jueves, 11 de septiembre de 2025

Las historias más tristes del Mundo.



¿Se han dado cuenta una cosa? Que casi todos tenemos ese complejo de inseguridad que nos convierte en unos narradores de las “historias más tristes del Mundo” cuando alguien nos pide un favor… y no podemos o no queremos ayudarlos, pues ya hemos tenido una amarga experiencia por hacerlo.

Por ejemplo, llega alguien y te pide prestado dinero. Y tú, en vez de decir “No, no tengo o ahora no te puedo prestar” con tranquilidad, ¡pum!, sueltas una tragedia al estilo La Rosa de Guadalupe: “Es que no tengo dinero, resulta que la abuela está enferma, que si se me desconchinfló la lavadora…” Pero, dama o caballero, ¿y por qué no dices simplemente “No puedo prestarte”? Pues no, ahí te pones a contar una telenovela, para justificarte.

Luego pasa con el celular. Te lo piden para mandar un mensaje y tú piensas, “Uy, es que me quedan pocos datos.” Y ahí empieza el discurso dramático: “Fíjate, que se me acabó el plan tarifario”. “Estoy esperando una llamada importantísima”. Buscando como siempre, disimular que no se lo vas a prestar, aunque en realidad es porque no quieres prestarlo, porque sabes que esa persona se cuelga en el WhatsApp.

Y lo mejor es lo del vecino, que viene con la solicitud de una herramienta. Tú temes que se la quede para siempre, como lo hizo con las tijeras para podar, entonces el ingenio histriónico vuelve a salir del pecho más lacrimógeno que una película de esas que te hacen llorar a moco tendido.

Por favor, señoras y señores, ¡es hora de aprender a decir “NO”! Claro que te pueden llamar pérfido, vil, canalla, mala persona, pero a veces el que pide llega abusar de la confianza, no tú, digo, cuando algunos se han quedado con lo prestado o no te pagan el dinero, y lo más lamentable se enojan cuando les cobras o pides esos objetos que eran tuyos, ahí, ¿cómo o qué? Y no pasa nada por negarte sin ponerte a inventar historias tristes. Que el “NO” también es bonito y necesario.

jueves, 4 de septiembre de 2025

¡Ya´tamos en septiembre!



En México, septiembre es el mes de la patria, que aquí es casi como el mes del “orgullo nacional” y, con todo el pozole, los sopitos picaditos y las enchiladas que a cantidades industriales se consumen. Los días 13, 15 y 16 son como la temporada alta para ponernos el sombrero de piloncillo, pero sin que esté pintado, que eso ya no se lleva mucho, ¿sabes? Es un rollo que mezcla: tradición que huele a limón —que aquí usamos, como si fuera nuestra medicina milagrosa— y cosmopolitismo, que es cuando te crees muy moderno, pero sigues comiendo chile hasta en el café. Porque sin chile, el taco se siente como sin alma, y el limón es nuestro jarabe multiusos. Lo mismo te cura un resfriado que lo echas en el tequila pa’ olvidarlo todo.

Es cuando la mayoría de conductores suicidas de las empedradas y llenas de cráteres de nuestras calles, prefieren ponerle banderitas de México al coche, que la direccionales cuando van a dar vuelta; las oficinas godín se adornan “retechulas” de bonitas, con sombreros de charros, carrilleras, jorongos multicolores y enormes mostachos -o sea, olvidan de lo lampiño del aborigen de nuestro país-, se espera con mucha enjundia la “Noche Mexicana de la Oficina”, donde lucirán ajuares de adelitas -así es, existe cierta confusión con la revolución-, charros y ningún gachupín.

Y claro, esas fiestas patrias son muy bonitas, muy pomposas, pero también la gente habla del 19, que es el día en que la tierra dijo “aquí estoy yo, a ver si se mueven un poco, que no todo es fiesta”. Eso sí que es una conmemoración sorpresa por todo lo alto, y todos nos quedamos aterrorizados, más que nada porque después del temblor se vino la cruda de la celebración, y eso sí que es para temer.

En fin, que en México somos castizos con celular, que no olvidamos nuestras raíces, pero tampoco dejamos de mandar un “WhatsApp” pa’ todo, y de paso a veces nos quejamos del chilito que pica mucho, del limón que está muy ácido y del temblor que nos dejó comiendo birote pa´l susto… Eso sí, siempre con mucho orgullo, porque si algo tenemos es eso: orgullo de ser mexicano, no le hace que le aunque tiemble.

jueves, 28 de agosto de 2025

Temporada de lluvias o la época cuaternaria 2.0



¿Han visto lo que pasa con el pronóstico del tiempo en el teléfono celular? Es como si tuvieras a un burro, sí, un burro cabezón que nunca va parejo. Que, si llueve, que, si no, que sale el sol, que viene tormenta… ¡pero vamos, que ni ellos mismos llegan a un acuerdo a ver quién tiene la razón, digo, no por algo les llaman teléfonos inteligentes! Eso sí, con los relojes del celular, gracias a Internet, todos vamos igualitos, como soldaditos, pero con el clima… ¡madre mía, eso es un desbarajuste!

Pero, si alguno le atina y empieza a llover, la gente se pone como en la prehistoria, en plena época cuaternaria otra vez, porque si ven un rayo, te juro que parece que va a caer el apocalipsis encima. El agua cayendo les da pánico, y si hay viento fuerte… ¡huyen a refugiarse como si fuera un huracán categoría 5 que está a la vuelta de la esquina! En esos momentos tomar un taxi en plena lluvia es misión imposible. Mejor ni lo intentes, porque los coches de las aplicaciones esos que te alquilan, nada más ven llover y suben las tarifas, o directamente cuelgan el cartelito de “sin disponibilidad”. Anda, como si fueran los últimos supervivientes del planeta que deciden que hoy, pa’ lante no van.

Y en casa, bueno, en casa si se va la luz, ahí sí que nos convertimos en inútiles. Nada de cenas románticas a la luz de las velas ni nada de eso, no, nos aburrimos porque el ocio somos nosotros mismos. Ya no sabemos ni mirarnos a los ojos sin la pantalla que nos distraiga. Así que nada, la lluvia nos devuelve a tiempos prehistóricos, solo que ahora con WiFi y celulares malditos que no se ponen de acuerdo ni para decir si hace fresco o calor.

jueves, 21 de agosto de 2025

La silenciosa complicidad.



Si hay algo en esta vida que no falla, es la habilidad que tenemos para complicarnos la existencia con conspiraciones que sólo existen en nuestra imaginación… o eso creemos. Pero ojo, no hablo de cosas serias, no, hablo de esas silenciosas, esas pequeñas maquinaciones que pasan cada día y que, sin darnos cuenta, nos hacen cómplices de un complot universal que desafía la paz en el hogar, la oficina y hasta en los lugares menos pensados.

Primero, la oficina. ¿Quién no ha vivido ese momento en que las y los colegas parecen tener un sindicato secreto con la administración? Que, si el jefe pide que se cumpla un horario, que, si “la cafetera no funciona”, pero todos saben que el café está guardado en lo más recóndito de la oficina, pa´l que no coopera no le llegue, escondido como si fuera el oro del rey Salomón. Y mientras tanto, los Godínez lanzan miraditas de “ya te llegó la hora”, sin decir palabra, porque en realidad todos estamos ahí, conspirando para hacer la jornada un poco más amena.

Luego, los hermanos. Ah, esos seres maravillosos que, pese a la sangre, tienen un doctorado en sabotaje. ¿Una camiseta desaparecida justo el día que los amigos vienen a casa? ¿Un secreto confesado con voz bajita que luego se convierte en motivo de chiste durante toda la reunión familiar? Eso no es casualidad, amigos, eso es obra del gremio fraternal de la silenciosa complicidad.

Y en casa, ¡ay! La eterna guerra fría entre suegra y esposa. Un complot sin estridencias que se mueve a la sombra, con sonrisas que enmascaran estrategias dignas de una novela de espionaje. Regaños disfrazados de consejos, invitaciones que parecen ofrecimientos, pero esconden trampas sutiles… Todo para mantener en jaque al pobre y confundido esposo que, claro, observa desde su trinchera sin entender muy bien qué le ha tocado en suerte.

Al final, lo que tenemos es una especie de pacto tácito. Un acuerdo colectivo que nos mantiene unidos por el hilo invisible de la complicidad silenciosa, donde todos somos tanto cómplices como víctimas de un juego que sólo termina cuando alguien se atreve a romper la cadena… o se cansa y decide reírse con todo este sainete.

Por eso digo, y esto no es mío sino del gran maestro de la confusión nacional, que, a todo este complot, a toda esta conspiración cotidiana… ¡les preparamos unos tamales de cúrcuma, con atole de pasiflora y santas pascuas!

jueves, 14 de agosto de 2025

El Sísifo moderno.


¿Sabes eso de Sísifo empujando la piedra montaña arriba? Pues es como si Zeus le hubiera puesto tarea de oficina en pleno 2025, ¿no? En la actualidad Sísifo sería esa persona que se levanta a las 6:30 de la madrugada, sale con su enorme piedra a buscar un camión que lo lleve de mosca, sí, por lo repleto que van a las horas pico de ingreso y egreso laboral, llega a su oficina, se sienta en su mesa con la computadora, empieza a “trabajar” y al cuarto de hora después la piedra esa, que ahora es el correo electrónico, el WhatsApp o cualquier red social, ya le ha caído otra vez al suelo. Y vuelta a empezar. Porque claro, en la era del quehacer
 Godin tú puedes estar 8 horas haciendo como que haces cosas y al final, cuando miras el reloj, ¡zas!, “Todo sigue igual”, o, mejor dicho, todo está en constante flujo, pa´que quede más elegante.

Por no hablar de las rutinas domésticas… Sísifo empujando esa roca refleja perfectamente cuando tú miras alrededor con la intención de ordenar la casa, claro, con las pilas apagadas y el cuerpo pidiendo sofá, pero llegas al patio de servicio y como Mahoma la montaña de ropa vuelve a estar ahí, con el cesto lleno y la ropa sucia que nunca se acaba. Eso sí, con la filosofía griega podríamos decir que Τα πάντα ῥέοντα (Ta panta rheonta), o sea, que todo fluye… pero en mi casa lleva años fluyendo por el mismo sitio, y lo único que cambia es el polvo, por otras capas más.

La vida sedentaria también es otro cuento. Sísifo no tenía que lidiar con las series de Netflix ni con los anuncios de “haz ejercicio en 5 minutos”. Él sudaría empujando la piedra, pero nosotros, que estamos sentados todo el día, ¡ni para levantar el control remoto! Es como que la piedra pesa menos, pero aquí el castigo es quedarte pegado a la silla, que es una condena moderna. Y cuando intentas moverte un poco, te duele todo, o sea, que vuelves al principio, a esa piedra que nunca llega a la cima porque estamos demasiado cómodos.

En resumen, Sísifo hoy sería un oficinista de contrato temporal, con una montaña de correos sin responder y un montón de ropa para lavar… que todos los días dice “mañana cambio”, pero al final, entre el trabajo, la casa desordenada y la pereza, solo fluye eso, fluye la rutina, como cuando la piedra rueda sin parar y tú piensas: “Esto es mi vida, empujando la misma piedra, pero al menos me río que es gratis”.

jueves, 7 de agosto de 2025

Tuba en mano, corazón en la calle.



Hace unos días, la población de nuestra Ciudad de las Palmeras leía en las diversas redes sociales que se sumaran a la oración familiar, que por cierta intervención quirúrgica se sometería Baldo el tubero, un incansable trabajador con grandeza fiel. En cada palma dejó su piel, un lazo urbano que legó miel, en cada banqueta. Ese personaje que no solo vendía tuba, sino que ponía alegría y sazón a las calles de Colima. Porque, claro, él no era un simple vendedor, era nuestro camarada, carnal de barrio, alma sagrada, tuba y cariño, fórmula sagrada que deleitaba desde adultos, adolescentes y niños; era el alma de la esquina, de las escuelas, el buen amigo que siempre tenía una sonrisa y un saludo para todos.

Lo que a muchos nos conquistaba era su humildad y esa tuba que llevaba como si fuera un trofeo, siempre fresca, siempre lista para refrescar el día, para apaciguar el calorón. En las escuelas, los profesores, que eran más serios que una novela sin final feliz, entre cambio de hora de clase, los esperaba Baldo con un vaso de ese néctar extraído de la savia de palma fermentada, que se los regalaba mediado entre frío y al tiempo, pa’ que no se dañaran la garganta. Era un reconocimiento a la labor docente con que este señor de cabellos de plata premiaba en los pasillos —un premio de reyes, vamos. Y el estudiantado, esos que a veces no tenían para ese día, se las fiaba sin pensarlo dos veces. Así que cuando lo veían venir, no solo corriendo detrás de la tuba, le echaban una mano y lo ayudaban a cargar con el bule o guaje, ese recipiente tradicional hecho de una guía similar a la planta de calabaza, que ayudaba a mantener la bebida fresca.

Eso, señores, se llama corazón grande, y eso es lo que dejó Baldo en los rincones y en el alma de la ciudad. Un hombre que, aunque humilde, tenía la grandeza de unirnos con algo tan sencillo y delicioso como una bebida artesanal, pero con un sabor a comunidad y cariño que nadie podrá olvidar en cada sorbo de tuba y en cada sonrisa que nos regaló.

jueves, 31 de julio de 2025

Una lección de generosidad perdida.



En mi lectura de los Evangelios Apócrifos en la vasta biblioteca del seminario, encontré un texto fascinante que describía un encuentro entre el Rey Baltazar y la Sagrada Familia durante su huida a Egipto, huyendo de la persecución del Rey Herodes. Mientras caminaban juntos, el Rey Baltazar se dedicaba a dibujar un mapa del cielo, entretenido en ello ni cuenta se dio de quienes eran. Sin embargo, una vez que la familia continuó su camino, el monarca se sintió abrumado por el remordimiento al pensar en todo lo que podría haber hecho para ayudarlos: ofrecerles provisiones para el largo viaje, regalarle sandalias al niño Jesús, que iba descalzo, y, sobre todo, proporcionarles un dromedario para aliviar su travesía. Este episodio resaltaba la bondad y la generosidad que podría haber compartido en aquel momento y que por indecisión del monarca -ese mismo que un 6 de enero de 1978, me regaló un Kid Acero-, no lo hizo. 

Al texto descrito, le encontré cierta semejanza con el siguiente suceso: Estando quien firma lo que escribe en una lujosa zapatería del Centro Histórico de nuestra ciudad, entre la clientela se encontraba una señora de aspecto humilde y pobreza extrema, quien solicitaba a la dependienta un par de zapatos. Después de probárselos, le pidió si podía apartarlos para el sábado, ya que ese día recibiría una contrata. La empleada, asegurándose de que nadie observara, imprimió un recibo en blanco de la caja registradora y le pidió el nombre a la señora. Al preguntarle por su número de teléfono, la mujer respondió que no tenía, pero proporcionó el número de su vecina. Mientras tanto, dejó 100 pesos como anticipo. Justo cuando la dependienta que la atendía estaba a punto de ser relevada por su compañera, ella rápidamente grapó el billete con la hoja de datos y la escondió debajo de la caja, aparentemente para evitar ser descubierta. Antes de irse, la señora mencionó que, si llovía el sábado, no podría ir por los zapatos porque planchaba ajeno, y le preguntó si podría recogerlos el domingo temprano. La dependienta respondió con un simple “Ajá, está bien”.

Al salir de la tienda, me sentí como el Rey Baltazar, abrumado por el remordimiento de no haber tenido el valor de comprarle los zapatos a la anciana, mientras, ella seguiría el resto de la semana con los que traía sin tapas, desquebrajados de la piel y con la suela tan ingrata como mi pinche corazón. Me reproché a mí mismo por no haber sido más generoso, por no haberle regalado incluso dos pares. La oportunidad se me escapó de las manos, y solo me quedó la sensación de haber fallado en un momento en el que podría haber marcado la diferencia.