Era feliz aquella vez cuando alguien tuvo la amabilidad de integrarme a un grupo de WhatsApp, fue tanto el gusto, que para diferenciar el tono de llamada del “Guats” con el del grupo y así saber cuándo alguien enviara mensajes, le programé el ringtone de Chewbacca" de Star Wars. Las primeras horas experimentaba orgullo de que la gente con admiración preguntaba la fuente del sonido, obvio que creía que chui era la neta del planeta, pero a los tres días ya me había hartado de que cada tres o cuatro minutos el alarido del Wookie interrumpiera momentos agradables de mi vida.
Una vez acostumbrado al tono, volví al disfrute de intercambiar ideas y opiniones acordes con la intención del grupo, pero… de pronto uno de los contactos decidió romper con la rutina y sacando sus brillantes dotes de Polo Polo, envió los chistes más pedantes y jocosos, sin cerciorarse de que algunos pudieran ofenderse o experimentar vergüenza del contenido, inmediatamente saturaron de "emoji", que dejaban en duda si aprobaban o no la acción –digo, hay caritas donde les salen lágrimas y uno ignora si son de llanto o de alegría. Ridículamente aseguramos detestar el bullying, pero en el grupo la mayoría disfrutábamos cuando alguien hacía de su patiño a alguno de los contactos, todos –en el chat, claro está–, arremetían contra él, unos a favor de la guasa, otros disque defendiéndolo pero ejecutándoselo a la vez.
En otra ocasión, en plena reunión laboral, suena mi celular, mientras las diapositivas avanzan, la curiosidad me gana y observo en la pantalla un meme de cierto político cuyo nombre omito para no herir susceptibilidades, la risa escapa y el jefe con aire de jalón de orejas, cuestiona mi opinión en relación a lo expuesto, lo cual hace que recurra al hada de la improvisación y la muy torpe se equivoca, entonces el monstruo de la vergüenza acompañado de su amigo ridiculez se quedan conmigo, ¡pinches ojetes!
Debido a la mala experiencia, mi pareja recomienda que silencie por un año los avisos del grupo, ¡tómala! A las tres horas de hacerlo, tenía un círculo verde que me indicaba chorrocientos mil mensajes sin leer. ¿Cuántas horas de mi escaza existencia implicaría para saber su contenido? ¡Un titipuchal! Los fines de semana no faltaba el ocioso que mandara cadenitas milagrosas, chistes de contenido kilométrico – ¡uff, qué flojera!– de todos colores y sabores, fotos de los lugares paradisiacos a donde iba y de la asquerosa comida que degustaba, como si uno se le fueran a antojar el plato de chilaquiles con mucha crema y salsa verde que más bien se asemejaban al vomito de la chica del exorcista.
A raíz de lo anterior, al cabo de seis meses de permanencia voluntaria en el grupo, por cordura propia y salud mental tomé la audaz – ¡uy! ¡Qué valiente!– decisión de abandonarlo. Considero que es genial utilizar este tipo de aplicaciones como herramienta que facilita la comunicación, cuando de verdad se intercambia información y no me refiero a los chismes de lavadero o como plataforma de prospectos a standuperos, pues es ahí donde nace el problema, y lo peor es cuando se abusa de ella.
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