jueves, 11 de agosto de 2016

¡Lo que callamos los Godínez!

A los oficinistas de antaño se les conocía como “Gutierritos” en honor de aquel obrero bonachón, humilde y honrado que entregaba el sueldo completo a su esposa, la cual le retribuía con humillaciones y desprecios argumentando su mediocridad en el desempeño laboral, opinión que era compartida por el Kool-Aid de su patrón; tal personaje mantuvo pegado al televisor a gran parte de la audiencia de nuestro país a mediados de la década de los sesentas a través de la telenovela. Ahora, con el arribo de la tecnología –adiós máquina de escribir, bienvenida computadora–, Gutiérrez evoluciona hasta transformarse en Godínez.

Pese a su metamorfosis, la sombra de Gutierritos los persigue, pues aún los jefes se siguen pasando de lanza con ellos, no les respetan los horarios laborales, continúan esperando con desesperación los viernes y las quincenas, creen que mejor los identifica el gafete que la credencial de elector y al convivir con los demás empleados, se abstienen de algunas actitudes y acciones, es decir, con tal de mantener la armonía prefieren callarse.

Es común que vean llegar a la secretaria en minifalda de bolitas, la saluden sin prestar atención, una vez que pase, zas, clavan su libidinosa mirada donde termina la espalda, mientras se digan así mismo… La verdad por respeto a ustedes eso no se pude publicar. Cuando se integra un nuevo compañero al equipo, el jefe lo presenta y pide que lo asesoren, con sonrisa de oreja a oreja argumentan que es un placer, mientras que más de alguno piense que es una lata enseñar a chambear a ese simio. Pasada varias semanas y éste insiste en que le expliquen algo nuevamente, se responderá: “¡claro, inmediatamente, no estaría de más!” –mientras que por dentro se piense: “¡ah, qué pendejo! Este Vergara vale su apellido”.

Como en todo centro de trabajo, existen individuos que le agradan al jefe –aquí no cuenta la curvilínea experta taquimecanógrafa que continuamente asedia–, son tus compañeros, pero lo que ellos no saben que a pesar de creer que los une una sincera amistad, algunos los consideran lambiscones, barberos y zalameros, algo así como animal rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho, infrahumano, espectro del infierno, maldita sabandija, así, textual como lo expresa Paquita la del Barrio.

Fin de semana, para ser exacto domingo, estás en plena reunión familiar en el Parque Regional degustando una sardina con galletas Pan Crema, entre la algarabía de la reunión, escuchas la alarma del WhatsApp del grupo de la oficina, es el patrón con su clásico saludito lleno de parabienes y melcocha para arremeter después con una sarta de actividades que esperan para el lunes, o sea, desconfía de que por ser día de asueto consumas drinks de más y se te olviden los compromisos laborales. Obviamente, que los compañeros y tú saturan de respuestas afirmativas el grupo, al mismo tiempo que piensan, ¡cómo chifla! ¿A caso no tiene familia? Es mi tiempo de calidad con mis seres queridos y sale con sus estúpidas inseguridades.

El mero mero de arriba –y no es el Creador–, le llama la atención al jefe por una burrada que cometió, llega a la oficina y se desquita con sus subordinados presionándolos para que corrijan el error como si ellos fueran quienes la regaron, sutilmente los trabajadores pondrán cara de que es pan comido, agrado y hasta cierto esmero por evidenciar servicio, pero en su interior aceptarán que son los babosos favoritos que siempre le hacen la valona.

Hay un dicho popular de origen mexica que dice “caras vemos, corazones no sabemos”, el cual se puede interpretar como no confiar en alguien por la simple apariencia, ya que lo exterior no dice nada sobre lo que son y lo que piensan, imagínense si hicieran un lunes antidoping en la chamba, ¡uta! cuántos adictos de esos que hasta varitas de incienso se introducen por… ustedes ya saben por dónde, se encontrarían.

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