Hace unos días, la población de nuestra Ciudad de las Palmeras leía en las diversas redes sociales que se sumaran a la oración familiar, que por cierta intervención quirúrgica se sometería Baldo el tubero, un incansable trabajador con grandeza fiel. En cada palma dejó su piel, un lazo urbano que legó miel, en cada banqueta. Ese personaje que no solo vendía tuba, sino que ponía alegría y sazón a las calles de Colima. Porque, claro, él no era un simple vendedor, era nuestro camarada, carnal de barrio, alma sagrada, tuba y cariño, fórmula sagrada que deleitaba desde adultos, adolescentes y niños; era el alma de la esquina, de las escuelas, el buen amigo que siempre tenía una sonrisa y un saludo para todos.
Lo que a muchos nos conquistaba era su humildad y esa tuba que llevaba como si fuera un trofeo, siempre fresca, siempre lista para refrescar el día, para apaciguar el calorón. En las escuelas, los profesores, que eran más serios que una novela sin final feliz, entre cambio de hora de clase, los esperaba Baldo con un vaso de ese néctar extraído de la savia de palma fermentada, que se los regalaba mediado entre frío y al tiempo, pa’ que no se dañaran la garganta. Era un reconocimiento a la labor docente con que este señor de cabellos de plata premiaba en los pasillos —un premio de reyes, vamos. Y el estudiantado, esos que a veces no tenían para ese día, se las fiaba sin pensarlo dos veces. Así que cuando lo veían venir, no solo corriendo detrás de la tuba, le echaban una mano y lo ayudaban a cargar con el bule o guaje, ese recipiente tradicional hecho de una guía similar a la planta de calabaza, que ayudaba a mantener la bebida fresca.
Eso, señores, se llama corazón grande, y eso es lo que dejó Baldo en los rincones y en el alma de la ciudad. Un hombre que, aunque humilde, tenía la grandeza de unirnos con algo tan sencillo y delicioso como una bebida artesanal, pero con un sabor a comunidad y cariño que nadie podrá olvidar en cada sorbo de tuba y en cada sonrisa que nos regaló.