Durante mi andar veo gente clavada a sus celulares, conviviendo con otros pero interactuando de vez en cuando, pues la mayor parte del tiempo la dedican a observar la diminuta pantalla del artilugio, se miran felices, es más, algunos hasta realizados y orgullosos de ir acompañados por la cajita idiota, ese aparato que despierta emociones primitivas y a la vez origina modernas formas de comunicación donde la ética y la moral se resumen a un chat de WhatsApp, las noticias se fabrican, ya sean verdaderas o no en cualquier red social, mientras la Doctora Corazón ha sido resucitada a través de esos muros del Facebook y la sabiduría es muy fácil de acceder a través de cualquier motor de búsqueda.
En esta Torre de Babel, continuamos llamando teléfono a un dispositivo móvil que tiene cámara de video y fotográfica que lo mismo reproduce audio, imágenes y hasta películas, además de captar eso que nos ha regresado nuevamente a la fiebre del oro, el anhelado wifi, es como una mixtura entre los siglos XIX y XXI; gracias al trolleo de los usuarios, algunos hemos aprendido lecciones de humildad, al igual que nos damos cuenta de que nuestras relaciones humanas van en decadencia cuando ya nadie nos da like o dejan de seguirnos. Si antes le echábamos la culpa de nuestra obesidad al sedentarismo de ver el televisor, ahora por ir observando el teléfono móvil mientras caminamos, corremos el riesgo de sufrir una fractura o en el pior de los casos perder la vida.
Gracias a esta máquina ya no estamos solos, pues algunos hasta tenemos 110 grupos de guastsap que nos acompañan, donde compartimos tiernos y divertidos emojis –¡la neta no le encuentro lo cool a un emoji en forma de brócoli!–, ¡wow! Esos datos que nos llegan de improvistos, digo, quien esté libre de sexting que dispare el primer brownie; además, es una ternurita esos que le han cargado todas las canciones de Frozen que nos alegran el corazón y estamos conscientes de que cuando se escribe
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