En una de mis devotas visitas al supermercado, empujando el carrito entre los pasillos, encontré a una señora con sus dos hijas pequeñas, lo que atrajo mi atención fue la lastimera queja de la menor hacia su madre, evidenciando el maltrato de parte de la hermana mayor hacia su persona, mientras la señora revisaba el color de tinte, sin girar su cabeza para verla entre dientes, balbuceó, “¡Ya cállate, no seas chillona!”. Mientras las dejo atrás, por mi desamueblada cabeza concluyo, si la chavita le hubiera dicho que en lugar de su hermana, una niña de su escuela la estaba molestando, segurito que la doña iría directo con las autoridades educativas del plantel con denuncia en mano de la CNDH a embarrársela a la cara, alegando que el plantel no está atendiendo un problema de bullying, discriminación y abuso hacia su hija.
El hecho está en que para algunos padres y madres, las rencillas entre hermanos son nimiedades y hasta llegan a creer que tienen su lado formativo – ¿qué? ¿cómo? –, pues gracias al tesón, vigilancia y descuidos entre ellos, aprenden diversas pautas de defensa personal, se adentran en ciertas nociones del derecho civil que disciplinan las relaciones personales, patrimoniales, voluntarias o forzosas; adquieren sin necesidad de asistir a cursos la aplicación de los primeros auxilios. No es necesario ver alguna película de terror para que los menores experimenten el miedo, de eso se encargan los familiares al darles a conocer un buen de entelequias, llámese el chamuco, coco, bruja, etcétera, con los cuales aprenderán a compartir, respetar a los adultos y estarse sosiegos.
Desde la infancia, nuestros hermanos mayores sin necesidad de ver En Familia con Chabelo, nos adentran en las bondades del trueque catafixiano al permutarnos premios, ganancias y obsequios – por ejemplo el domingo–, por otros más ostentosos pero con el riesgo de que tal maniobra resulte a la inversa, ¡buuaahh! Otra de sus aportaciones, es el enriquecimiento del lenguaje del menor con múltiples palabras soeces, que los inocentes padres atribuirán a los compañeritos de la escuela. Imposible olvidar ese “lero, lero candelero”, enunciado irrebatible que denotaba el gandallismo del hermano quien experimenta satisfacción al escuchar entre sollozos expresar a su hermanito las palabras de “no oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado”.
A los hermanos grandes los menores no pueden intimidarlos diciéndoles que su papá tiene una pistola, ya que ese argumento que muchas veces pone fin a cualquier diferencia entre sus colegas chavitos a ellos les hace lo que el viento a Juárez, tampoco surte efecto el “ya córtalas”, pues pese a los resentimientos entre ellos siguen siendo familiares y lo único que queda es decirles “chócalas”, algo así como te perdono nada más porque eres mi gran hermano, no importa que me hagas la vida de cuadritos, chance y hasta también eres mi cuate.
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