En mi lectura de los Evangelios Apócrifos en la vasta biblioteca del seminario, encontré un texto fascinante que describía un encuentro entre el Rey Baltazar y la Sagrada Familia durante su huida a Egipto, huyendo de la persecución del Rey Herodes. Mientras caminaban juntos, el Rey Baltazar se dedicaba a dibujar un mapa del cielo, entretenido en ello ni cuenta se dio de quienes eran. Sin embargo, una vez que la familia continuó su camino, el monarca se sintió abrumado por el remordimiento al pensar en todo lo que podría haber hecho para ayudarlos: ofrecerles provisiones para el largo viaje, regalarle sandalias al niño Jesús, que iba descalzo, y, sobre todo, proporcionarles un dromedario para aliviar su travesía. Este episodio resaltaba la bondad y la generosidad que podría haber compartido en aquel momento y que por indecisión del monarca -ese mismo que un 6 de enero de 1978, me regaló un Kid Acero-, no lo hizo.
Al texto descrito, le encontré cierta semejanza con el siguiente suceso: Estando quien firma lo que escribe en una lujosa zapatería del Centro Histórico de nuestra ciudad, entre la clientela se encontraba una señora de aspecto humilde y pobreza extrema, quien solicitaba a la dependienta un par de zapatos. Después de probárselos, le pidió si podía apartarlos para el sábado, ya que ese día recibiría una contrata. La empleada, asegurándose de que nadie observara, imprimió un recibo en blanco de la caja registradora y le pidió el nombre a la señora. Al preguntarle por su número de teléfono, la mujer respondió que no tenía, pero proporcionó el número de su vecina. Mientras tanto, dejó 100 pesos como anticipo. Justo cuando la dependienta que la atendía estaba a punto de ser relevada por su compañera, ella rápidamente grapó el billete con la hoja de datos y la escondió debajo de la caja, aparentemente para evitar ser descubierta. Antes de irse, la señora mencionó que, si llovía el sábado, no podría ir por los zapatos porque planchaba ajeno, y le preguntó si podría recogerlos el domingo temprano. La dependienta respondió con un simple “Ajá, está bien”.
Al salir de la tienda, me sentí como el Rey Baltazar, abrumado por el remordimiento de no haber tenido el valor de comprarle los zapatos a la anciana, mientras, ella seguiría el resto de la semana con los que traía sin tapas, desquebrajados de la piel y con la suela tan ingrata como mi pinche corazón. Me reproché a mí mismo por no haber sido más generoso, por no haberle regalado incluso dos pares. La oportunidad se me escapó de las manos, y solo me quedó la sensación de haber fallado en un momento en el que podría haber marcado la diferencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario