miércoles, 2 de abril de 2014

Nonantzin

Dicen que en algunos humanos es la primera palabra que pronunciaron, argumento que resulta aceptable si consideramos que con ella pasas el primer año de vida, y si a eso le agregamos que como a los loros te está repitiendo la frase mientras te amamanta o arrulla, pues lo más seguro es que balbuces mamá, para orgullo de ella y envidia del papá.

Hoy no es su día, que la verdad me parece una mamarrachada eso de que durante 24 horas de una fecha en mayo, el mexicano tenga progenitora, ni tampoco escribo para que digan, ¡lo más seguro es que esta exorcizando su complejo de Edipo! Lo hago para reconocer a esas madres de antaño, ellas que con firmeza tenía más agallas que cualquier aguerrido padre, pues a pesar de que les embargaba la tristeza cuando tenían que sancionar a sus vástagos por algo que habían hecho mal, con dureza imponían castigos o su tan peculiar sarcasmo que moralmente nos legaba un mensaje, el cual sin lugar a dudas repercutiría en nuestro carácter.

No es que sea masoquista, pero aquellas amas de casa que educaron a los de mi generación y las de antaño, comparadas con las actuales, que desde mi muy particular punto de vista, son unas consentidoras y blanditas con sus chamacos, gracias a ese maldito sentimiento de culpabilidad ocasionado por no estar al lado de ellos durante buena parte de su desarrollo, debido a la pesada carga laboral de sus empleos y cuando arriban a sus hogares lo hacen de forma extenuante, sin ánimos de compartir tiempo extra con sus hijos, así que reprenderlos por algo que hicieron mal a veces se les hace injusto, pues temen fincarles una imagen negativa de ellas.

De esas sacrosantas amas de casa viene a mi memoria el
remordimiento de haber cometido una travesura en la calle o en otro hogar –de igual forma resulta simpático recordar como cambiábamos de nombre al salir del hogar, jijo de cha seung won, recaón, entre otros motes particulares a su enojo­– y con esa inquisidora mirada que daba al pronunciar las temidas frases “¡espera a que lleguemos y vas a ver!” uno lueguito se ponía quieto, hoy los chamacos dan la impresión de que los muebles, cortinas y manteles donde habitan son de metal, pues cuando están fuera de sus casas andan de arriba para abajo, mientras la autora de sus días finge no percatarse de ello.

Cuando uno llegaba hambriento al medio día se sentaba en el comedor y preguntaba, ¿mamá qué hay de comer? La respuesta era con una lógica tan certera que no dejaba la más remota duda, “pues comida m´hijo, que pensabas que aquí es restaurante”. Los berrinches fueron erradicados gracias a esas dosis de “¿quieres llorar con motivos?” Bóitelas, nos quedábamos tan silenciosos como un desierto. Esas señoras eran capaces de transformar de nuestro lenguaje las palabras “no tengo nada que hacer o estoy aburrido” en tabú, pues al pronunciarlas sabíamos de sobra que nos encomendarían mil y una actividades, en la actualidad la niñez se cansa de no hacer nada, fomentando así ese aburrimiento crónico y de paso la baja tolerancia.

Nos concientizó de que no era un pulpo, pues sólo contaba con dos brazos, de que cuando nosotros íbamos, ella ya había ido un titipuchal de veces; que mientras vivíamos bajo su techo teníamos que hacer lo que ella dijera, su palabra era la ley, simplemente porque ella lo decía y punto; por eso siempre he dicho que cualquier monumento que le hagan será mucha piedra y poca madre, que acaso no dice un conocido adagio “madre sólo hay una” y la mía… es la mejor de todas.

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