jueves, 14 de abril de 2016

Death Proof

Es medio día de este primaveral mes, aun no supero las inclemencias del horario de verano, lo único que sí estoy consciente es que al sol parece no importarle, pues su brillo cega más que siempre y el calor que produce es insoportable; en un intento por evadir el suplicio del clima y andando cerquita de la central de Los Rojos, hipoteco mi actitud regiomontana y opto por viajar en taxi, hoy el volvo y el mercedes de la ruta diez serán descartados.

Arribando a la base del citado autotransporte, quedo estupefacto al observar la enorme fila de usuarios que tuvieron la misma idea que yo, según rumores tal hilera es debido a que en ese momento los choferes hacen el cambio de turno y mientras lo lavan – ¡por fuera, pues a veces el interior es un asco! –, realizan el corte de las ganancias y chacotean con su colega, el servicio escasea. Un hombre de vestiduras anacrónicas que se asemeja más a un náufrago, es quien a gritos pone el orden entre los ahí presentes, además de designar el turno de los usuarios para abordar las unidades que esporádicamente llegan.

Antes de que el cliente suba al coche, este singular personaje lo interroga para saber el lugar a dónde se dirige y al enterarse grita a la fila si alguien va por el rumbo, quienes levantan la mano se trepan en la misma unidad sin importar el orden que ocupaban en la extensa hilera. Antes de partir, el ruletero compensa al andrajoso con una moneda que seguramente recuperará al cobrárselo a cualquiera de sus pasajeros, pues a pesar de haber convertido en colectivo un servicio individual, el costo será por cada viaje.

Para colmo de mis males, el chafirete del carro en el que viajo desde que lo abordé no ha dejado de hablar por celular, el reproductor de audio ambientiza con canciones guapachosas a volumen moderado, a veces la radio de banda civil esporádicamente deja escuchar uno que otro improperio de los demás conductores que chorean la jornada laboral como analgesia a su aburrimiento sin importarles ser escuchados por los usuarios. Mientras somos llevados, el chofer por el retrovisor no deja de observar a la curvilínea enfermera que va en el asiento trasero y continúa en la charla a través del teléfono; sin importarle nuestra seguridad se pasa dos altos, se detiene disminuyendo la velocidad y aplicando el freno de mano, estacionándose en lugares prohibidos para bajar a los pasajeros argumentando que es donde el cliente pide, ¿y los agentes de vialidad? Lo más seguro es que estén conquistando a la chica de algún negocio de comida rápida mientras degustan de la torta.

Antes de llegar a mi hogar, sólo quedamos un servidor y el joven de camisa interior, bermuda, paliacate en la cabeza, de brazos y cuello más rayados por los tatuajes que los baños de la central camionera, motivo por el cual tomo mis debidas precauciones decidiendo descender del vehículo dos cuadras antes de mi domicilio, caminando nuevamente bajo el inclemente sol.

Así como yo, muchos más utilizamos este servicio de transporte público, viviendo infinidad de anécdotas, en autos a veces sin luces ni frenos, con conductores que no sabemos si trabajan bajo el influjo de algún estupefaciente que los hace creer que están en alguna escena de la película Fast & Furious o en el peor de los casos, se pongan violentos y agresivos porque nos oponemos a que nos quieran ver la cara con las tarifas que inventan, soportar sus delirios de grandeza y la paranoia que a veces se cargan, razones por las cuales quienes viajamos en taxi experimentamos que estamos expuesto a prueba de muerte.

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