miércoles, 22 de enero de 2014

Los cincuenta y cinco segundos más aciagos

Hay una canción de Francisco José Hernández Mandujano, para los compas mejor conocido como Chico Che, cuya letra dice “¿dónde te agarró el temblor? Muy cerquita del portón”, cada vez que la escucho al igual que Cuando pase el temblor de los argentinos Soda Stereo, que en su letra narran un sismo humano, pero que en mi inconsciente hace que suba al DeLorean de Back to the Future y viaje al 21 de enero del 2003, seis minutos con treinta y cuatro segundos pasados las ocho de la noche.

Esa fecha mi amada pareja y un servidor caminábamos por el andador Constitución, de pronto un estruendoso sonido como cuando una retroexcavadora se encuentra en función se escuchó a nuestras espaldas, al mirar atrás vimos como una nube de polvo se levantaba y avanzaba hacia nosotros, inmediatamente el piso comenzó a sacudirse bajo nuestros pies, al ver a un costado donde se localiza un conocido hotel cuyo nombre es un apellido, nos dimos cuenta como los bustos que circundan su azotea se inclinaban y regresaban de forma brusca, amenazando caer sobre nosotros, mientras el miedo como ropas mojadas se nos pegaba al alma.

Cuando llegamos al final del andador, que por cierto se nos hizo una eternidad, se vino un aluvión debido a que la alberca y los tinacos de ese hotel se rompieron, haciéndonos sentir parte de una escena de la película Titanic; ya en la esquina el pánico incrementó cuando enormes trozos de uno de los campanarios de la catedral comenzaron a caer encima de los vehículos que se quedaron parados a media calle y sobre la banqueta, dicen que la sacudida fue cuestión de minutos, pero a todos nos parecieron siglos.

En cuestión de minutos nos invadió una tenebrosa oscuridad, de entre las sombras observamos diversas siluetas humanas correr, un grupo de empleadas de cierta tienda departamental cuyo eslogan dice ir con el estilo, para evitar una torcedura en sus tobillos se quitaron las zapatillas y así poder avanzar más aprisa, a unos cuantos metros las volvimos a ver, estaban paradas ayudándose mutuamente a quitarse de las plantas de sus pies los pedazos de vidrio y cerámica que del restaurante ubicado a las afueras del portal se encontraban desperdigados por todos lados.

Cuando llegamos a la esquina del cruce entre las calles Santos Degollado, Gregorio Torres Quintero y Venustiano Carranza encontramos a una anciana de pie y sin realizar movimiento alguno cual estatua de cera, al acercárnosle mi mujer la toma del brazo, ella reacciona preguntándonos, ¿qué paso? ¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes? Al explicarle la situación, llega un coche conducido por una muchacha y le grita, ¡Mamá, súbete pronto! La pobre longeva a duras penas abordó el transporte, alejándose a prisa de nuestro lado.

Mientras caminábamos, ninguno se atrevía a externar algún comentario, pues nuestros pensamientos nos traicionaban vaticinando lo peor en nuestros hogares y era obvio que no queríamos alterarnos, ya que alrededor observamos personas llorando, otros tirados en las aceras quejándose de torceduras o esguinces que se hicieron al tropezar, un joven montado en bicicleta gritaba que no encendieran cerillos, pues existían fugas de gas, mientras las sirenas de las patrullas y ambulancias paseaban la tragedia por la ciudad.

Al llegar a nuestras casas afortunadamente sólo encontramos daños materiales y a los parientes atemorizados, pero intactos, un suspiro enorme tranquilizó la angustia, para después enterarnos a través de un televisor de baterías que Joaquín López-Dóriga y Javier Alatorre con su clásica amarillista y exagerada información no acordaban la magnitud exacta del sismo que dio origen a la noche más larga que los colimenses pasamos en esa indeleble fecha.

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