
Dicen que la infancia es la edad dorada, la época de ensueño, pero de acuerdo a mi ingrata experiencia es también la que más apesta… hoy muchos dirán, ¿a este qué le pasa? Si ser chamaco es pura felicidad, ¡pobre amargado! Claro si hacemos alusión a la niñez actual por supuesto que sí, todo para ellos es miel sobre hojuelas, ¿pero qué tal a los niños de la década de los ochentas, setentas y ya ni le sigo? A todos los nacidos en esas épocas nos tocó vivir momentos oscuros, aciagos, caóticos, pues se nos tenía estrictamente prohibido entre otras cosas el escuchar las charlas de los “adultos”, la única plática que si nos compartían eran sobre esos temas que infundieran miedo, para que luego por las noches hicieras el tremendo sacrificio de aguantarte las ganas de hacer pis, por el méndigo temor de que algún espectro te saliera rumbo al oscuro baño.
Uno tenía que obedecer a todo aquel que fuera mayorcito, ahí se contaban también tus hermanos, los cuales se empeñaban en hacerte la vida de cuadritos, además no tenías el derecho de replicar, pues si llegabas a cuestionar, tus padres te callaban ya sea con un bofetón o un improperio, a diferencia de los infantes de hoy, que hasta a sus progenitores pueden demandar por tales injusticias.
Durante mi niñez intentando olvidar esos momentos tristes me refugiaba en los juegos, disfrutaba de los que implicaran menos desgaste físico, pues como siempre he padecido discapacidad metabólica lo cual me ha regalado unos kilillos extras, prefería el sedentarismo para ahorrar fatigas, entonces los de mesa eran la neta. El que más disfruté fue la lotería, llenar los dieciséis casilleros que integran la planilla con piedritas, maíz, frijol o lo más exquisito galletas de animalitos que nos comíamos mientras salía la carta correspondiente.
Eran fascinantes los representativos dibujos de las barajas, me divertía mucho al ver a la elegante dama y el gallardo catrín, la impúdica sirena mostrando sus bien dotados pechos–sin necesidad de cirugía o photoshop como los de hoy-, la solitaria escalera, el tricolor barril, el afamado músico con su guitarra bajo el brazo y el escandaloso borracho –en cuya imagen daba la impresión de salir de la cantina, pues muchas veces a ese sitio se ingresa buenisano, entonces si estuviera entrando pues no sería un ebrio-, imaginar comer la roja sandía, la siempre verde pera y el amarillo melón; ahora con la globalización la lotería moderna ha de incluir entre las frutas tropicales al kiwi, al carambolo, y al rambután; de igual forma para evitar cualquier segregación racial, al negrito se le llamaría afroamericano, además para dejar de lado las omisiones se incluirían las cartas del oriental y el europeo.
Mas existe un juego que a pesar de que mi infancia quedó atrás hace varias décadas, aún lo juego con las personas que a diario interactúo, me refiero a “La víbora de la mar”, se acuerdan, ese que nos señala la razón de la vida con el corito de “los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán”, sentencia que nos remite a las dinámicas escolares de cualquier nivel educativo donde los que no le echan ganas pues allí seguirán formando parte del sistema, y los que llegamos a ser profesionales, si no hacemos bien nuestro trabajo pues también nos quedaremos rezagados.
La mexicana que vende frutas siempre ha sido cruel conmigo, pues al plantear sus dos opciones, ser melón o sandía, o sea, entrarle a las drogas para experimentar o ser el templo de mis pecados sin cerradura, elegir la profesión que más convenga a mi vocación o a los intereses familiares, tener hijos o educar mi propia vida. Chin, tantas opciones para un individuo que se encuentra totalmente apendejado con su propio desarrollo. Luego viene lo peor, ¿con quién te vas, con melón o con sandia? El problema radica en la elección correcta, pero aquí como en todo juego, uno es sólo, nadie ayuda a nadie, entonces si llego a equivocarme, fácilmente seré clasificado como “la vieja del otro día”.
Si usted apreciado lector se encuentra en los años con terminación “enta”, probablemente habrá o seguirá jugando al reptil marítimo y me dará la razón de que la extinta infancia además de doler… apesta.