier plaza, que hablamos de nosotros más de lo que somos y que mentir es el lenguaje de hoy. De pronto, escucho los gritos de mi vecina que en esos momentos suda por el simple hecho de darle gusto al cuerpo, quien me hace abruptamente romper con la reflexión.

Aunado al placentero berrido, el gallo canta sobre el hombro de Pérez Prado, con ello el ritmo muere al amanecer y es precisamente cuando un kilométrico bostezo coquetea con la almohada, que le guiñe “ven a mí”, pero el orgulloso deber llama a perderse en la velocísima ciudad a jugarme el pellejo como todo los días, únicamente resta bailar sobre el recuerdo de ese momento cuando gocé de ser libre entre la fría noche.

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