miércoles, 6 de julio de 2011

Desenchufado

“El cerebro de tanto pensar lo está
poniendo a dudar de su lugar”. Fobia


Dice en el libro del “Génesis” de la Biblia, que una vez de haber hecho Dios, el cielo, el agua y la tierra, el séptimo día descansó, razón por la cual los judíos descansaban los sábados o “shabbat”, considerado el día sagrado de su semana, mientras que para los cristianos por ser el domingo el día que Jesús resucitó, se estableció como receso de toda actividad.

Un domingo me gustaría darle día libre al cerebro, dejar de estresarlo con ese empeño inútil de aparentar inteligencia, al cabo para mis familiares, amigos y conocidos sigo siendo el mismo bobo de siempre.

Para ello necesito dejar de leer libros que sólo incitan a producir ideas tan necias que no tienen aplicación en la realidad; sería agradable hospedar en el olvido la memoria; encerrar en el baúl sin llave los recuerdos, para evitar evocar lo feliz que fui una vez, descansar el aspecto sentimental, con el propósito de no sentir dolor por todas las cosas buenas que desperdicié o perdí.

Con el cerebro en “stand by”, tendría en pausa a la ambición que únicamente causa sentimientos de envidia frustrante del saber que nunca llegaré a tener lo que mi prójimo posee, ser totalmente distinto al que cosecha éxitos o de plano carecer de ese talento que hace a los demás diferente de mi.

Poner quieta la brújula interior que señala a cada uno de los hemisferios los impulsos de pensar lo que se hablará, escribirá, enumerará, y sobretodo darle asueto al sentido lógico de observar mi realidad tal como es.

Siendo honesto, de qué me preocupo por darle un receso al ejercicio neuronal, si tan sólo he empleado una diezmilésima parte de la capacidad de mi masa gris. Además sin necesidad de tanto uso, según la ciencia al nacer contamos con cien mil millones de neuronas, pero al llegar a los treinta años de vida el ser humano pierde cien mil neuronas diarias de forma natural, o sea, ni las parrandas, ni la televisión, ni el tabaco y tampoco el consumo de bebidas embriagantes las destruyen, solitas se nos van, como el agua entre los dedos, ¡qué desperdicio! Tanto cuidarme evitando fumar y embriagarme para que al final solitas las pinches neuronas se me acaben.

Pero más triste resulta que cuando uno llega a los setenta años— ¡ojalá, el creador me lo permita!—, habremos perdido un millón, es decir, de todos modos lo pendejo nunca se nos quita, por más intentos que hagamos de disimularlo la sabia madre naturaleza con el avanzar de la edad nos irá dejando en evidencia. Entonces si me desconecto, tengo la ligera sospecha de pasar desapercibido, por si lo logro dejaré el celular encendido, ¡llámame cuando quieras!

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