Para el prolífico inventor estadounidense Thomas Alva Edison, el sueño representaba “una herencia de nuestros días de cavernícola”, razón por la cual aseguraba sólo necesitar dormir entre tres y cuatro horas por las noches. Por su parte, el genio italiano Leonardo Da Vinci no menospreciaba el dormir, simplemente distribuía el sueño por lapsos de veinte minutos cada cuatro horas con tal de sacar provecho a las veinticuatro horas del día.
Como no soy ninguno de ellos, celosamente aprecio las horas nocturnas destinadas a descansar – ¡así es, leyeron bien, ojetes vecinos ruidosos! –, siendo víctima del pinche timbre de la alarma que me sobresalta a muy temprana hora cuando augura el inicio de una jornada laboral – ¿por qué los domingos son tan cortitos? –, ese sonidito coarta mi placentera posición de lirón en el lecho, ¡hummm! Es cuando siento cierta envidia del francés Napoleón Bonaparte quien dormía 18 horas seguidas y cuidadito si se lo interrumpían, quien así lo hiciere le esperaba la guillotina, claro que un inseguro servidor no tiene tan negras intenciones para su humilde reloj de cuerda.
Con un clima como el nuestro, donde el ventilador trabaja a marchas forzadas y por itinerarios extendidos, además de un condenado horario de verano aunado a la mejor chacota en el Whatsapp y a una programación prime time del Carnal de las Estrellas, ¿cómo uno se va a dormir tan temprano? Si apenas el único satélite natural de la Tierra va asomando sus cuernos. Entonces permanezco con los ojos bien abiertos un tiempo largo y tendido hasta que Juan Pestañas me visita con su rebaño de bostezos, ¡ajummmm!
Durante la oscura madrugada sin que suene la alarma, el tiznado reloj biológico me despierta, enviando a decapitar el anhelado sueño, @&%#... ¡Qué coraje! Lo peor es que hasta en días que no hay necesidad de levantarse temprano lo hace. Por fortuna no soy el único, de acuerdo a datos arrojados por la Consulta Mitofsky, uno de cada cuatro mexicanos duerme menos de seis horas y uno de cada ocho menos de siete horas, pero no todo en nuestro país representa escasez de sueño, también hay sus excepciones, ya que uno de cada veinticinco se echa sus pestañadas de más de diez horas durante las noches, así que con su licencia voy a intentar incrementar tales cifras tomándome un exquisito coctel de Zolpidem con Rivotril en gotitasssssszzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.
Son una serie de artículos que ya han sido publicados en diversos periodícos locales.
jueves, 19 de mayo de 2016
jueves, 12 de mayo de 2016
Tips para agasajar a mamá
A dos días de que los medios publicitarios nos refrescaron la memoria de nuestra santa jefecita con el bombardeo de promocionales del Día de la Madre, ya todo regresa a la normalidad, las abnegadas amas de casa vuelven a sus labores domésticas con las lavadoras, refrigeradores y estufas que sus vástagos les obsequiaron, reafirmando así la idea de que la mujer en nuestro país en sus genes lleva el lavar, planchar y cocinar. ¡Ah, se me olvidaba que también es experta en cambiar pañales!
Gracias a la magia de la publicidad, los mexinacos tenemos madre un solo día del año, es cuando la veneramos e incluso nos curamos de culpa por haberla mantenido en el anonimato de nuestra memoria los 364 días restantes, razón por la cual la llevamos a festejar a un restaurante donde a su salud nos embruteceremos con unos alcoholitos, además de comer como desesperados. Éste, y otros gastos como ropa y calzado que a veces ni son de su agrado o de su talla son los que invertimos dizque para reconocerle el amor maternal a la autora de nuestros días, pese a ello no le rendimos el culto necesario a tan respetable figura.
La atiborramos de tantas cosas que no necesita en un solo día que ni siquiera las disfruta, ella valoraría más el sentarse a comer tranquila sin que nadie le pida algo o la obligue a que mueva sus cansados pies para que nos prepare unos huevos con longaniza, ¡no marches, así o más cargadito! Cuando existen hijos menores, de esos chillones y enfermizos que no la dejan ni a sol ni a sombra, no hay mejor regalo que el permitirle ir al WC solita, sin ningún chamaco que se le pegue como sanguijuela, ya sea para el disfrute de la buena lectura del Vanidades o la mera relajación del cuerpo.
Ya que hago alusión al tocador, no hay mejor regocijo para cualquier mamá que el tomar una ducha larga, sentir el relajante masaje de las gotas en la piel, sin la presión de que se apure pues siguen los niños, ni el marido que quiere cepillarse los dientes para irse a la oficina o que ya ha alguien le anda por hacer del dos, situación que suele suceder cuando se tiene en casa un solo baño o la familia es muuuuuy graaaaaande.
Para finalizar este recuento de acciones que agasajarían a cualquier mamita, se encuentra el dejarla ver su programa o película favorita completita sin esas abruptas interrupciones que solemos hacerle pidiéndole la aguja que se nos extravió en el pajar o la receta secreta del pollo que prepara el coronel Sanders; de igual forma la deleitaríamos con dejarla dormir ocho horas, donde no haya las diferencias conyugales por saber a quién de los dos le corresponde levantarse para ir a ver por qué llora el bebé a las tres de la mañana.
Considero que lo más importante para ellas es que les prestemos atención más que a nuestros celulares, que respondamos a sus llamadas y que las visitemos no solamente una vez a la semana, además de permanecer a su lado un poco más de cinco minutos, así como poner en práctica varios de estos tips no únicamente en su día social, sino en cualquiera del año, pues una mujer realizada es mejor en todos los aspectos.
Gracias a la magia de la publicidad, los mexinacos tenemos madre un solo día del año, es cuando la veneramos e incluso nos curamos de culpa por haberla mantenido en el anonimato de nuestra memoria los 364 días restantes, razón por la cual la llevamos a festejar a un restaurante donde a su salud nos embruteceremos con unos alcoholitos, además de comer como desesperados. Éste, y otros gastos como ropa y calzado que a veces ni son de su agrado o de su talla son los que invertimos dizque para reconocerle el amor maternal a la autora de nuestros días, pese a ello no le rendimos el culto necesario a tan respetable figura.
La atiborramos de tantas cosas que no necesita en un solo día que ni siquiera las disfruta, ella valoraría más el sentarse a comer tranquila sin que nadie le pida algo o la obligue a que mueva sus cansados pies para que nos prepare unos huevos con longaniza, ¡no marches, así o más cargadito! Cuando existen hijos menores, de esos chillones y enfermizos que no la dejan ni a sol ni a sombra, no hay mejor regalo que el permitirle ir al WC solita, sin ningún chamaco que se le pegue como sanguijuela, ya sea para el disfrute de la buena lectura del Vanidades o la mera relajación del cuerpo.
Ya que hago alusión al tocador, no hay mejor regocijo para cualquier mamá que el tomar una ducha larga, sentir el relajante masaje de las gotas en la piel, sin la presión de que se apure pues siguen los niños, ni el marido que quiere cepillarse los dientes para irse a la oficina o que ya ha alguien le anda por hacer del dos, situación que suele suceder cuando se tiene en casa un solo baño o la familia es muuuuuy graaaaaande.
Para finalizar este recuento de acciones que agasajarían a cualquier mamita, se encuentra el dejarla ver su programa o película favorita completita sin esas abruptas interrupciones que solemos hacerle pidiéndole la aguja que se nos extravió en el pajar o la receta secreta del pollo que prepara el coronel Sanders; de igual forma la deleitaríamos con dejarla dormir ocho horas, donde no haya las diferencias conyugales por saber a quién de los dos le corresponde levantarse para ir a ver por qué llora el bebé a las tres de la mañana.
Considero que lo más importante para ellas es que les prestemos atención más que a nuestros celulares, que respondamos a sus llamadas y que las visitemos no solamente una vez a la semana, además de permanecer a su lado un poco más de cinco minutos, así como poner en práctica varios de estos tips no únicamente en su día social, sino en cualquiera del año, pues una mujer realizada es mejor en todos los aspectos.
jueves, 5 de mayo de 2016
Frías ilusiones
En medio de esta primavera 2016 –de clima tan moderno que logra combinar temperaturas tanto veraniegas como invernales–, puede uno encontrarse con detalles que lo hacen valorar el sentido de las cosas, los hermosos momentos de la vida que a veces de tan cotidianos que lo son ni nos percatamos de su existencia, como lo es el observar a Don Ramiro, sexagenario que porta orgulloso esa playera descolorida del Atlas que su cuñada le trajo aquel 2013 del Estadio Jalisco, además de llevar el desteñido pantalón de mezclilla remangado de las piernas que deja ver los aceitados huaraches de araña con la suela Euzkadi Radial T/A corroída de tanto caminar, empujando su carga sobre la elevada pendiente de la asfaltada avenida en cualquier lugar de nuestra speedica ciudad.
A cada vuelta de las llantas del carrito los infantes lo miran pasar, sin despedir ningún aroma, ni sonar campana alguna, la chamacada saliva mientras con la imaginación en sus paladares saborean las cilíndricas paletas de nance, guayaba, tamarindo, jamaica, coco y los deliciosos esquimales que a bajas temperaturas se conservan en el interior del frigorífero rodante cuyo logotipo es una mujer de piel cafecita con vestido folclórico. ¿Oiga don, tiene de cacahuate? Preguntan al verlo pasar. ¡Quiero una de limón para este tiznado calorón! Exige un señor. Muere de esta forma la indiferencia mientras pausadamente camina.
Así lo vemos bajar por la cuesta haciendo esfuerzos para que su carga no se lo lleve, que pasar por calles empedradas donde el avanzar se hace más pesado por lo accidentado del terreno, pero continuamente detiene su paso, descansa, saca su cantimplora, bebe su contenido y sigue su largo andar. Tal como él, nosotros debiéramos de hacer con la carga de problemas que se nos presentan, dejarlos por un momento, darle un sorbo a la tranquilidad y continuar empujándolos, ya verás cómo te reconfortas, tu mente se despeja y lo que considerabas incierto te darás cuenta que son actos inherentes a la vida misma.
Es una nostalgia ver al paletero –en épocas tan modernas cuando las paletas y helados son manufacturados por corporativas de franquicias multinacionales–, refresca la memoria de mi muy lejana niñez, ahora que viejo y enfermo estoy, brindándome una añoranza que alimenta el corazón de recuerdos y esperanzas de aquellos tiempos mejores que ya no volverán, hoy que a las palmeras borrachas de sol de Agustín Lara les entró la cruda, en la ciudad mareada de tanto tráfico, ruego al creador que en la nevera de Don Ramiro mis penas se guarden bien y continúe descongelando la fantasía y la ilusión de vivir momentos tan memorables.
A cada vuelta de las llantas del carrito los infantes lo miran pasar, sin despedir ningún aroma, ni sonar campana alguna, la chamacada saliva mientras con la imaginación en sus paladares saborean las cilíndricas paletas de nance, guayaba, tamarindo, jamaica, coco y los deliciosos esquimales que a bajas temperaturas se conservan en el interior del frigorífero rodante cuyo logotipo es una mujer de piel cafecita con vestido folclórico. ¿Oiga don, tiene de cacahuate? Preguntan al verlo pasar. ¡Quiero una de limón para este tiznado calorón! Exige un señor. Muere de esta forma la indiferencia mientras pausadamente camina.
Así lo vemos bajar por la cuesta haciendo esfuerzos para que su carga no se lo lleve, que pasar por calles empedradas donde el avanzar se hace más pesado por lo accidentado del terreno, pero continuamente detiene su paso, descansa, saca su cantimplora, bebe su contenido y sigue su largo andar. Tal como él, nosotros debiéramos de hacer con la carga de problemas que se nos presentan, dejarlos por un momento, darle un sorbo a la tranquilidad y continuar empujándolos, ya verás cómo te reconfortas, tu mente se despeja y lo que considerabas incierto te darás cuenta que son actos inherentes a la vida misma.
Es una nostalgia ver al paletero –en épocas tan modernas cuando las paletas y helados son manufacturados por corporativas de franquicias multinacionales–, refresca la memoria de mi muy lejana niñez, ahora que viejo y enfermo estoy, brindándome una añoranza que alimenta el corazón de recuerdos y esperanzas de aquellos tiempos mejores que ya no volverán, hoy que a las palmeras borrachas de sol de Agustín Lara les entró la cruda, en la ciudad mareada de tanto tráfico, ruego al creador que en la nevera de Don Ramiro mis penas se guarden bien y continúe descongelando la fantasía y la ilusión de vivir momentos tan memorables.
jueves, 28 de abril de 2016
Alcoholemia
La primera y única vez que consumí alcohol fue a los 12 años cuando me bebí un jarro de rompope que mi abuela reservaba para compartirlo con todos sus nietos después de la comida, a los diez minutos entregue el cuerpo a Morfeo y al despertar experimenté un fuerte dolor de muelas en la cabeza, ¡ouch! Santo remedio, pues desde esa fatídica vez no he vuelto a consumir ni una gota de licor – ¡los chocolates y bombones alcoholizados, así como la homeopatía no cuentan, he!
Por tal razón para realizar este texto recurrí a un experto libador, que curiosamente nunca ha desembolsado centavo alguno para consumir unidades esenciales e indivisibles de materia etílicas en una farra. Gracias a que es fiel devoto al rebaño sagrado por antonomasia la mayoría de la gente civilizada lo conocen como “la Chiva”. Este ínclito señor que cuando te mira a los ojos posa su vista sobre tu hombro izquierdo debido al efecto ocasionado por un brebaje de cebada fermentado y espumoso que erróneamente en nuestro país lo disfrutan frío, quien con base a su vasta vida de incróspido que le ha retribuido ser un adolescente de 68 años, me hizo una disertación sobre las diversas etapas que un individuo muta en su personalidad según los niveles de alcoholemia.
Quienes practican el ejercicio de mantener el hígado en forma –¡de esponja, claro está!–, y saben que si el pistear fuera una enfermedad venderían chilaquiles en las farmacias, al arribar a cualquier antro, el ambiente de éste es directamente proporcional a la liquidez económica de la cartera, es por ello que no hay mejor pretexto para consumir los primeros tragos que con la cena en ese lujoso restaurante, así la conversación se ameniza y se vuelve agradable, entrando con ello a lo que se denomina la primera etapa.
Entre questoquelotro, salucitas con sus clásicos sonidos de cristal al choque de los recipientes que contienen el aguardentoso néctar se adentra en la segunda etapa, cuando la justificación amerita otra ronda porque los amigos son impresionantes y las pláticas van subiendo de tono –igual algunos hablan como si tuvieran micrófono integrado–, pasando de anecdóticas a superación personal. El umbral de la tercera etapa es acompañado de una total crisis existencial, externando cuestiones como: ¿sabes lo que pienso? ¿Lo qué pienso de veeerdaaaad? ¡A chintolo, ni que fuera Kaliman! Sacando a relucir aquellos resquemores que los llevaran a considerar dos opciones, una de ellas es ir al baño a lamentarse llorando sentado en el retrete y la otra es reproducir la onomatopeya producto de la acción de expulsar sustancias viscosas a 37° por la boca.
Luego siguen los retos, las interminables apuestas por demostrar superioridad, pasando de ser amigos a competidores, con la insistente prueba de tomar todo el contenido de un vaso sin respirar ni parpadear bajo la consigna de que si lo hace cualquiera de los perdedores va a ir directito a incomodar a la autora de sus días. Como resultado de tales competencias se adentran en la cuarta etapa, pues por arte de magia se vuelven solidarios con los fracasados llegando a niveles de cariño casi carnal, después de los besos y abrazos nada mejor que convertir cualquier canción en karaoke y sacar el chorro de voz.
En la quinta etapa el cansancio de la jornada laboral presenta factura con la llegada del sueño, es momento de ponerse de pie, pero el tiznado suelo no deja de moverse como si fuera sismo oscilatorio, además bien sabes que bajo este estado es imposible realizar esa acrobacia de “hacer un cuatro”, entonces sin complejo alguno los abrazos son el apoyo para dar un pequeño paso para el hombre y un gran salto para el exterior.
A temprana hora del siguiente día seguramente tu cuerpo entrará al credo, especie de estado entre la cruda y lo pedo, después recurrirás a mil y un remedios inútiles para curarte del síndrome existencial al que todo dipsómano conoce como cruda, más levantaras tu animo con el argumento de que lo que no mata te hace más fuerte, lo cual te dará alientos para ponerte briago en la próxima oportunidad que tengas.
Por tal razón para realizar este texto recurrí a un experto libador, que curiosamente nunca ha desembolsado centavo alguno para consumir unidades esenciales e indivisibles de materia etílicas en una farra. Gracias a que es fiel devoto al rebaño sagrado por antonomasia la mayoría de la gente civilizada lo conocen como “la Chiva”. Este ínclito señor que cuando te mira a los ojos posa su vista sobre tu hombro izquierdo debido al efecto ocasionado por un brebaje de cebada fermentado y espumoso que erróneamente en nuestro país lo disfrutan frío, quien con base a su vasta vida de incróspido que le ha retribuido ser un adolescente de 68 años, me hizo una disertación sobre las diversas etapas que un individuo muta en su personalidad según los niveles de alcoholemia.
Quienes practican el ejercicio de mantener el hígado en forma –¡de esponja, claro está!–, y saben que si el pistear fuera una enfermedad venderían chilaquiles en las farmacias, al arribar a cualquier antro, el ambiente de éste es directamente proporcional a la liquidez económica de la cartera, es por ello que no hay mejor pretexto para consumir los primeros tragos que con la cena en ese lujoso restaurante, así la conversación se ameniza y se vuelve agradable, entrando con ello a lo que se denomina la primera etapa.
Entre questoquelotro, salucitas con sus clásicos sonidos de cristal al choque de los recipientes que contienen el aguardentoso néctar se adentra en la segunda etapa, cuando la justificación amerita otra ronda porque los amigos son impresionantes y las pláticas van subiendo de tono –igual algunos hablan como si tuvieran micrófono integrado–, pasando de anecdóticas a superación personal. El umbral de la tercera etapa es acompañado de una total crisis existencial, externando cuestiones como: ¿sabes lo que pienso? ¿Lo qué pienso de veeerdaaaad? ¡A chintolo, ni que fuera Kaliman! Sacando a relucir aquellos resquemores que los llevaran a considerar dos opciones, una de ellas es ir al baño a lamentarse llorando sentado en el retrete y la otra es reproducir la onomatopeya producto de la acción de expulsar sustancias viscosas a 37° por la boca.
Luego siguen los retos, las interminables apuestas por demostrar superioridad, pasando de ser amigos a competidores, con la insistente prueba de tomar todo el contenido de un vaso sin respirar ni parpadear bajo la consigna de que si lo hace cualquiera de los perdedores va a ir directito a incomodar a la autora de sus días. Como resultado de tales competencias se adentran en la cuarta etapa, pues por arte de magia se vuelven solidarios con los fracasados llegando a niveles de cariño casi carnal, después de los besos y abrazos nada mejor que convertir cualquier canción en karaoke y sacar el chorro de voz.
En la quinta etapa el cansancio de la jornada laboral presenta factura con la llegada del sueño, es momento de ponerse de pie, pero el tiznado suelo no deja de moverse como si fuera sismo oscilatorio, además bien sabes que bajo este estado es imposible realizar esa acrobacia de “hacer un cuatro”, entonces sin complejo alguno los abrazos son el apoyo para dar un pequeño paso para el hombre y un gran salto para el exterior.
A temprana hora del siguiente día seguramente tu cuerpo entrará al credo, especie de estado entre la cruda y lo pedo, después recurrirás a mil y un remedios inútiles para curarte del síndrome existencial al que todo dipsómano conoce como cruda, más levantaras tu animo con el argumento de que lo que no mata te hace más fuerte, lo cual te dará alientos para ponerte briago en la próxima oportunidad que tengas.
jueves, 21 de abril de 2016
La frontera
Una frontera bien pudiera definirse como el confín de algo o los límites. Siendo esta última acepción la que nos lleva a imaginarnos ciertas franjas que indican hasta dónde es posible llegar o acercarse al final en algunos puntos. Esas divisiones que a veces son de escasos centímetros y que a la vez separan tantas cosas, dibujos que se aprecian sencillos en los mapas, pero que nos hacen tener una infinidad de problemas, pues son capaces de generar diferencias políticas entre países.
En el mundo animal, los perros con tal de evidenciar hasta dónde abarca su territorio, lo circundan con su orina, algo así como el proceso de polinización de las abejas para lograr perpetuar su reproducción, solamente que en lugar del polen es la pipi canina y las abejas los postes o llantas de carro. El gato para fijar hasta dónde llegan sus límites, roza el peludo cuerpo y deja su esencia para que otros felinos sepan quién habita en esa casa.
Así como los países cuentan con limítrofes, los animales los imponen, los seres humanos también marcamos hasta dónde es posible que sepan quiénes somos en realidad, actitud que nos hace volvernos polifacéticos, y no hago alusión precisamente al hecho de poseer la capacidad de realizar distintas actividades que se asocian a perfiles diferentes. Más bien, me refiero a esa argucia que recurrimos para aparentar lo mejor de nosotros. Definimos incluso límites en la amistad, pues quienes nos conocen no saben en realidad quiénes somos.
Parece ridículo, pero de tan esquivos que solemos ser ante los demás con tal de que no sepan quiénes somos en realidad nos olvidamos hasta de saber nosotros mismos lo que queremos ser, es decir, somos mojados de la frontera de nuestra propia persona, pero no por ser indocumentados, sino de tanto trauma de que la vida ha sido injusta con nosotros. Pero muchas de esas injusticias son el resultado de nuestros prejuicios, que se fomentan a través de repetir fórmulas y recetas con las cuales nos mantenemos en los pensamientos y actos de los demás.
Es precisamente bajo esa motivación que aparentemente abrimos nuestras fronteras para dar unos “sabios consejos”, realizar favores, prestar dinero o hacer regalos, pero, cuando los consejos no se siguen al pie de la letra, no existe ningún agradecimiento por los favores recibido, lo prestado nunca es devuelto o lo regalado no es utilizado como deseábamos, nos ofendemos y nos cerramos herméticamente, instalando a los agentes de la patrulla fronteriza del orgullo para que impidan el ingreso de cualquier invasor.
Entonces, lo más fácil, seguro y práctico es implementar una aduana que regule, controle y fiscalice a todos aquellos que forman parte de nuestro acontecer diario, dejando de ser un tránsito social y restringiendo a quienes pudieran dañarnos o extraditando a esos que les dimos la visa y por exceso de equipaje nos agobian. Si nos escandalizamos de que los vecinos del norte intenten aislarse con un muro, uno es peor aún, es más, de tan cerrado que a veces llego a ser hasta me atrevo a pintar mi raya en el agua como dice la canción, con tal de que todos me conozcan pero no sepan quién soy en realidad.
En el mundo animal, los perros con tal de evidenciar hasta dónde abarca su territorio, lo circundan con su orina, algo así como el proceso de polinización de las abejas para lograr perpetuar su reproducción, solamente que en lugar del polen es la pipi canina y las abejas los postes o llantas de carro. El gato para fijar hasta dónde llegan sus límites, roza el peludo cuerpo y deja su esencia para que otros felinos sepan quién habita en esa casa.
Así como los países cuentan con limítrofes, los animales los imponen, los seres humanos también marcamos hasta dónde es posible que sepan quiénes somos en realidad, actitud que nos hace volvernos polifacéticos, y no hago alusión precisamente al hecho de poseer la capacidad de realizar distintas actividades que se asocian a perfiles diferentes. Más bien, me refiero a esa argucia que recurrimos para aparentar lo mejor de nosotros. Definimos incluso límites en la amistad, pues quienes nos conocen no saben en realidad quiénes somos.
Parece ridículo, pero de tan esquivos que solemos ser ante los demás con tal de que no sepan quiénes somos en realidad nos olvidamos hasta de saber nosotros mismos lo que queremos ser, es decir, somos mojados de la frontera de nuestra propia persona, pero no por ser indocumentados, sino de tanto trauma de que la vida ha sido injusta con nosotros. Pero muchas de esas injusticias son el resultado de nuestros prejuicios, que se fomentan a través de repetir fórmulas y recetas con las cuales nos mantenemos en los pensamientos y actos de los demás.
Es precisamente bajo esa motivación que aparentemente abrimos nuestras fronteras para dar unos “sabios consejos”, realizar favores, prestar dinero o hacer regalos, pero, cuando los consejos no se siguen al pie de la letra, no existe ningún agradecimiento por los favores recibido, lo prestado nunca es devuelto o lo regalado no es utilizado como deseábamos, nos ofendemos y nos cerramos herméticamente, instalando a los agentes de la patrulla fronteriza del orgullo para que impidan el ingreso de cualquier invasor.
Entonces, lo más fácil, seguro y práctico es implementar una aduana que regule, controle y fiscalice a todos aquellos que forman parte de nuestro acontecer diario, dejando de ser un tránsito social y restringiendo a quienes pudieran dañarnos o extraditando a esos que les dimos la visa y por exceso de equipaje nos agobian. Si nos escandalizamos de que los vecinos del norte intenten aislarse con un muro, uno es peor aún, es más, de tan cerrado que a veces llego a ser hasta me atrevo a pintar mi raya en el agua como dice la canción, con tal de que todos me conozcan pero no sepan quién soy en realidad.
jueves, 14 de abril de 2016
Death Proof
Es medio día de este primaveral mes, aun no supero las inclemencias del horario de verano, lo único que sí estoy consciente es que al sol parece no importarle, pues su brillo cega más que siempre y el calor que produce es insoportable; en un intento por evadir el suplicio del clima y andando cerquita de la central de Los Rojos, hipoteco mi actitud regiomontana y opto por viajar en taxi, hoy el volvo y el mercedes de la ruta diez serán descartados.
Arribando a la base del citado autotransporte, quedo estupefacto al observar la enorme fila de usuarios que tuvieron la misma idea que yo, según rumores tal hilera es debido a que en ese momento los choferes hacen el cambio de turno y mientras lo lavan – ¡por fuera, pues a veces el interior es un asco! –, realizan el corte de las ganancias y chacotean con su colega, el servicio escasea. Un hombre de vestiduras anacrónicas que se asemeja más a un náufrago, es quien a gritos pone el orden entre los ahí presentes, además de designar el turno de los usuarios para abordar las unidades que esporádicamente llegan.
Antes de que el cliente suba al coche, este singular personaje lo interroga para saber el lugar a dónde se dirige y al enterarse grita a la fila si alguien va por el rumbo, quienes levantan la mano se trepan en la misma unidad sin importar el orden que ocupaban en la extensa hilera. Antes de partir, el ruletero compensa al andrajoso con una moneda que seguramente recuperará al cobrárselo a cualquiera de sus pasajeros, pues a pesar de haber convertido en colectivo un servicio individual, el costo será por cada viaje.
Para colmo de mis males, el chafirete del carro en el que viajo desde que lo abordé no ha dejado de hablar por celular, el reproductor de audio ambientiza con canciones guapachosas a volumen moderado, a veces la radio de banda civil esporádicamente deja escuchar uno que otro improperio de los demás conductores que chorean la jornada laboral como analgesia a su aburrimiento sin importarles ser escuchados por los usuarios. Mientras somos llevados, el chofer por el retrovisor no deja de observar a la curvilínea enfermera que va en el asiento trasero y continúa en la charla a través del teléfono; sin importarle nuestra seguridad se pasa dos altos, se detiene disminuyendo la velocidad y aplicando el freno de mano, estacionándose en lugares prohibidos para bajar a los pasajeros argumentando que es donde el cliente pide, ¿y los agentes de vialidad? Lo más seguro es que estén conquistando a la chica de algún negocio de comida rápida mientras degustan de la torta.
Antes de llegar a mi hogar, sólo quedamos un servidor y el joven de camisa interior, bermuda, paliacate en la cabeza, de brazos y cuello más rayados por los tatuajes que los baños de la central camionera, motivo por el cual tomo mis debidas precauciones decidiendo descender del vehículo dos cuadras antes de mi domicilio, caminando nuevamente bajo el inclemente sol.
Así como yo, muchos más utilizamos este servicio de transporte público, viviendo infinidad de anécdotas, en autos a veces sin luces ni frenos, con conductores que no sabemos si trabajan bajo el influjo de algún estupefaciente que los hace creer que están en alguna escena de la película Fast & Furious o en el peor de los casos, se pongan violentos y agresivos porque nos oponemos a que nos quieran ver la cara con las tarifas que inventan, soportar sus delirios de grandeza y la paranoia que a veces se cargan, razones por las cuales quienes viajamos en taxi experimentamos que estamos expuesto a prueba de muerte.
Arribando a la base del citado autotransporte, quedo estupefacto al observar la enorme fila de usuarios que tuvieron la misma idea que yo, según rumores tal hilera es debido a que en ese momento los choferes hacen el cambio de turno y mientras lo lavan – ¡por fuera, pues a veces el interior es un asco! –, realizan el corte de las ganancias y chacotean con su colega, el servicio escasea. Un hombre de vestiduras anacrónicas que se asemeja más a un náufrago, es quien a gritos pone el orden entre los ahí presentes, además de designar el turno de los usuarios para abordar las unidades que esporádicamente llegan.
Antes de que el cliente suba al coche, este singular personaje lo interroga para saber el lugar a dónde se dirige y al enterarse grita a la fila si alguien va por el rumbo, quienes levantan la mano se trepan en la misma unidad sin importar el orden que ocupaban en la extensa hilera. Antes de partir, el ruletero compensa al andrajoso con una moneda que seguramente recuperará al cobrárselo a cualquiera de sus pasajeros, pues a pesar de haber convertido en colectivo un servicio individual, el costo será por cada viaje.
Para colmo de mis males, el chafirete del carro en el que viajo desde que lo abordé no ha dejado de hablar por celular, el reproductor de audio ambientiza con canciones guapachosas a volumen moderado, a veces la radio de banda civil esporádicamente deja escuchar uno que otro improperio de los demás conductores que chorean la jornada laboral como analgesia a su aburrimiento sin importarles ser escuchados por los usuarios. Mientras somos llevados, el chofer por el retrovisor no deja de observar a la curvilínea enfermera que va en el asiento trasero y continúa en la charla a través del teléfono; sin importarle nuestra seguridad se pasa dos altos, se detiene disminuyendo la velocidad y aplicando el freno de mano, estacionándose en lugares prohibidos para bajar a los pasajeros argumentando que es donde el cliente pide, ¿y los agentes de vialidad? Lo más seguro es que estén conquistando a la chica de algún negocio de comida rápida mientras degustan de la torta.
Antes de llegar a mi hogar, sólo quedamos un servidor y el joven de camisa interior, bermuda, paliacate en la cabeza, de brazos y cuello más rayados por los tatuajes que los baños de la central camionera, motivo por el cual tomo mis debidas precauciones decidiendo descender del vehículo dos cuadras antes de mi domicilio, caminando nuevamente bajo el inclemente sol.
Así como yo, muchos más utilizamos este servicio de transporte público, viviendo infinidad de anécdotas, en autos a veces sin luces ni frenos, con conductores que no sabemos si trabajan bajo el influjo de algún estupefaciente que los hace creer que están en alguna escena de la película Fast & Furious o en el peor de los casos, se pongan violentos y agresivos porque nos oponemos a que nos quieran ver la cara con las tarifas que inventan, soportar sus delirios de grandeza y la paranoia que a veces se cargan, razones por las cuales quienes viajamos en taxi experimentamos que estamos expuesto a prueba de muerte.
jueves, 7 de abril de 2016
Los ejes de mi carreta
Sus ojos están observando las letras que el cerebro percibe y decodifica mientras lee, hoy por vez primera este escrito se hará tangible, podrás tocar las palabras aquí redactadas las veces que se te antojen, es más, cada idea tomará forma. Hasta ayer cuando pensé en cada uno de los párrafos, eran reales. ¡Claro, en el sentido de todas las realidades que a mí conciernen! Pues consciente estoy de que se puede hacer real un sentimiento únicamente por el hecho de leerlo.
A lo largo de cada uno de los textos que he escrito, el lector se apropia de las palabras que al imaginarlas las transforma en realidad. Entre sarcasmos, mensajes serios y chascarrillos, más desatinados que ocurrentes y menos constantes que repetitivos. Pero con todo y mis vergonzosos errores, ustedes y yo volvemos a vivir lo que imaginé, lo que fui en una época o lo que desearía haber sido. La memoria miope recibe el flashback de ideas que en mis tiempos fueron “mejores”, llegan recuerdos o viñetas de lo que desearía hubiese ocurrido, intento plasmarlas por escrito y las comparto con ustedes, como las que a continuación viviremos.
Hace mucho tiempo, cuando no existía el caluroso asfalto por las calles del barrio donde nací, cuando cada acera de las banquetas las separaba un alineado empedrado donde crecía la verdolaga con otras hierbas, y aún el tránsito vehicular no era kamikaze como el actual, su inseguro servidor en las épocas de la infancia –días en que tenía tiempo de sobra, es más, los años se me hacían de cuatrocientos días–, además de jugar charangais, sacar del círculo de arena las canicas con mi poderoso mosaico de flor, correr por la banquetas en el “¡tú la tráis!”, nos reuníamos una retahíla de chamacos en las empinadas y prolongadas calles de la colonia Magisterial, para competir en la carrera de carretas, algo así como el Grand Prix o las 500 Millas de Indianápolis, ¡aahhh (suspiro) bendita imaginación que nos hacía realidad los sueños!
El medio con el que participamos era una madera que a $ 25.00 pesos de los viejos adquiríamos en la carpintería de Don Ramón –el del estanquillo–, cuerda de ixtle y baleros bien engrasaditos que afianzábamos con clavos. La neta, nos sobraba ingenio, pues hasta les dibujábamos coloridos diseños con pintura de agua o el esmalte de uñas de mamá. Raudos gracias al impulso del compañero que empujaba o la fuerza de la zancada nos cubríamos de gloria al ganar el máximo trofeo que consistía en una bolsa de frituras de maíz aderezados con salsa endiablada y limón con su respectivo chesco bien frío, ¡Ah que agasajo era ser campeón!
Tal ilusión desapareció cuando una tarde el Tío Gamboín coartó nuestras aspiraciones de ingenieros automotrices al promocionar en televisión nacional la Avalancha Apache, ahora se producían al mayoreo poniéndose a la venta a un precio inalcanzable al bolsillo de nuestros padres, haciendo que las carretas de nosotros se transformarán en objetos de humillación y burla de los infantes pudientes, pese a ello, los ejes de madera con el chispeante balero muchas veces les ganaba a las carreritas para regocijo nuestro, pues con esto les pellizcábamos su orgullo en repetidas ocasiones a los presumidos juniors.
A lo largo de cada uno de los textos que he escrito, el lector se apropia de las palabras que al imaginarlas las transforma en realidad. Entre sarcasmos, mensajes serios y chascarrillos, más desatinados que ocurrentes y menos constantes que repetitivos. Pero con todo y mis vergonzosos errores, ustedes y yo volvemos a vivir lo que imaginé, lo que fui en una época o lo que desearía haber sido. La memoria miope recibe el flashback de ideas que en mis tiempos fueron “mejores”, llegan recuerdos o viñetas de lo que desearía hubiese ocurrido, intento plasmarlas por escrito y las comparto con ustedes, como las que a continuación viviremos.
Hace mucho tiempo, cuando no existía el caluroso asfalto por las calles del barrio donde nací, cuando cada acera de las banquetas las separaba un alineado empedrado donde crecía la verdolaga con otras hierbas, y aún el tránsito vehicular no era kamikaze como el actual, su inseguro servidor en las épocas de la infancia –días en que tenía tiempo de sobra, es más, los años se me hacían de cuatrocientos días–, además de jugar charangais, sacar del círculo de arena las canicas con mi poderoso mosaico de flor, correr por la banquetas en el “¡tú la tráis!”, nos reuníamos una retahíla de chamacos en las empinadas y prolongadas calles de la colonia Magisterial, para competir en la carrera de carretas, algo así como el Grand Prix o las 500 Millas de Indianápolis, ¡aahhh (suspiro) bendita imaginación que nos hacía realidad los sueños!
El medio con el que participamos era una madera que a $ 25.00 pesos de los viejos adquiríamos en la carpintería de Don Ramón –el del estanquillo–, cuerda de ixtle y baleros bien engrasaditos que afianzábamos con clavos. La neta, nos sobraba ingenio, pues hasta les dibujábamos coloridos diseños con pintura de agua o el esmalte de uñas de mamá. Raudos gracias al impulso del compañero que empujaba o la fuerza de la zancada nos cubríamos de gloria al ganar el máximo trofeo que consistía en una bolsa de frituras de maíz aderezados con salsa endiablada y limón con su respectivo chesco bien frío, ¡Ah que agasajo era ser campeón!
Tal ilusión desapareció cuando una tarde el Tío Gamboín coartó nuestras aspiraciones de ingenieros automotrices al promocionar en televisión nacional la Avalancha Apache, ahora se producían al mayoreo poniéndose a la venta a un precio inalcanzable al bolsillo de nuestros padres, haciendo que las carretas de nosotros se transformarán en objetos de humillación y burla de los infantes pudientes, pese a ello, los ejes de madera con el chispeante balero muchas veces les ganaba a las carreritas para regocijo nuestro, pues con esto les pellizcábamos su orgullo en repetidas ocasiones a los presumidos juniors.
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