jueves, 7 de abril de 2016

Los ejes de mi carreta

Sus ojos están observando las letras que el cerebro percibe y decodifica mientras lee, hoy por vez primera este escrito se hará tangible, podrás tocar las palabras aquí redactadas las veces que se te antojen, es más, cada idea tomará forma. Hasta ayer cuando pensé en cada uno de los párrafos, eran reales. ¡Claro, en el sentido de todas las realidades que a mí conciernen! Pues consciente estoy de que se puede hacer real un sentimiento únicamente por el hecho de leerlo.

A lo largo de cada uno de los textos que he escrito, el lector se apropia de las palabras que al imaginarlas las transforma en realidad. Entre sarcasmos, mensajes serios y chascarrillos, más desatinados que ocurrentes y menos constantes que repetitivos. Pero con todo y mis vergonzosos errores, ustedes y yo volvemos a vivir lo que imaginé, lo que fui en una época o lo que desearía haber sido. La memoria miope recibe el flashback de ideas que en mis tiempos fueron “mejores”, llegan recuerdos o viñetas de lo que desearía hubiese ocurrido, intento plasmarlas por escrito y las comparto con ustedes, como las que a continuación viviremos.

Hace mucho tiempo, cuando no existía el caluroso asfalto por las calles del barrio donde nací, cuando cada acera de las banquetas las separaba un alineado empedrado donde crecía la verdolaga con otras hierbas, y aún el tránsito vehicular no era kamikaze como el actual, su inseguro servidor en las épocas de la infancia –días en que tenía tiempo de sobra, es más, los años se me hacían de cuatrocientos días–, además de jugar charangais, sacar del círculo de arena las canicas con mi poderoso mosaico de flor, correr por la banquetas en el “¡tú la tráis!”, nos reuníamos una retahíla de chamacos en las empinadas y prolongadas calles de la colonia Magisterial, para competir en la carrera de carretas, algo así como el Grand Prix o las 500 Millas de Indianápolis, ¡aahhh (suspiro) bendita imaginación que nos hacía realidad los sueños!

El medio con el que participamos era una madera que a $ 25.00 pesos de los viejos adquiríamos en la carpintería de Don Ramón –el del estanquillo–, cuerda de ixtle y baleros bien engrasaditos que afianzábamos con clavos. La neta, nos sobraba ingenio, pues hasta les dibujábamos coloridos diseños con pintura de agua o el esmalte de uñas de mamá. Raudos gracias al impulso del compañero que empujaba o la fuerza de la zancada nos cubríamos de gloria al ganar el máximo trofeo que consistía en una bolsa de frituras de maíz aderezados con salsa endiablada y limón con su respectivo chesco bien frío, ¡Ah que agasajo era ser campeón!

Tal ilusión desapareció cuando una tarde el Tío Gamboín coartó nuestras aspiraciones de ingenieros automotrices al promocionar en televisión nacional la Avalancha Apache, ahora se producían al mayoreo poniéndose a la venta a un precio inalcanzable al bolsillo de nuestros padres, haciendo que las carretas de nosotros se transformarán en objetos de humillación y burla de los infantes pudientes, pese a ello, los ejes de madera con el chispeante balero muchas veces les ganaba a las carreritas para regocijo nuestro, pues con esto les pellizcábamos su orgullo en repetidas ocasiones a los presumidos juniors.

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