Faltan unos días para que los colimenses bajo nuestro particular sincretismo celebremos la navidad, lo más seguro es que a escasas veinticuatro horas abarrotaremos las tiendas para las tradicionales compras de pánico, adquiriendo esas cosas que de tan necesarias que son se vuelven a los pocos días algo inútiles, tan efímeras como la ilusión misma de creer que lo que se regala traerá felicidad, más a veces, la expectativa generada por la imaginación de quien lo recibe bajo la terca esperanza de que le llegue aquello que siempre ha añorado, se vuelve desilusión al no resultar lo esperado, despreciando así la intensión del sentimiento de fraternidad.
Dicen que por estas fechas las personas nos volvemos extremadamente felices y melancólicos a la vez, es como si esa ilusión de la espera a que cambiemos nos mantiene la expectativa de ser felices en un mundo repleto de inseguridades, donde las religiones se han encargado de privarnos de tantos derechos, incluso hasta el de pensar, aunado a ello la mercadotecnia, fomentando el consumismo que nos enerva a tal grado de programarnos que la felicidad es un regalo, entonces, los vendedores de dioses de papel nos hacen comprar trozos de orgullo y dignidad.
Bajo la influencia del supuesto espíritu navideño, un sábado por la mañana mientras alucinado adornaba la fachada de la casa con luces decorativas, colocaba la corona de Santa Claus y llenaba de botitas rojas la puerta, un chamaquito todo andrajoso me pidió que le dejara barrer la banqueta por diez pesos, de reojo lo miré pues no quería observarlo bien, ya que sentía que su apariencia en sí fuera una expresión de cómo me consideraba internamente, más al verlo tan deplorable accedí.
Cuando terminó, me di cuenta del nivel de desnutrición que tenía, por lo que le ofrecí un plato de alimentos que me habían sobrado de la cena de ayer, gustoso la comía, pero observé que dejó la mitad. Pregunté qué si no le había gustado. El pequeño con sonrisa de satisfacción y agradecimiento, dijo: “su almuerzo está riquísimo, pero al igual que usted voy a compartir mi plato con mi hermanita que no ha probado nada desde ayer”. Sentí vergüenza conmigo mismo, pues yo en realidad no compartí, ofrecí lo que me sobra.
En pocas palabras estaba dando algo con cálculo o vanidad, es decir, cuando la caridad se vuelve orgullo, y luego nos preguntamos por qué la gente continúa siendo pobre a pesar de ayudas como éstas, pero en realidad, cuando les damos lo que nos sobra los estamos obligando a subsistir, en lugar de que mejoren.
Lector, en estas festividades decembrinas piensa en ellos, imagina si la situación fuera al revés, ¿te conformarías argumentando la idea de que no hay mejor regalo que la vida misma? ¡Claro que no! Si continúas creyendo en que la felicidad son todas esas cosas que sólo duran unos instantes y luego se van.
Son una serie de artículos que ya han sido publicados en diversos periodícos locales.
jueves, 17 de diciembre de 2015
jueves, 10 de diciembre de 2015
A deshoras de la madrugada
Tres de la mañana de un día en este diciembre, el frío como un ladrón invade mi cuarto, por fin tan sólo en las madrugadas por la Ciudad de las Palmeras este intruso expulsó el sudoroso calor poniendo en asueto a los ventiladores que días atrás trabajaban horas extras. Por la ventana observo los foquitos navideños de mis vecinos que se encienden y apagan, esos que adornaron la fachada con tantas luces que se asemeja a la nave nodriza de “Encuentros cercanos del tercer tipo”.
En el ambiente a esa hora impera una tranquilidad exquisita, si fumara, creo que en este momento sería un desperdicio no echarme un humeante taco de taquicardia y contaminar más de lo que se encuentra nuestra ciudad, afortunadamente es un vicio que no poseo, no es por miedo a padecer enfisema pulmonar, lo que sucede es que nunca le encontré el gusto a inhalar y exhalar humo, mucha gente tiene la idea de que si no tomo alcohol ni fumo es por alargar la vida, pero tenga o no uno de esos vicios igual de algo moriré.
En mi cerebro nacen las ganas por escuchar una rolita, de esas tan oníricas que me hagan alucinar, pero por respeto a los que duermen las postergo y con la mente le doy play al tracklist, entonces sonorizando entre las neuronas “cerezo rosa” del cubano de nacimiento y mexicano por adopción, Pérez Prado, llega a la imaginación auditiva ¡qué chingón suena la trompeta solista del maestro Beto González!
El pecho se hincha y nacen las ganas de zapatear, contoneando las piernas sigo el ritmo, mientras un ángel pinta de plateado a la luna, pues parece que con sus retocadas el brillo de ella es aún más intenso a deshoras de la madrugada. No hay tránsito, la tranquilidad es de un gozo absoluto, sólo la música de mis pensamientos me lleva al disfrute de tan placentero escenario. Ahora comprendo porque tanta gente le gusta nuestro Colima para vivir, pese a que nos amontonamos en cualquier plaza, que hablamos de nosotros más de lo que somos y que mentir es el lenguaje de hoy. De pronto, escucho los gritos de mi vecina que en esos momentos suda por el simple hecho de darle gusto al cuerpo, quien me hace abruptamente romper con la reflexión.
Aunado al placentero berrido, el gallo canta sobre el hombro de Pérez Prado, con ello el ritmo muere al amanecer y es precisamente cuando un kilométrico bostezo coquetea con la almohada, que le guiñe “ven a mí”, pero el orgulloso deber llama a perderse en la velocísima ciudad a jugarme el pellejo como todo los días, únicamente resta bailar sobre el recuerdo de ese momento cuando gocé de ser libre entre la fría noche.
En el ambiente a esa hora impera una tranquilidad exquisita, si fumara, creo que en este momento sería un desperdicio no echarme un humeante taco de taquicardia y contaminar más de lo que se encuentra nuestra ciudad, afortunadamente es un vicio que no poseo, no es por miedo a padecer enfisema pulmonar, lo que sucede es que nunca le encontré el gusto a inhalar y exhalar humo, mucha gente tiene la idea de que si no tomo alcohol ni fumo es por alargar la vida, pero tenga o no uno de esos vicios igual de algo moriré.
En mi cerebro nacen las ganas por escuchar una rolita, de esas tan oníricas que me hagan alucinar, pero por respeto a los que duermen las postergo y con la mente le doy play al tracklist, entonces sonorizando entre las neuronas “cerezo rosa” del cubano de nacimiento y mexicano por adopción, Pérez Prado, llega a la imaginación auditiva ¡qué chingón suena la trompeta solista del maestro Beto González!
El pecho se hincha y nacen las ganas de zapatear, contoneando las piernas sigo el ritmo, mientras un ángel pinta de plateado a la luna, pues parece que con sus retocadas el brillo de ella es aún más intenso a deshoras de la madrugada. No hay tránsito, la tranquilidad es de un gozo absoluto, sólo la música de mis pensamientos me lleva al disfrute de tan placentero escenario. Ahora comprendo porque tanta gente le gusta nuestro Colima para vivir, pese a que nos amontonamos en cualquier plaza, que hablamos de nosotros más de lo que somos y que mentir es el lenguaje de hoy. De pronto, escucho los gritos de mi vecina que en esos momentos suda por el simple hecho de darle gusto al cuerpo, quien me hace abruptamente romper con la reflexión.
Aunado al placentero berrido, el gallo canta sobre el hombro de Pérez Prado, con ello el ritmo muere al amanecer y es precisamente cuando un kilométrico bostezo coquetea con la almohada, que le guiñe “ven a mí”, pero el orgulloso deber llama a perderse en la velocísima ciudad a jugarme el pellejo como todo los días, únicamente resta bailar sobre el recuerdo de ese momento cuando gocé de ser libre entre la fría noche.
jueves, 3 de diciembre de 2015
El museo de lo frío
Si perteneces a la clase trabajadora cuyo universo es una oficina, lo más seguro es que en ese espacio donde los cubículos y el estrés ocasionado por el jefe hacen del acontecer diario una faena, tal vez exista una pequeña área donde la mayoría de los empleados se escabullen a disfrutar de los sagrados alimentos, charlar de la farándula oficinista y de las casanovas conquistas del patrón.
Son esas personas que para darle cierto sabor a su labor y con tal de evitar la diferencia de clases, inventan uniformarse, calendarizando los colores del guardarropa que utilizarán durante los cinco días de la semana -¡Uy, qué pipiris nice! - y dejando el sábado para lucir las garritas deportivas o casuales, escenario que es aprovechado por la clásica chavarruca para acudir a la chamba en sus leggins, refrescándonos la memoria de que no hay nada como la experiencia de lucir los bien dotados chamorros y encantos que la madre naturaleza le dotó.
Ahí habita un electrodoméstico que se le atribuyen cualidades mágicas, pues se piensa que al depositar en su interior los alimentos jamás se van a echar a perder. Me refiero al refrigerador, el cual en el escabroso mundo oficinista es de la comuna, pues en él todos los miembros laborales tienen la venia de guardar sus sagrados lonches o itacates, con la condicionante de darle mantenimiento por lo menos una vez al mes.
Lamentablemente, la calendarización que exprofeso se hace para el rol de limpieza o descacharrización del frigorífico nadie la respeta y a veces se transforma en un museo donde se exhiben platillos tan antediluvianos, como ese plato de pozole seco a medio terminar que aún conserva su respectivo hueso de espinazo Paz, el yogurt caducado del año pasado, la soda a la mitad con sus clásicas manchas de lápiz labial y el pastel de tres leches del cumpleaños de la señora que hace el aseo, de hace quince días.
Cuando uno abre el refri percibe infinidad de aromas, además de conocer el perfil psicológico de los usuarios a través de esos gadgets que utilizan para conservar la comida, mejor conocidos como tópers, donde la especie refinada y burguesa que sólo consumen sustitutos de azucares, los forever on a diet, conservan aquello que los nutre. Si hay una que otra olla de peltre es fácil deducir que sus respectivos dueños aún viven con sus jefecitas, o sea, los llamados forever alone. No puede faltar aquel desconfiado que como sabueso marca su territorio, señalando con su nombre los trastes, para evitar que los amantes de lo ajeno devoren lo que les apetezca de la congeladora. Si te encuentras una cajita de unicel con restos de sushi, ten mucho cuidado, pues conservar los alimentos de esa forma es bien pinche naco.
Como todo en la vida, nada es suficiente, pues lo que llegamos a tener sólo dura unos instantes y luego pasa al olvido, así aquello que en su momento deleitó el más refinado paladar, después de saciar el apetito es donado al recinto donde se exhibirá por largo tiempo entre colores y olores, dando origen al museo de la heladera para el disfrute y asombro de sus visitantes.
Son esas personas que para darle cierto sabor a su labor y con tal de evitar la diferencia de clases, inventan uniformarse, calendarizando los colores del guardarropa que utilizarán durante los cinco días de la semana -¡Uy, qué pipiris nice! - y dejando el sábado para lucir las garritas deportivas o casuales, escenario que es aprovechado por la clásica chavarruca para acudir a la chamba en sus leggins, refrescándonos la memoria de que no hay nada como la experiencia de lucir los bien dotados chamorros y encantos que la madre naturaleza le dotó.
Ahí habita un electrodoméstico que se le atribuyen cualidades mágicas, pues se piensa que al depositar en su interior los alimentos jamás se van a echar a perder. Me refiero al refrigerador, el cual en el escabroso mundo oficinista es de la comuna, pues en él todos los miembros laborales tienen la venia de guardar sus sagrados lonches o itacates, con la condicionante de darle mantenimiento por lo menos una vez al mes.
Lamentablemente, la calendarización que exprofeso se hace para el rol de limpieza o descacharrización del frigorífico nadie la respeta y a veces se transforma en un museo donde se exhiben platillos tan antediluvianos, como ese plato de pozole seco a medio terminar que aún conserva su respectivo hueso de espinazo Paz, el yogurt caducado del año pasado, la soda a la mitad con sus clásicas manchas de lápiz labial y el pastel de tres leches del cumpleaños de la señora que hace el aseo, de hace quince días.
Cuando uno abre el refri percibe infinidad de aromas, además de conocer el perfil psicológico de los usuarios a través de esos gadgets que utilizan para conservar la comida, mejor conocidos como tópers, donde la especie refinada y burguesa que sólo consumen sustitutos de azucares, los forever on a diet, conservan aquello que los nutre. Si hay una que otra olla de peltre es fácil deducir que sus respectivos dueños aún viven con sus jefecitas, o sea, los llamados forever alone. No puede faltar aquel desconfiado que como sabueso marca su territorio, señalando con su nombre los trastes, para evitar que los amantes de lo ajeno devoren lo que les apetezca de la congeladora. Si te encuentras una cajita de unicel con restos de sushi, ten mucho cuidado, pues conservar los alimentos de esa forma es bien pinche naco.
Como todo en la vida, nada es suficiente, pues lo que llegamos a tener sólo dura unos instantes y luego pasa al olvido, así aquello que en su momento deleitó el más refinado paladar, después de saciar el apetito es donado al recinto donde se exhibirá por largo tiempo entre colores y olores, dando origen al museo de la heladera para el disfrute y asombro de sus visitantes.
47¿Y…?
Cuarenta y siete, dos dígitos que actualmente equivalen en mi persona a vigilar la alimentación, ya que están prohibidos todos aquellos platillos que hacen transparente la servilleta de papel; actualmente el agotamiento llega con facilidad al realizar actividades que antes hasta riendo hacía, si a ello le agregamos una mala salud de hierro, además de poseer una frente de más de cinco dedos, es más, se le pueden agregar los de la otra mano y creo que hacen falta y el poco cabello que aún conservo es más plateado que la máscara del Santo.
A esta edad cuesta más trabajo ocultar la papada en las fotos de perfil del Facebook –pero bien que la disimulo haciendo guiños tipo Zoolander, y salir gordo, es lo de menos, treinta años de cargar con estos kilos me resignaron a aceptarlos, incluso cuando pierdo unos cuantos en verdad que los echo de menos y de la talla de mis trusas con cuarenta y siente es lo que menos importa. Hay más preocupaciones, como el mantener estable la glucosa o que la ansiedad no me vaya a ocasionar un infarto en este corazón que cansado de latir a veces piensa que su fecha de caducidad esta próxima.
Llegaron los años como la noche al día con sus enigmas tan oscuros y difíciles de pronosticar, llenos de inseguridades como cuando adolescente las tenía, gracias a los supuestos cuerdos de atar –como dijera Joaquín Sabina–, que sujetaron mis tiernos anhelos bajo el pretexto de que ya madurara. Siento decirles que con tantos años de tesón han fracasado, pues continuo teniendo más sueños despierto que dormido, sigo creyendo en Peter Pan a pesar de que su Wendy haya crecido, consciente estoy de que a pesar de aparentar un viejo cascarrabias, soy un niño de corazón que ya no juega a las figuras de acción con los chamacos perdidos, pero a veces tirado en el suelo de la imaginación juego a que el Capitán Pirandella rescata de mil maneras a su amada Princesa Amanecer de Apizaco.
Nunca quise ser un boy scout –con Chabelo y Pepito había de sobra, preferí ser un Goonies, pues esas cosas de buscar tesoros perdidos o de resolver misterios me entusiasmaba un titipuchal más que ayudar a señoras de avanzada edad a cruzar la calle; aún me sigo poniendo agresivo cuando alguien toca mis juguetes y soy adicto a los tres pecados culinarios, echarle chile y limón a todo, así como que los alimentos estén calientitos y que a cualquier lugar se llega “por ahí derechito”.
Ahora creo eso de que la edad pesa, pues la sociedad te exige factura de que con el transcurrir de los años intentes dejar de ser tú y seas lo que ellos imaginan como debieras de ser, ¡haber, haber, tranquilos mis chatos! Uno puede modificar su manera de vivir pero no puede dejar de ser quien es, además uno que sabe cómo es uno, recuerden el estribillo de lo que canta el ídolo del Guamúchil –qué por cierto cada vez Pedro Infante canta más bonito, “yo soy quien soy y no me parezco a naiden, me cuadra el campo y el silbido de sus aigres…”. Más la realidad es que ahora ya tengo 47, uno más que ayer y… ¿qué sigue ahora, hacer una buena fiesta o desaparecer?
A esta edad cuesta más trabajo ocultar la papada en las fotos de perfil del Facebook –pero bien que la disimulo haciendo guiños tipo Zoolander, y salir gordo, es lo de menos, treinta años de cargar con estos kilos me resignaron a aceptarlos, incluso cuando pierdo unos cuantos en verdad que los echo de menos y de la talla de mis trusas con cuarenta y siente es lo que menos importa. Hay más preocupaciones, como el mantener estable la glucosa o que la ansiedad no me vaya a ocasionar un infarto en este corazón que cansado de latir a veces piensa que su fecha de caducidad esta próxima.
Llegaron los años como la noche al día con sus enigmas tan oscuros y difíciles de pronosticar, llenos de inseguridades como cuando adolescente las tenía, gracias a los supuestos cuerdos de atar –como dijera Joaquín Sabina–, que sujetaron mis tiernos anhelos bajo el pretexto de que ya madurara. Siento decirles que con tantos años de tesón han fracasado, pues continuo teniendo más sueños despierto que dormido, sigo creyendo en Peter Pan a pesar de que su Wendy haya crecido, consciente estoy de que a pesar de aparentar un viejo cascarrabias, soy un niño de corazón que ya no juega a las figuras de acción con los chamacos perdidos, pero a veces tirado en el suelo de la imaginación juego a que el Capitán Pirandella rescata de mil maneras a su amada Princesa Amanecer de Apizaco.
Nunca quise ser un boy scout –con Chabelo y Pepito había de sobra, preferí ser un Goonies, pues esas cosas de buscar tesoros perdidos o de resolver misterios me entusiasmaba un titipuchal más que ayudar a señoras de avanzada edad a cruzar la calle; aún me sigo poniendo agresivo cuando alguien toca mis juguetes y soy adicto a los tres pecados culinarios, echarle chile y limón a todo, así como que los alimentos estén calientitos y que a cualquier lugar se llega “por ahí derechito”.
Ahora creo eso de que la edad pesa, pues la sociedad te exige factura de que con el transcurrir de los años intentes dejar de ser tú y seas lo que ellos imaginan como debieras de ser, ¡haber, haber, tranquilos mis chatos! Uno puede modificar su manera de vivir pero no puede dejar de ser quien es, además uno que sabe cómo es uno, recuerden el estribillo de lo que canta el ídolo del Guamúchil –qué por cierto cada vez Pedro Infante canta más bonito, “yo soy quien soy y no me parezco a naiden, me cuadra el campo y el silbido de sus aigres…”. Más la realidad es que ahora ya tengo 47, uno más que ayer y… ¿qué sigue ahora, hacer una buena fiesta o desaparecer?
jueves, 19 de noviembre de 2015
Música es…
Alguien por ahí, ¿escribió o dijo? –la miopía de mi memoria a veces ocasiona que como especie de flashback recuerde citas textuales que borrosamente me impiden ubicar a su autor y la forma en que lo manifestó–, que la música es el corazón de la vida, pues a través de ella se expresa el amor, se denuncian los errores que cometemos, se protestan las incomodidades, es más, protagoniza tantos momentos de nuestro existir que yo la considero el soundtrack de cada individuo.
Desde niño, gracias a la influencia de mis carnales he escuchado música, hoy tengo una modesta colección de discos, que a lenguaje de quien amo y bajo la influencia de cierto programilla de un canal de televisión privada, según ella que yo posea tanto disco me hace un acumulador, por otro lado, algunos conocidos que se creen acá muy modernos han intentado animarme a que los convierta en MP3 y me deshaga de ellos, pero esto evitaría el enorme disfrute que experimento al escuchar la música y leer los créditos de cada canción, la letra de las mismas en el booklet, además del arte de su diseño, que obviamente en formato de audio digital compreso ni siquiera sabría, digo, por eso las actuales generaciones le atribuyen “Cantares” a Nicho Hinojosa o peor aún que la canción se llama “Caminante no hay camino”.
Ese gusto por escuchar música me ha sido útil para adentrarme en el conocimiento de algunas lenguas extranjeras, pues recuerdo que de chamaco con diccionario de idioma alemán en mano traduje la canción de “Jeanny” del grupo germano Falco, al igual que lo hice con la pachequez hecha rola de “Hotel California” de The Eagles; así, leyendo las letras de las canciones me encontrado con algunas algo extrañas como aquella que dice: “ni entiendes lo que es el amor tu única ley el palo que te sujeta”, ¡órale! Pero una digna de cualquier pedófilo es la que expresa, “tu experiencia primera, el despertar de tu carne, tu inocencia salvaje, me la he bebido yo”, letra que me hace evocar una de Don Agustín Lara que enuncia “tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a pecar”.
El buen Juan Gabriel además de excelente compositor, también ha dejado algunos mensajes acerca de su personalidad, recuerden aquella canción donde afirma “si en el mundo hay tanta gente diferente una de esas tantas gentes me amará” o la de la zona oculta “El Noa Noa” que si repetimos más de diez veces Noa Noa sabremos dónde se ubica esa lugar de ambiente donde todo es diferente. Existen letras prohibidas como aquella con la cual disfrutaba sacar de onda a los locutores en los programas de complacencias llamada “Con él”, una composición de Difelisatti y J.R. Flores, que interpretaba la cantante y actriz Rocío Banquells, letra que en la década de los ochentas era considerada controversial al abordar la vida de aquellas mujeres víctimas de hombres que quieren aparentar masculinidad y las usan para ocultar su verdadera preferencia sexual, razón por la cual negaban su transmisión radiofónica.
Imposible dejar de mencionar a las tres chicas que entre cuadros y revistas, camisetas, discos y jeans, buscaban conquistar al jovenzuelo vergonzoso, ellas que se pasaban varias horas hablando a pesar de que su madre les decía que el teléfono es caro que las dejen en paz y aparte las sermoneaba que de continuar así existe la posibilidad de que la gente rumora que alguien del pueblo su reputación serán las primeras seis letras de esa palabra. Damitas no se preocupen, las personas siempre señalan, es más, algunos dicen que este veterano escribe con las tres últimas letras de esta palabra.
Desde niño, gracias a la influencia de mis carnales he escuchado música, hoy tengo una modesta colección de discos, que a lenguaje de quien amo y bajo la influencia de cierto programilla de un canal de televisión privada, según ella que yo posea tanto disco me hace un acumulador, por otro lado, algunos conocidos que se creen acá muy modernos han intentado animarme a que los convierta en MP3 y me deshaga de ellos, pero esto evitaría el enorme disfrute que experimento al escuchar la música y leer los créditos de cada canción, la letra de las mismas en el booklet, además del arte de su diseño, que obviamente en formato de audio digital compreso ni siquiera sabría, digo, por eso las actuales generaciones le atribuyen “Cantares” a Nicho Hinojosa o peor aún que la canción se llama “Caminante no hay camino”.
Ese gusto por escuchar música me ha sido útil para adentrarme en el conocimiento de algunas lenguas extranjeras, pues recuerdo que de chamaco con diccionario de idioma alemán en mano traduje la canción de “Jeanny” del grupo germano Falco, al igual que lo hice con la pachequez hecha rola de “Hotel California” de The Eagles; así, leyendo las letras de las canciones me encontrado con algunas algo extrañas como aquella que dice: “ni entiendes lo que es el amor tu única ley el palo que te sujeta”, ¡órale! Pero una digna de cualquier pedófilo es la que expresa, “tu experiencia primera, el despertar de tu carne, tu inocencia salvaje, me la he bebido yo”, letra que me hace evocar una de Don Agustín Lara que enuncia “tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a pecar”.
El buen Juan Gabriel además de excelente compositor, también ha dejado algunos mensajes acerca de su personalidad, recuerden aquella canción donde afirma “si en el mundo hay tanta gente diferente una de esas tantas gentes me amará” o la de la zona oculta “El Noa Noa” que si repetimos más de diez veces Noa Noa sabremos dónde se ubica esa lugar de ambiente donde todo es diferente. Existen letras prohibidas como aquella con la cual disfrutaba sacar de onda a los locutores en los programas de complacencias llamada “Con él”, una composición de Difelisatti y J.R. Flores, que interpretaba la cantante y actriz Rocío Banquells, letra que en la década de los ochentas era considerada controversial al abordar la vida de aquellas mujeres víctimas de hombres que quieren aparentar masculinidad y las usan para ocultar su verdadera preferencia sexual, razón por la cual negaban su transmisión radiofónica.
Imposible dejar de mencionar a las tres chicas que entre cuadros y revistas, camisetas, discos y jeans, buscaban conquistar al jovenzuelo vergonzoso, ellas que se pasaban varias horas hablando a pesar de que su madre les decía que el teléfono es caro que las dejen en paz y aparte las sermoneaba que de continuar así existe la posibilidad de que la gente rumora que alguien del pueblo su reputación serán las primeras seis letras de esa palabra. Damitas no se preocupen, las personas siempre señalan, es más, algunos dicen que este veterano escribe con las tres últimas letras de esta palabra.
jueves, 12 de noviembre de 2015
Enseñanzas de la vida
Cierta vez, leyendo de forma obligada un libro cuyo nombre no recuerdo de Paulo Freire, he aquí el resultado de cuando te animan a punta de amenazas a realizar una actividad los profesores, encontré varias ideas de tan ínclito pedagogo entre las cuales hoy rescato: “Enseñar exige respeto a los saberes de los educandos”, cita que debieran de considerar quienes elaboran programas de estudios –¡hágame el favor, pedir a los estudiantes realizar podcast y tutoriales de You Tube en un programa de estudios que cursan tanto alumnos de escuelas urbanas, así como de municipios apartados!
Los educandos son enviados por sus progenitores a recibir los contenidos programáticos que los prepararán para desarrollarse en diversos ámbitos, los desconocidos, que ejercemos la docencia, recibimos honorarios para transmitir esos contenidos, además de tener la obligación de comprobar que éstos los hayan asimilado, entonces, ¿por qué tiznados un docente invierte parte de su hora de clase a narrarles anécdotas familiares? Imagino que quienes hacen esto, tienen la difusa idea de que sus particulares experiencias retribuirán en el aprendizaje de sus educandos.
Siendo sincero nunca me ha servido escuchar la experiencia de los demás, sí les pongo atención, es más, hasta encuentro divertido o chuscas algunas de ellas, pero que sean de aprendizaje o formativo, ¡para nada! Creo que eso de contar vivencias es una fijación educativa tan arcaica, pues recuerdo que en mis épocas de estudiante –hoy continúo en la escuela, pero de la vida–, escuché infinidad de anécdotas de mis profesores entre esas laaaargas pausas que hacían en clases, donde supe de las travesuras, genialidades y proezas de sus vástagos o las inclemencias que vivieron para llegar ser lo que son.
Uno qué culpa tenía de enterarse que a sus exparejas las conquistaron con cartitas de amor –lector nacido en mil nueve noventa, te aclaro que en los sesentas y setentas no contábamos con mensajes de texto, ni correos electrónicos, menos Facebook para enviar mensajes llenos de melcocha a quienes nos gustaban–; no podía faltar aquel profesor que se quedó clavado en la adolescencia y que fácilmente se aventaba una clase teorizando sobre el origen espontáneo de bandas de rock como The Beatles, The Doors y Led Zeppelin.
También había ese docente nerd que se entusiasmaba narrándonos sus peripecias al enfrentar los desafíos del Space invaders, donde en un estado de hipnosis obligado por la consola de Atari, tenía que salir del letargo gracias a las reprimendas de su padre. El entusiasmo y la nostalgia de ya no tener Tamagotchi, remedo de mascota digital resguardada en un aparato electrónico en forma de llavero, la cual exigía ser alimentada o recibir cariño en horarios discontinuos, pero afortunadamente para su distracción, la madre naturaleza se los sustituyó por hijos. Su lado friki al máximo esplendor cuando llevaba el cubo Rubik y nos demostraba armarlo en sesenta segundos, así como las retas que hacia entre nosotros por puntos extras con tal de mejorar la calificación.
Igual de patético era aquel docente que todos los lunes convertía el aula en una especie de programa televisivo de análisis deportivo, la verdad aburría chulada escucharle externar su opinión cual comentarista sobre los equipos de soccer y lo peor, hacer quinielas entre nosotros por calificaciones.
Híjole, tanta tortura que para algunos aprovechados eran momentos de relax y lo más sorprendente es que la mayoría de los compañeros a eso sí ponían toda la atención, en cambio yo, fácilmente les hubiera echado la Policía del Pensamiento de la novela “1984” de George Orwell, para que los encerraran por crimentales, pues sus enseñanzas de la vida nunca me han sido útiles, ¡bueno creo que sí! Para escribir esto.
Los educandos son enviados por sus progenitores a recibir los contenidos programáticos que los prepararán para desarrollarse en diversos ámbitos, los desconocidos, que ejercemos la docencia, recibimos honorarios para transmitir esos contenidos, además de tener la obligación de comprobar que éstos los hayan asimilado, entonces, ¿por qué tiznados un docente invierte parte de su hora de clase a narrarles anécdotas familiares? Imagino que quienes hacen esto, tienen la difusa idea de que sus particulares experiencias retribuirán en el aprendizaje de sus educandos.
Siendo sincero nunca me ha servido escuchar la experiencia de los demás, sí les pongo atención, es más, hasta encuentro divertido o chuscas algunas de ellas, pero que sean de aprendizaje o formativo, ¡para nada! Creo que eso de contar vivencias es una fijación educativa tan arcaica, pues recuerdo que en mis épocas de estudiante –hoy continúo en la escuela, pero de la vida–, escuché infinidad de anécdotas de mis profesores entre esas laaaargas pausas que hacían en clases, donde supe de las travesuras, genialidades y proezas de sus vástagos o las inclemencias que vivieron para llegar ser lo que son.
Uno qué culpa tenía de enterarse que a sus exparejas las conquistaron con cartitas de amor –lector nacido en mil nueve noventa, te aclaro que en los sesentas y setentas no contábamos con mensajes de texto, ni correos electrónicos, menos Facebook para enviar mensajes llenos de melcocha a quienes nos gustaban–; no podía faltar aquel profesor que se quedó clavado en la adolescencia y que fácilmente se aventaba una clase teorizando sobre el origen espontáneo de bandas de rock como The Beatles, The Doors y Led Zeppelin.
También había ese docente nerd que se entusiasmaba narrándonos sus peripecias al enfrentar los desafíos del Space invaders, donde en un estado de hipnosis obligado por la consola de Atari, tenía que salir del letargo gracias a las reprimendas de su padre. El entusiasmo y la nostalgia de ya no tener Tamagotchi, remedo de mascota digital resguardada en un aparato electrónico en forma de llavero, la cual exigía ser alimentada o recibir cariño en horarios discontinuos, pero afortunadamente para su distracción, la madre naturaleza se los sustituyó por hijos. Su lado friki al máximo esplendor cuando llevaba el cubo Rubik y nos demostraba armarlo en sesenta segundos, así como las retas que hacia entre nosotros por puntos extras con tal de mejorar la calificación.
Igual de patético era aquel docente que todos los lunes convertía el aula en una especie de programa televisivo de análisis deportivo, la verdad aburría chulada escucharle externar su opinión cual comentarista sobre los equipos de soccer y lo peor, hacer quinielas entre nosotros por calificaciones.
Híjole, tanta tortura que para algunos aprovechados eran momentos de relax y lo más sorprendente es que la mayoría de los compañeros a eso sí ponían toda la atención, en cambio yo, fácilmente les hubiera echado la Policía del Pensamiento de la novela “1984” de George Orwell, para que los encerraran por crimentales, pues sus enseñanzas de la vida nunca me han sido útiles, ¡bueno creo que sí! Para escribir esto.
jueves, 29 de octubre de 2015
¡Los trajeados… nomás!
Viajando en el sistema de autotransporte colectivo de nuestra speedica ciudad, me he topado con cada cosa extraña, una de esas rarezas son los empleados de banco o tienda departamental, es que no sé cómo notar la diferencia, pues ambos visten de traje, algunos a la medida y otros a la medida pero de sus posibilidades, pues las manos desaparecen entre las mangas, al igual que el largo de los pantalones que me recuerdan a los de Clavillazo.
Motivado por la intriga, y, porque no, por el morbo, decidí preguntar a los que durante una semana compartían el diario de ruta conmigo, ¿cuál es la experiencia de portar un traje? Pues con el clima tan cálido que tenemos y ellos todos los días aparentemente bañados, olorosos a fragancia, simulando decencia, mientras uno para lograrlo tiene que mover el rabo. Sus respuestas tal vez fueron de guasa, pero como dicen, entre broma y broma la verdad se asoma. Los cuatro trajeados dicen que pese a ser un requisito para desempeñar su trabajo, tal vestimenta les eleva la autoestima, pues con él la mayoría de las personas los respetan, incluso a veces les ha ameritado un trato especial a diferencia de los demás.
Uno de ellos aseguró que cuando se lo quita como que pierde prestigio, sentimiento que lo ha orillado a salir a cenar a las fondas, ir de compras al súper o al cine con él puesto; en conclusión, el traje es como la pluma mágica de Dumbo. Juan “N”, confirmó el poder que otorga un traje al decir que si alguien te ve sin él, pueque pierda el sentido continuar laborando en tan prestigiada empresa que te obliga a portarlo, pues disipa todo sentido de presunción.
Otro, afirmó que existe el riesgo al quitárselo de perder respeto o personalidad, es por eso que al ducharse se coloca un plástico con tal de protegerlo de la regadera. Hubo quien dijo que una vez la tintorería no se lo entregó a tiempo y sintió que se le derrumbaba la vida, a partir de tan fatídica fecha optó por comprar dos, así mientras se quita uno el otro se encuentra disponible para su uso.
Coincidieron en que son unos incomprendidos, pues la mayoría de las personas no entiende que andar de traje por la vía pública les confiere un trato VIP, orgullo que les brinda satisfacción después de estar ocho extensas horas de pie atendiendo a sujetos con diversos sentidos del humor o los caprichos del gerente. Orgullo que la plebe nunca entenderá –externó entre sollozos–, ¡por favor no nos eviten nuestra única ilusión! Además, si así andamos en la calle no es para aparentar superioridad, sino porque en realidad somos superiores, sino nos creen, pregúntenle a nuestra familia.
Imagino que sus respuestas fueron puro choro, pues en realidad no creo que el traje haga a la persona superior o digna de un trato especial, pero de que eleve la autoestima eso ya es situación de cada quién, pero como ya sabemos a pesar de los años muchos aún tienen acné mental y requieren de apachurrarles las espinillas.
Motivado por la intriga, y, porque no, por el morbo, decidí preguntar a los que durante una semana compartían el diario de ruta conmigo, ¿cuál es la experiencia de portar un traje? Pues con el clima tan cálido que tenemos y ellos todos los días aparentemente bañados, olorosos a fragancia, simulando decencia, mientras uno para lograrlo tiene que mover el rabo. Sus respuestas tal vez fueron de guasa, pero como dicen, entre broma y broma la verdad se asoma. Los cuatro trajeados dicen que pese a ser un requisito para desempeñar su trabajo, tal vestimenta les eleva la autoestima, pues con él la mayoría de las personas los respetan, incluso a veces les ha ameritado un trato especial a diferencia de los demás.
Uno de ellos aseguró que cuando se lo quita como que pierde prestigio, sentimiento que lo ha orillado a salir a cenar a las fondas, ir de compras al súper o al cine con él puesto; en conclusión, el traje es como la pluma mágica de Dumbo. Juan “N”, confirmó el poder que otorga un traje al decir que si alguien te ve sin él, pueque pierda el sentido continuar laborando en tan prestigiada empresa que te obliga a portarlo, pues disipa todo sentido de presunción.
Otro, afirmó que existe el riesgo al quitárselo de perder respeto o personalidad, es por eso que al ducharse se coloca un plástico con tal de protegerlo de la regadera. Hubo quien dijo que una vez la tintorería no se lo entregó a tiempo y sintió que se le derrumbaba la vida, a partir de tan fatídica fecha optó por comprar dos, así mientras se quita uno el otro se encuentra disponible para su uso.
Coincidieron en que son unos incomprendidos, pues la mayoría de las personas no entiende que andar de traje por la vía pública les confiere un trato VIP, orgullo que les brinda satisfacción después de estar ocho extensas horas de pie atendiendo a sujetos con diversos sentidos del humor o los caprichos del gerente. Orgullo que la plebe nunca entenderá –externó entre sollozos–, ¡por favor no nos eviten nuestra única ilusión! Además, si así andamos en la calle no es para aparentar superioridad, sino porque en realidad somos superiores, sino nos creen, pregúntenle a nuestra familia.
Imagino que sus respuestas fueron puro choro, pues en realidad no creo que el traje haga a la persona superior o digna de un trato especial, pero de que eleve la autoestima eso ya es situación de cada quién, pero como ya sabemos a pesar de los años muchos aún tienen acné mental y requieren de apachurrarles las espinillas.
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