jueves, 28 de enero de 2016

Cuatro ojos

Recuerdo que en el año 2000, por recomendación de mi actual pareja –chequen el dato, si ella no me lo hubiera sugerido a estas alturas continuaría de topo dándome trastazo al buscar cosas–, decidí adaptármelos, ¡uy qué chingón, todo un intelectual florecería! Obviamente busqué los que fueran acorde con mis cachetitos y prominente mentón de papada, descubriendo con el uso las tiznadas desventajas de utilizarlos, la primera de ellas fue al tomar té, ya que el vaporcito los empañó al grado de dejarme ciego.

En tiempos lluviosos creo que deberían existir limpiaparabrisas para las micas, pues es una lata tener que estar limpiándolos frecuentemente; cuando voy al cine en tercera dimensión tengo que sobreponer los lentes que permiten tal efecto sobre los míos y corro el riesgo de tallarlos, situación que se asemeja al hecho de adaptarles los llamados clip de cristales para sol.

Después de una pesada jornada laboral antes de echarme un clavado sobre la cama tengo que quitármelos, pues con el impulso se me pueden caer o en el peor de los casos, que mi pesado cuerpo los aplaste. Imposible recostarme de lado para disfrutar el televisor, pues los móndrigos se resbalan continuamente, y dormitar con ellos puestos es lo más incómodo, además, tal vez al despertar posiblemente los habré enchuecado.

Ni hablar de cuando olvido el sitio donde los dejé, imagínense miope y sin ellos, para encontrarlos de nuevo es todo un caos. Si se pierden de forma definitiva es aún peor, ya que es todo un brete hallar unos que se ajusten de forma excelente como los anteriores. Existe un riesgo más, el que un objeto salga disparado hacia mí y los rompa, al comer tengo que quitármelos debido a que pueden resbalarse y caer dentro del plato de pozole. No hago el intento de abrazar a un bebé, pues tengo la plena seguridad que hará lo posible por tocarlos y llevaré sus huellas dactilares sobre las micas un buen rato.

Continuamente ajusto la armazón de los lentes al resbalar por mi nariz de chile relleno, pero lo más ridículo es cuando intento hacerlo sin traerlos, entonces caigo a la reflexión de que éstos forman parte de mi cuerpo, peor aun cuando no los encuentro por ninguna parte porque los traigo colocados como diadema, y lo que más me ha dado tal certeza de que son una extensión de mí han sido las veces que he metido a bañarme con ellos puestos.

Sobran las personas que cuando me los quito por algún motivo se los pongan y salgan con la mamertada de: “órale we´, ¿estás bien pinche ciego?” o “es como entrar a otra dimensión, ¡no manches, ya me mareé!” También por obvias razones al quitármelos alguien dirá que mis ojos están rete chiquitos. ¡Eso es bullying¡ A pesar de todo, prefiero tener cuatro ojos a ver borroso, si de por si mi realidad a veces se mira empañada.

jueves, 21 de enero de 2016

b×h/2

Los doctores Meredith Davis y James Roberts de la Universidad Baylor, institución bautista que se localiza en Waco, Texas, son los responsables de acuñar el concepto de phubbing que surge a raíz de un estudio donde el 46% de las parejas encuestadas consideran que el teléfono celular genera cierto distanciamiento durante los momentos de intimidad, entre otras estadísticas que argumentan las desventajas que este aparato produce a través de su exagerado uso. Esta nueva acepción se integra a partir de los vocablos de habla inglesa: phone que significa teléfono y snubbing que en castellano equivale a menospreciar.

El phubbing es en sí, esa manía de las personas de poner más atención al celular que a las conversaciones que se entablan con sujetos que están con ellos. Tal fenómeno es algo que ya se veía venir, pues esa desagradable descortesía de los ansiosos que cuando estás en plena reunión familiar, donde se supone es momento de convivencia, ellos están inmersos en la pequeña pantalla de su aparato, desconectados del entorno o lo más detestable, cuando alguien está a tu lado supuestamente llevando el hilo de la conversación, más de pronto suena el tono de los mensajes del WhatsApp, apresuradamente éste saca su aparato para mirarlo, destrozando totalmente la secuencia de la charla, pues lo más seguro es que una vez que lo vio, salga estúpidamente con la interrogante, “¿disculpa, qué me decías?” ¡Ah qué chintolo!

Como una forma de evitar esta pésima costumbre, en algunos empleos donde es necesario atender al cliente de forma personalizada, los patrones anteponen a sus empleados que los teléfonos móviles se guarden en un depósito especial que no les permita utilizarlos durante la jornada laboral. De igual forma, uno que otro padre o madre ha tomado la decisión de amputar el celular a sus hijos con tal de focalizar la atención de éstos hacia ellos –lo que nunca ha podido hacer el primo de un amigo, es que su mujer coloque el teléfono de una forma que cuando están charlando en lugar de verlo a él, su mirada continuamente repase la pantalla del aparato, situación que le hace pensar que para su pareja él se ha vuelto un fastidio y que el celular en sí es su válvula de escape al aburrimiento, situación que lo pone como agua para chocolate, o sea, ni se te ocurra tocarlo porque te derrite.

No te apachiches si eres víctima del triángulo sentimental ocasionado por el phubbing, recuerda que por ningún motivo presiones al interlocutor a que deje su teléfono mientras entabla una conversación, evita violentar la relación, mejor intenta concientizarlo de que previamente avise de que está esperando recibir información de suma importancia, pues no se trata de evitar su uso, simplemente es que éste no afecte la efectividad de una charla.

jueves, 14 de enero de 2016

Hoy puede ser un gran día

De acuerdo al Consejo Nacional de la Población (Conapo), desde que entramos al siglo XXI a la fecha, la pirámide poblacional se ha invertido en relación al crecimiento de adultos mayores en nuestro país, en otras palabras, quienes nos deleitábamos sintiéndonos inmortales durante la década de los ochentas ya nos estamos apolillando, entramos al umbral de la edad de los achaques, la ventaja es que no soy el único, ya que cifras del Inegi señalan que las personas de 60 años y más se concentran en localidades urbanas, situación que puedo constatar cada mes que acudo al médico a revisar el avance de mis enfermedades crónico degenerativas, donde en las salas de espera estoy rodeado de personas que se encuentran en la tercera edad y mientras sorteamos la esperanza de que nos toque turno intercambiamos síntomas y malestares.

Lo difícil de entrar a la edad de los ENTA, es decir, treinta, cuarenta, cincuenta, etcétera, es que cada mañana al despertar tienes que hacerte una valoración de tu cuerpecito, con tal de detectar algún dolor, te preocupas por todas las cosas que tienes que realizar, considerando el tiempo que invertirás en cada una de ellas, lo cual te estresa, pues estás consciente de que antes de anochecer tendrás un titipuchal de responsabilidades que cumplir. Esto dependerá de tu sentido del humor, del color de lentes con que verás tu día, pues uno es el único capaz de escoger el día que quiera vivir.

Una vez escaneado los malestares físicos, la primera cara ácida que veremos es tal vez la de alguna de las personas que viven con nosotros, acción que nos desilusionará, si de por si nuestro desgastado organismo se siente de la tiznada y nos reciben con cara de haberse comido un limón en ayunas, lo cual nos agria el poco entusiasmo de haber superado ese dolor de espalda que experimentamos al abandonar la cama, eso nos baja la moral, es cuando debemos hacer un paréntesis y reflexionar que tal vez ese individuo se siente peor que uno, entonces lo más grato que podemos hacer es regalarle una sonrisa combinada con nuestro saludo.

La flojera cala los ánimos con infinidad de motivos que hacen evadir el ir a chambear, como lo rutinario que es, encontrarte cada mañana con las carotas de los higaditos que nos critican o se burlan de nosotros, pero no reflexionamos en que gracias a ellos encontramos un motivo de superación cada día; tampoco hay que olvidar el beneficio de contar con un empleo decoroso que nos da sustento. Situación que se asemeja a cuando íbamos a la escuela, pero una vez que egresas agradecemos a los ojetes profesores lo mal que nos trataron durante las tediosas clases, pues formaron la disciplina y el oficio con el cual hoy nos podemos defender laboralmente.

Puedo renegar de que el dinero no alcanza para completar la quincena, pero también debo de reconocer que cada quince días cuento con un salario seguro; reniego de lo repetitiva que es mi vida, pero también debo de agradecer que respiro y el corazón palpita aun cada día y que esas 24 horas son un reto para ver las cosas de forma positiva, así como el maestro Joan Manuel Serrat lo dice en su canción “hoy puede ser un gran día, plantéatelo así, aprovecharlo o que pase de largo depende en parte de ti”.

jueves, 7 de enero de 2016

Sólo para oídos castos

Ya regresé, gracias al Creador por la visa de otro año más, ahora estoy con la incertidumbre de saber si llegaré a volver a celebrar mi onomástico, si gozaré de mis facultades mentales ese día de febrero que cada cuatro años alguien inventa con la intención de que no se pierdan las horas que los minutos van acumulando. Es una pena ya no tener el pretexto cada domingo de encender el televisor al alba para ver el programa de En Familia, que conducía el filósofo de la catafixia Chabelo, hoy no sé qué inventar para estar despierto a esa hora; tengo la esperanza que gracias a la maravilla del marketing la más fuerte pluma del anticapitalismo Eduardo Galeano publique más libros para deleite de nuestras bibliotecas.

Por estos días muchos ya hicieron a la ro-ro niño con el muñequito que les salió en la rebanada de la Rosca de Reyes de ayer o de plano lo escondieron en su bocota tragándoselo bajo el pretexto de que era un pedazo de membrillo, gracias a esa extraña sensación de experimentar una especie de embarazo no deseado cuando éste les sale, híjole lo que hacen algunos con tal de ahorrarse la tamaliza del 2 de febrero para los gorrones de la oficina.

Nunca he sido de propósitos de esos que se pone la momiza como pretexto para soportar los 366 días que intentarán sobrevivir, como: bajar de peso, realizarse la liposucción, injertarse cabello donde ahora hay frente, ponerse las muelas que faltan o realizar esa cirugía de miopía, en fin todas esas cosas que en definitiva no van conmigo – ¡aja!

Lo único que si estoy intentando y no se trata de una mamarrachada tipo propósito de año nuevo, es evitar escribir improperios, na`quever con la patética situación del Negrito Sandía, sólo que ahora con la edad que voy acumulando uno se pone nostálgico, al grado de ponérsele el ojito blanco como a Remi, al llegar recuerdos de épocas cuando en lugar de decir en casa de mi tío, se decía “en ca´mitío”. De cuando la abuela materna utilizaba como instrumento correctivo la sandalia –zurras que además de reprender malos modales, también nos limpiaban el aura, alineaban chacras y nos ahorraron infinidad de terapias psicológicas– para erradicar de nuestro lenguaje esas palabrotas que para el vox populi es común cuando desahogan la ira.

Entonces con tal de camuflar el lenguaje de mentadas de jefecita o que no se notara que estábamos enviando a alguien de tour al destino más visitado por los mexinacos, recurríamos a palabras como chintolo, jijurría, tiznada, jijos del maíz y móndrigo. Incluso la abuelita cuando se encolerizaba recurría a este tipo de diccionario con tal de exorcizar su coraje. Así es apreciado lector, años atrás, mucho antes de que Adal Ramones utilizara en televisión nacional ese “hijo de su pink panther” o el fresosísimo “está cañón” del Yordi Rosado, quien redactó este texto decía malas palabras disfrazadas de buenas para los castos oídos de sus mayores.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Do they know it's Christmas?

Faltan unos días para que los colimenses bajo nuestro particular sincretismo celebremos la navidad, lo más seguro es que a escasas veinticuatro horas abarrotaremos las tiendas para las tradicionales compras de pánico, adquiriendo esas cosas que de tan necesarias que son se vuelven a los pocos días algo inútiles, tan efímeras como la ilusión misma de creer que lo que se regala traerá felicidad, más a veces, la expectativa generada por la imaginación de quien lo recibe bajo la terca esperanza de que le llegue aquello que siempre ha añorado, se vuelve desilusión al no resultar lo esperado, despreciando así la intensión del sentimiento de fraternidad.

Dicen que por estas fechas las personas nos volvemos extremadamente felices y melancólicos a la vez, es como si esa ilusión de la espera a que cambiemos nos mantiene la expectativa de ser felices en un mundo repleto de inseguridades, donde las religiones se han encargado de privarnos de tantos derechos, incluso hasta el de pensar, aunado a ello la mercadotecnia, fomentando el consumismo que nos enerva a tal grado de programarnos que la felicidad es un regalo, entonces, los vendedores de dioses de papel nos hacen comprar trozos de orgullo y dignidad.

Bajo la influencia del supuesto espíritu navideño, un sábado por la mañana mientras alucinado adornaba la fachada de la casa con luces decorativas, colocaba la corona de Santa Claus y llenaba de botitas rojas la puerta, un chamaquito todo andrajoso me pidió que le dejara barrer la banqueta por diez pesos, de reojo lo miré pues no quería observarlo bien, ya que sentía que su apariencia en sí fuera una expresión de cómo me consideraba internamente, más al verlo tan deplorable accedí.

Cuando terminó, me di cuenta del nivel de desnutrición que tenía, por lo que le ofrecí un plato de alimentos que me habían sobrado de la cena de ayer, gustoso la comía, pero observé que dejó la mitad. Pregunté qué si no le había gustado. El pequeño con sonrisa de satisfacción y agradecimiento, dijo: “su almuerzo está riquísimo, pero al igual que usted voy a compartir mi plato con mi hermanita que no ha probado nada desde ayer”. Sentí vergüenza conmigo mismo, pues yo en realidad no compartí, ofrecí lo que me sobra.

En pocas palabras estaba dando algo con cálculo o vanidad, es decir, cuando la caridad se vuelve orgullo, y luego nos preguntamos por qué la gente continúa siendo pobre a pesar de ayudas como éstas, pero en realidad, cuando les damos lo que nos sobra los estamos obligando a subsistir, en lugar de que mejoren.

Lector, en estas festividades decembrinas piensa en ellos, imagina si la situación fuera al revés, ¿te conformarías argumentando la idea de que no hay mejor regalo que la vida misma? ¡Claro que no! Si continúas creyendo en que la felicidad son todas esas cosas que sólo duran unos instantes y luego se van.

jueves, 10 de diciembre de 2015

A deshoras de la madrugada

Tres de la mañana de un día en este diciembre, el frío como un ladrón invade mi cuarto, por fin tan sólo en las madrugadas por la Ciudad de las Palmeras este intruso expulsó el sudoroso calor poniendo en asueto a los ventiladores que días atrás trabajaban horas extras. Por la ventana observo los foquitos navideños de mis vecinos que se encienden y apagan, esos que adornaron la fachada con tantas luces que se asemeja a la nave nodriza de “Encuentros cercanos del tercer tipo”.

En el ambiente a esa hora impera una tranquilidad exquisita, si fumara, creo que en este momento sería un desperdicio no echarme un humeante taco de taquicardia y contaminar más de lo que se encuentra nuestra ciudad, afortunadamente es un vicio que no poseo, no es por miedo a padecer enfisema pulmonar, lo que sucede es que nunca le encontré el gusto a inhalar y exhalar humo, mucha gente tiene la idea de que si no tomo alcohol ni fumo es por alargar la vida, pero tenga o no uno de esos vicios igual de algo moriré.

En mi cerebro nacen las ganas por escuchar una rolita, de esas tan oníricas que me hagan alucinar, pero por respeto a los que duermen las postergo y con la mente le doy play al tracklist, entonces sonorizando entre las neuronas “cerezo rosa” del cubano de nacimiento y mexicano por adopción, Pérez Prado, llega a la imaginación auditiva ¡qué chingón suena la trompeta solista del maestro Beto González!

El pecho se hincha y nacen las ganas de zapatear, contoneando las piernas sigo el ritmo, mientras un ángel pinta de plateado a la luna, pues parece que con sus retocadas el brillo de ella es aún más intenso a deshoras de la madrugada. No hay tránsito, la tranquilidad es de un gozo absoluto, sólo la música de mis pensamientos me lleva al disfrute de tan placentero escenario. Ahora comprendo porque tanta gente le gusta nuestro Colima para vivir, pese a que nos amontonamos en cualquier plaza, que hablamos de nosotros más de lo que somos y que mentir es el lenguaje de hoy. De pronto, escucho los gritos de mi vecina que en esos momentos suda por el simple hecho de darle gusto al cuerpo, quien me hace abruptamente romper con la reflexión.

Aunado al placentero berrido, el gallo canta sobre el hombro de Pérez Prado, con ello el ritmo muere al amanecer y es precisamente cuando un kilométrico bostezo coquetea con la almohada, que le guiñe “ven a mí”, pero el orgulloso deber llama a perderse en la velocísima ciudad a jugarme el pellejo como todo los días, únicamente resta bailar sobre el recuerdo de ese momento cuando gocé de ser libre entre la fría noche.

jueves, 3 de diciembre de 2015

El museo de lo frío

Si perteneces a la clase trabajadora cuyo universo es una oficina, lo más seguro es que en ese espacio donde los cubículos y el estrés ocasionado por el jefe hacen del acontecer diario una faena, tal vez exista una pequeña área donde la mayoría de los empleados se escabullen a disfrutar de los sagrados alimentos, charlar de la farándula oficinista y de las casanovas conquistas del patrón.

Son esas personas que para darle cierto sabor a su labor y con tal de evitar la diferencia de clases, inventan uniformarse, calendarizando los colores del guardarropa que utilizarán durante los cinco días de la semana -¡Uy, qué pipiris nice! - y dejando el sábado para lucir las garritas deportivas o casuales, escenario que es aprovechado por la clásica chavarruca para acudir a la chamba en sus leggins, refrescándonos la memoria de que no hay nada como la experiencia de lucir los bien dotados chamorros y encantos que la madre naturaleza le dotó.

Ahí habita un electrodoméstico que se le atribuyen cualidades mágicas, pues se piensa que al depositar en su interior los alimentos jamás se van a echar a perder. Me refiero al refrigerador, el cual en el escabroso mundo oficinista es de la comuna, pues en él todos los miembros laborales tienen la venia de guardar sus sagrados lonches o itacates, con la condicionante de darle mantenimiento por lo menos una vez al mes.

Lamentablemente, la calendarización que exprofeso se hace para el rol de limpieza o descacharrización del frigorífico nadie la respeta y a veces se transforma en un museo donde se exhiben platillos tan antediluvianos, como ese plato de pozole seco a medio terminar que aún conserva su respectivo hueso de espinazo Paz, el yogurt caducado del año pasado, la soda a la mitad con sus clásicas manchas de lápiz labial y el pastel de tres leches del cumpleaños de la señora que hace el aseo, de hace quince días.

Cuando uno abre el refri percibe infinidad de aromas, además de conocer el perfil psicológico de los usuarios a través de esos gadgets que utilizan para conservar la comida, mejor conocidos como tópers, donde la especie refinada y burguesa que sólo consumen sustitutos de azucares, los forever on a diet, conservan aquello que los nutre. Si hay una que otra olla de peltre es fácil deducir que sus respectivos dueños aún viven con sus jefecitas, o sea, los llamados forever alone. No puede faltar aquel desconfiado que como sabueso marca su territorio, señalando con su nombre los trastes, para evitar que los amantes de lo ajeno devoren lo que les apetezca de la congeladora. Si te encuentras una cajita de unicel con restos de sushi, ten mucho cuidado, pues conservar los alimentos de esa forma es bien pinche naco.

Como todo en la vida, nada es suficiente, pues lo que llegamos a tener sólo dura unos instantes y luego pasa al olvido, así aquello que en su momento deleitó el más refinado paladar, después de saciar el apetito es donado al recinto donde se exhibirá por largo tiempo entre colores y olores, dando origen al museo de la heladera para el disfrute y asombro de sus visitantes.