"Dios es empleado en un mostrador, da para recibir.
¿Quién me dará un crédito, mi señor? Sólo sé sonreír." Charly García
Algunas veces en la vida nos llueve, y no me refiero a la que pronostican –pues muchas veces los del estado del tiempo se equivocan–, sino a la nubosidad variable que nuestro ánimo presenta ante algunas situaciones que hasta llegan a ser mayormente nublados con algunas posibilidades de tormenta. De esas veces que te arrepientes de haberte levantado, cuando el chubasco lo tienes encima, y lo más triste, no traes impermeable ni menos un paraguas que te proteja o ya de perdida un tejabán donde resguardarte.
Con tal de protegernos del aguacero, recurrimos a solicitar en calidad de préstamo impermeables a todas esas personas que en apariencia nos estiman, sintiéndonos seguros de no incordiar a aquellos que nos han demostrado antipatía, pero inocentemente hemos olvidado una de las añejas pestes que ha padecido nuestra sociedad y que continúa latente, la hipocresía, esa peste cuyo síntoma más palpable es el cambio de personalidad de la gente hacia nosotros cuando están con otros.
Haciendo caso omiso de esta enfermedad, buscas un impermeable ajeno que generosamente alguien te lo facilitará o simplemente recurres al confesionario del siglo XXI, las redes sociales, ahí alzas la voz para que tus “amigos” experimenten cierta empatía ante los problemas y errores que en acto de contrición declaras. Pues, por más que nos esforcemos no podemos evitar seguir siendo esclavos de las apariencias, de denotar algo que ni la sombra de ello somos, de vivir siempre confundidos por la opinión de los demás sobre nuestra persona.
Creo que tal inseguridad es la que nos hace derrochar en todo eso que nos brinde una imagen de opulencia, de estabilidad económica e incluso de poseer cosas que sólo llenan un capricho de unos instantes y luego pasan al olvido, es como si hiciéramos nuestra la frase de “mi capricho es ley”; así compramos ropa en saldos de reconocida marca que en su momento ya nadie quiso pero que nos da la apariencia de pudientes, ¡de ser los mejores, woeé! Estoy seguro de que se sorprenderían de lo caro que es verse tan barato como uno.
¿Qué nos hace sentir superiores? Pues caemos en el error de considerar que el simple hecho de pensar, esa extraña capacidad de raciocinio que muchas veces parece no estar conectado ni con nuestra habla ni con nuestros actos, imagino que por ello queremos siempre denotar una especie de supremacía sobre los animales, decidiendo gracias a ese raciocinio quienes deben morir, así como si fuéramos dioses, incluso hasta los hemos obligado a realizar cosas totalmente distintas a su hábitat con tal de no alterar el nuestro.
Si ves nublado tu panorama o percibes que se aproxima la tormenta, conviértete en sastre y confecciona un impermeable a tu medida, no lo compres ni lo pidas prestado, obtén el propio y que el aguacero te haga los mandados, recuerda que para llegar a viejo y ser considerado un sabio, primero hay que ser joven y estúpido, eso no significa que te quedes colgado de esa edad como columpio, conviértelo en un trampolín y brinca de él lo más alto que puedas, no temas que se te acabe el mundo, pues da más pánico que todo continúe igual. Tampoco olvides algo muy importante, aprende a darles a las personas la misma importancia y valor que ellas te dan a ti.
Son una serie de artículos que ya han sido publicados en diversos periodícos locales.
miércoles, 28 de enero de 2015
miércoles, 21 de enero de 2015
Niños prohibidos
Hoy, gracias a la libertad de expresión es posible manifestar a todos la aceptación o repudio por algo que a nuestro modesto criterio nos llamó la atención. Por ejemplo: esto que escribo religiosamente los miércoles para que mis cinco lectores cautivos lo lean; las personas que se han empeñado por erradicar los espectáculos circulares como los circos y las plazas de toros defendiendo los derechos de indefensos animales e incluso mis vecinos que colocan cartulinas donde nos advierten a los inquilinos de la colonia la hora general para sacar la basura. Esas son situaciones que hacen de nuestro país una inmensa minoría de inconformes.
Ante tales argumentos, aprovecho este espacio para hacer lo propio con una desagradable situación que durante mi infancia sufrí, pues considero una injusticia que incluso en estos tiempos dizque modernos, se manifieste algo que data de hace más de cuarenta años. Resulta que hace unos días llegó a mis manos una bonita invitación para celebrar las Bodas de Oro de los progenitores de cierto conocido, cuyo nombre por respeto omitiré. Lo que más sorpresa causó fue el insólito caso de que en pleno siglo XXI, una pareja permanezca unida ahora que la mayoría de los matrimonios son efímeros y que han reducido el amor en algo parecido a la comida rápida. No cualquiera llega al tostón de años.
Dicen que la libertad de una persona termina en el límite donde empieza la de otra. Con esa lógica, ¿cómo es posible que en la actualidad se hagan fiestas y en la pinche invitación pongan con letra chiquita la infame leyenda de “No niños”? O sea, lo que habrá está estrictamente prohibido a menores. Aquí no aplica eso de “váyase a ver si ya puso la marrana”, simplemente porque la fiesta es de adultos. ¿Acaso será una orgía? Probablemente, durante el festejo se presentarán stripers y teiboleras, se consumirán estupefacientes y Polo Polo presentará su espectáculo. Esto me recuerda a la clasificación de las películas.
Se me hace una falta de respeto, tanto para los infantes como para las familias. La raza actual carece de valores y con condicionamientos como esos de prohibir el ingreso de pequeños a las fiestas de los mayores se coarta la llamada cohesión familiar, pues para que los progenitores se diviertan tienen que abandonar a sus vástagos con algún pariente o, en el peor de los casos, con un desconocido en la soledad de una tétrica guardería. Condicionantes como esas ponen en evidencia una especie de racismo o, subliminalmente, te están echando en cara tu capacidad de reproducción. Es decir, por tener hijos, tal vez te pierdas el guateque.
Prohibiciones así hacen que recuerde la infinidad de mitos que los adultos heredaron a mi generación, como eso de no bañarte cuando estabas resfriado, mandarte a clases con el pijama abajo del uniforme para que no te vayas a enfermar y, aparte, llevar suéter con chamarra, asemejándote al andar como los monstruos que luchaban contra Santo y Blue Demon. En el caso de las mujeres, cuando tenían su primera regla, la orgullosa madre lo hacía público. Imagino que la jovencita experimentaba la sensación de exhibición de los animales en el zoológico en esos momentos. ¡Qué irónico era acompañar a tu papá a comprar cerveza o cigarros y, una vez que llegabas a la adolescencia, él escaneaba tu cuarto buscándote alguno de esos vicios!
Igual, esos adultos ya se olvidaron cuando andaban encueraditos o en ropa interior por la calle sin ninguna pizca de pudor o cuando les llegaban las ganas de hacer pis en plena vía pública, hasta su jefecita les bajaba el cierre y hacia casita para que nadie se diera cuenta. Lo divertido que resultaba saciar la curiosidad tocando todo lo que querían o cuando soñaban con ser de grandes astronautas, bomberos, cirqueros o futbolistas, entre otras fantasías.
Es una pena que con el pasar de los años hayan crecido y se dieron cuenta que la profesión que eligieron ni les alcanza para comprar tamales de cinco pesos -de dudosa procedencia-, qué el título de la carrera, orgullo de sus progenitores, sólo sirve de cuadro para adornar la pared, y que los caminos insospechados del destino los llevó a ser papás que consideran a sus hijos como un estorbo de su vida adulta. ¿Qué culpa tienen los niños de tantos prejuicios de adultos?
Ante tales argumentos, aprovecho este espacio para hacer lo propio con una desagradable situación que durante mi infancia sufrí, pues considero una injusticia que incluso en estos tiempos dizque modernos, se manifieste algo que data de hace más de cuarenta años. Resulta que hace unos días llegó a mis manos una bonita invitación para celebrar las Bodas de Oro de los progenitores de cierto conocido, cuyo nombre por respeto omitiré. Lo que más sorpresa causó fue el insólito caso de que en pleno siglo XXI, una pareja permanezca unida ahora que la mayoría de los matrimonios son efímeros y que han reducido el amor en algo parecido a la comida rápida. No cualquiera llega al tostón de años.
Dicen que la libertad de una persona termina en el límite donde empieza la de otra. Con esa lógica, ¿cómo es posible que en la actualidad se hagan fiestas y en la pinche invitación pongan con letra chiquita la infame leyenda de “No niños”? O sea, lo que habrá está estrictamente prohibido a menores. Aquí no aplica eso de “váyase a ver si ya puso la marrana”, simplemente porque la fiesta es de adultos. ¿Acaso será una orgía? Probablemente, durante el festejo se presentarán stripers y teiboleras, se consumirán estupefacientes y Polo Polo presentará su espectáculo. Esto me recuerda a la clasificación de las películas.
Se me hace una falta de respeto, tanto para los infantes como para las familias. La raza actual carece de valores y con condicionamientos como esos de prohibir el ingreso de pequeños a las fiestas de los mayores se coarta la llamada cohesión familiar, pues para que los progenitores se diviertan tienen que abandonar a sus vástagos con algún pariente o, en el peor de los casos, con un desconocido en la soledad de una tétrica guardería. Condicionantes como esas ponen en evidencia una especie de racismo o, subliminalmente, te están echando en cara tu capacidad de reproducción. Es decir, por tener hijos, tal vez te pierdas el guateque.
Prohibiciones así hacen que recuerde la infinidad de mitos que los adultos heredaron a mi generación, como eso de no bañarte cuando estabas resfriado, mandarte a clases con el pijama abajo del uniforme para que no te vayas a enfermar y, aparte, llevar suéter con chamarra, asemejándote al andar como los monstruos que luchaban contra Santo y Blue Demon. En el caso de las mujeres, cuando tenían su primera regla, la orgullosa madre lo hacía público. Imagino que la jovencita experimentaba la sensación de exhibición de los animales en el zoológico en esos momentos. ¡Qué irónico era acompañar a tu papá a comprar cerveza o cigarros y, una vez que llegabas a la adolescencia, él escaneaba tu cuarto buscándote alguno de esos vicios!
Igual, esos adultos ya se olvidaron cuando andaban encueraditos o en ropa interior por la calle sin ninguna pizca de pudor o cuando les llegaban las ganas de hacer pis en plena vía pública, hasta su jefecita les bajaba el cierre y hacia casita para que nadie se diera cuenta. Lo divertido que resultaba saciar la curiosidad tocando todo lo que querían o cuando soñaban con ser de grandes astronautas, bomberos, cirqueros o futbolistas, entre otras fantasías.
Es una pena que con el pasar de los años hayan crecido y se dieron cuenta que la profesión que eligieron ni les alcanza para comprar tamales de cinco pesos -de dudosa procedencia-, qué el título de la carrera, orgullo de sus progenitores, sólo sirve de cuadro para adornar la pared, y que los caminos insospechados del destino los llevó a ser papás que consideran a sus hijos como un estorbo de su vida adulta. ¿Qué culpa tienen los niños de tantos prejuicios de adultos?
miércoles, 14 de enero de 2015
La biblioteca de Babel*
A mí no me consta, pero en cierto libro cuyo nombre no quiero recordar, leí que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, señalaba que “cualquiera que despierto se comportase como lo hiciera en sueños, sería tomado por loco”. Saco a relucir de ese texto tan “perrísima” frase inspirado por una reacción física que al rollizo cuerpecito mío le sucede cuando se encuentra en periodo vacacional. Curiosamente, al dormir durante lapsos de asueto tengo sueños a diferencia de cuando lo hago en épocas de trabajo. Imagino que el desgaste por una jornada laboral provoca que sólo mi organismo quiera descansar y evitar ocuparse de soñar.
Pues resulta que en uno de esos viajes oníricos, los caminos de la mente pusieron frente a mí una enorme biblioteca cuya clasificación bibliográfica era por nombres y apellidos de personas, el sitio estaba vacío -lo cual no fue de extrañeza pues es el estatus de cualquier biblioteca en nuestros tiempos- y sólo había un hombre longevo ataviado en telas de seda color del tiempo, melena y barba larga al que se me hizo fácil preguntar el motivo de tan excéntrica clasificación. Su cavernosa voz expresó que cada colección de libros corresponde al periodo de vida de un ser humano, algunas ya terminadas, otras se encuentran a la mitad y hay espacios libres para aquellos que vendrán a llenar el estante.
Era obvio que ante tal situación, la curiosidad se despertara. Lo primero que me intrigó fue que en su mayoría, las colecciones iniciaban con un tomo delgado y concluían a veces con otro de características similares. El supuesto bibliotecario respondió que así es la vida misma: unas inician a mitad de año y algunas también concluyen a mitad de otro, además de que los subsecuentes al primer libro son compendios de un año completo que se van compilando conforme la persona continúa viviendo.
Movido por el morbo pregunté por los míos. El anciano hizo que lo siguiera por un largo pasillo hacia una enorme sala, en cuyo acceso había un letrero elaborado por ratas disecadas que enroscadas, mordiéndose sus colas, formaban la palabra “Adultos”. Aparentemente acomodados estaban 46 libros, que iniciaban en 1968 y llegaban al 2014. Decidí tomar este último.
Mientras lo hacía, el vetusto archivero explicaba que cada uno de ellos serían leídos por el Creador el día de mi deceso. “Claro que tú puedes leerlos cuando gustes, pero ya no es válida ninguna corrección. Ahora no te pertenecen, son sólo de consulta pues seguro encontrarás esas páginas donde redactaste magistralmente experimentando orgullo y vanidad. De igual forma, querrás arrancar o tratar de enmendar las hojas donde tuviste falta de ortografía y pésima redacción. Ahora es tarde ya, pero toma conciencia para el que se te acaba de entregar este 2015 intentes llenar cada uno de sus episodios con una excelente redacción, aplicando el mejor de tus estilos”.
Noté que cada uno de los tomos terminaba con una hoja blanca después de una sucesión de puntos suspensivos y le dije: “¿No te parece cómo que les hace falta algo al concluir?”. El hombre ensanchó sus pupilas y entre suspiros respondió: “A ti y a todos les falta agregar sólo dos palabras, con las cuales los humanos serían genuinamente humanos: ‘¡Gracias y perdón!’”. Dicho esto, el escenario creado por la imaginación se desvaneció debido al estrepitoso sonido del timbre del despertador que me hizo volver a la realidad.
Como todo aquel clásico arrepentido que durante sus años mozos dio al diablo la carne, ahora intento brindar a Dios mis pellejos, pidiéndole cada mañana al despertar, que no sólo tome de mi mano para redactar la página de mi nuevo libro como lo hacían las profesoras de Primaria cuando nos enseñaban a escribir, sino que también tome el corazón para no seguir equivocándome con el prójimo.
*Escrito basado en un texto del folleto 5 Minutos de oración en el hogar, número 314, diciembre de 2014.
Pues resulta que en uno de esos viajes oníricos, los caminos de la mente pusieron frente a mí una enorme biblioteca cuya clasificación bibliográfica era por nombres y apellidos de personas, el sitio estaba vacío -lo cual no fue de extrañeza pues es el estatus de cualquier biblioteca en nuestros tiempos- y sólo había un hombre longevo ataviado en telas de seda color del tiempo, melena y barba larga al que se me hizo fácil preguntar el motivo de tan excéntrica clasificación. Su cavernosa voz expresó que cada colección de libros corresponde al periodo de vida de un ser humano, algunas ya terminadas, otras se encuentran a la mitad y hay espacios libres para aquellos que vendrán a llenar el estante.
Era obvio que ante tal situación, la curiosidad se despertara. Lo primero que me intrigó fue que en su mayoría, las colecciones iniciaban con un tomo delgado y concluían a veces con otro de características similares. El supuesto bibliotecario respondió que así es la vida misma: unas inician a mitad de año y algunas también concluyen a mitad de otro, además de que los subsecuentes al primer libro son compendios de un año completo que se van compilando conforme la persona continúa viviendo.
Movido por el morbo pregunté por los míos. El anciano hizo que lo siguiera por un largo pasillo hacia una enorme sala, en cuyo acceso había un letrero elaborado por ratas disecadas que enroscadas, mordiéndose sus colas, formaban la palabra “Adultos”. Aparentemente acomodados estaban 46 libros, que iniciaban en 1968 y llegaban al 2014. Decidí tomar este último.
Mientras lo hacía, el vetusto archivero explicaba que cada uno de ellos serían leídos por el Creador el día de mi deceso. “Claro que tú puedes leerlos cuando gustes, pero ya no es válida ninguna corrección. Ahora no te pertenecen, son sólo de consulta pues seguro encontrarás esas páginas donde redactaste magistralmente experimentando orgullo y vanidad. De igual forma, querrás arrancar o tratar de enmendar las hojas donde tuviste falta de ortografía y pésima redacción. Ahora es tarde ya, pero toma conciencia para el que se te acaba de entregar este 2015 intentes llenar cada uno de sus episodios con una excelente redacción, aplicando el mejor de tus estilos”.
Noté que cada uno de los tomos terminaba con una hoja blanca después de una sucesión de puntos suspensivos y le dije: “¿No te parece cómo que les hace falta algo al concluir?”. El hombre ensanchó sus pupilas y entre suspiros respondió: “A ti y a todos les falta agregar sólo dos palabras, con las cuales los humanos serían genuinamente humanos: ‘¡Gracias y perdón!’”. Dicho esto, el escenario creado por la imaginación se desvaneció debido al estrepitoso sonido del timbre del despertador que me hizo volver a la realidad.
Como todo aquel clásico arrepentido que durante sus años mozos dio al diablo la carne, ahora intento brindar a Dios mis pellejos, pidiéndole cada mañana al despertar, que no sólo tome de mi mano para redactar la página de mi nuevo libro como lo hacían las profesoras de Primaria cuando nos enseñaban a escribir, sino que también tome el corazón para no seguir equivocándome con el prójimo.
*Escrito basado en un texto del folleto 5 Minutos de oración en el hogar, número 314, diciembre de 2014.
miércoles, 7 de enero de 2015
Que el futuro nos alcance
Cada inicio de año todos tenemos una serie de expectativas positivas, mismas que conforme pasan los días nos daremos cuenta de cuáles son realidad y cuáles fueron sólo sueños guajiros o simples fantasías, pues nos empeñamos en engancharnos a estériles profecías que la mente ingenia. Esas ideas vagas de la imaginación muchas veces alteran nuestra realidad, haciéndonos creer que lo idealizado es lo mejor. Algunas de esas realidades alternas son fomentadas por los visionarios profetas del séptimo arte, o sea, los directores de cine.
Bajo tal suposición he esperado desde 1989 a que se cumpla la profecía del cineasta Robert Zemeckis, quien predijo a través de la segunda parte de la trilogía “Volver al Futuro (Back to the Future)” que durante el 2015 los automóviles volarían impulsados por la energía extraída de los desperdicios o basura, los skatos dejarían por los suelos sus patinetas rudimentarias para realizar piruetas en el aire con la Hover Board o patineta voladora; en los cines se estará exhibiendo “Jaws 19” en tercera dimensión magistralmente dirigida por Max Spielberg -¿cuándo me perdería las otras quince ediciones de este film?-. Según ese moderno Nostradamus, el calzado y la ropa ya no ocasionarían problemas de tallas, pues serían autoajustables, entre otras cosas que hoy son una realidad. Razón por la cual espero ver si aún cuento con vida para ver, tal vez en algún noticiero televisivo, la llegada del DeLorean DMC-12 con el excéntrico científico Dpctor Emmett L. Brown acompañado de Marty McFly y su novia Jennifer Parker, el miércoles 21 de octubre a Hill Valley, California.
Otro profeta del celuloide asegura que para el 2019, un tal Rick Deckard -que por cierto tendrá un enorme parecido con el actor Harrison Ford en sus años mozo, debido tal vez a la magia del bisturí-, dedicará su tiempo a cazar en la selva de concreto y tecnología de Los Ángeles a todas las réplicas rebeldes para destruirlas. De nuestro país, un hombre augura que para el 2027 la humanidad estará al borde de la extinción, pues se habrá perdido la capacidad de procrear, ya que las hembras de la tierra se volverán estériles y para colmo, en ese mismo año morirá el ser humano más joven del mundo a los 18 de vida, quedando la Tierra habitada por gente longeva. ¡Híjole! Esto me recuerda a los empleados de cierta institución.
Según el visionario James Cameron, en el 2029 las máquinas controlarán a la humanidad. Bueno, creo que sin ser tan clarividente uno puede constatarlo que desde ahora ya nos controlan. Si usted tiene celular, me dará la razón. Esperemos que John Connor, quien ya nació en la década de los ochentas, nos venga a salvar de esas infernales creaciones del mismo hombre.
Es una pena que algunos de los que leemos esto, para el año 2084 ya no estemos vivos, pues nos perderemos de los viajes a Marte, de contar con los laboratorios Recall para gozar de nuestras muy merecidas vacaciones virtuales donde podemos materializar esos sueños que tanto nos inquietan. Ni hablar de lo que sucederá varios siglos más adelante, cuando por descuido propio contaminaremos nuestro planeta al grado de irnos a vivir a una nave espacial y dejarle la responsabilidad de limpiarlo a un pequeño robot y su inseparable cucaracha.
Es cuestión de tiempo y por lo tanto voy a preparar mi silla para esperar al futuro sentado, pues necesito estar cómodo, tal vez pueda llegar a cansarme durante la espera. Pero para no estar de ocioso mientras esos momentos llegan, haré algo hoy ya que los únicos días que no se puede realizar nada son el ayer y el mañana.
Bajo tal suposición he esperado desde 1989 a que se cumpla la profecía del cineasta Robert Zemeckis, quien predijo a través de la segunda parte de la trilogía “Volver al Futuro (Back to the Future)” que durante el 2015 los automóviles volarían impulsados por la energía extraída de los desperdicios o basura, los skatos dejarían por los suelos sus patinetas rudimentarias para realizar piruetas en el aire con la Hover Board o patineta voladora; en los cines se estará exhibiendo “Jaws 19” en tercera dimensión magistralmente dirigida por Max Spielberg -¿cuándo me perdería las otras quince ediciones de este film?-. Según ese moderno Nostradamus, el calzado y la ropa ya no ocasionarían problemas de tallas, pues serían autoajustables, entre otras cosas que hoy son una realidad. Razón por la cual espero ver si aún cuento con vida para ver, tal vez en algún noticiero televisivo, la llegada del DeLorean DMC-12 con el excéntrico científico Dpctor Emmett L. Brown acompañado de Marty McFly y su novia Jennifer Parker, el miércoles 21 de octubre a Hill Valley, California.
Otro profeta del celuloide asegura que para el 2019, un tal Rick Deckard -que por cierto tendrá un enorme parecido con el actor Harrison Ford en sus años mozo, debido tal vez a la magia del bisturí-, dedicará su tiempo a cazar en la selva de concreto y tecnología de Los Ángeles a todas las réplicas rebeldes para destruirlas. De nuestro país, un hombre augura que para el 2027 la humanidad estará al borde de la extinción, pues se habrá perdido la capacidad de procrear, ya que las hembras de la tierra se volverán estériles y para colmo, en ese mismo año morirá el ser humano más joven del mundo a los 18 de vida, quedando la Tierra habitada por gente longeva. ¡Híjole! Esto me recuerda a los empleados de cierta institución.
Según el visionario James Cameron, en el 2029 las máquinas controlarán a la humanidad. Bueno, creo que sin ser tan clarividente uno puede constatarlo que desde ahora ya nos controlan. Si usted tiene celular, me dará la razón. Esperemos que John Connor, quien ya nació en la década de los ochentas, nos venga a salvar de esas infernales creaciones del mismo hombre.
Es una pena que algunos de los que leemos esto, para el año 2084 ya no estemos vivos, pues nos perderemos de los viajes a Marte, de contar con los laboratorios Recall para gozar de nuestras muy merecidas vacaciones virtuales donde podemos materializar esos sueños que tanto nos inquietan. Ni hablar de lo que sucederá varios siglos más adelante, cuando por descuido propio contaminaremos nuestro planeta al grado de irnos a vivir a una nave espacial y dejarle la responsabilidad de limpiarlo a un pequeño robot y su inseparable cucaracha.
Es cuestión de tiempo y por lo tanto voy a preparar mi silla para esperar al futuro sentado, pues necesito estar cómodo, tal vez pueda llegar a cansarme durante la espera. Pero para no estar de ocioso mientras esos momentos llegan, haré algo hoy ya que los únicos días que no se puede realizar nada son el ayer y el mañana.
miércoles, 17 de diciembre de 2014
Estamos en la maratón
El anoréxico calendario que cuelga sobre la desgastada pared de la sala está a punto de expirar. Su fecha de caducidad registrada es el 31 de diciembre de 2014. Por fin se acaba el austero año, a pesar de los momentos aciagos por los que hemos pasado. Sobra optimismo para pachangueárnosla con los festejos maratónicos del “Guadalupe-Reyes”. Ya comienzan las tradicionales posadas -las cuales empiezan el 16, los guateques realizados antes son pura charlatanería. No se deje engañar-, que siendo honesto no le encuentro lo tradicional a que nos reunamos a ponernos hasta las chanclas de borrachos, querer ligar a la más rica dama de la oficina y criticar la indumentaria de los compañeros que según eso van con sus mejores galas.
Pero si hacemos un ligero análisis, nos daremos cuenta de que sí hay tradición, pues no faltan los que cada año realizan las mismas idioteces como vomitar sobre el ponche, encabronarse por el jodidísimo regalo de intercambio que le dieron, pelear por el garrote para golpear la piñata -y no me refiero a esa amiga tuya- o terminar con los pantalones llenos de lamparones causados por líquidos de dudosa procedencia.
Mis sobrinos, por su parte, hacen miles de intentos por encontrar a través de la Tablet, el Facebook de Santa Claus o de los Reyes Magos, dizque para pedir los regalos, pues les parece muy anticuada esa simplona estrategia mercantil que algunas tiendas departamentales organizan, mediante un evento masivo de chimuelos… perdón, de chicuelos. Esas tiendas sugieren escribir una carta que sujetarán a un globo de helio para después soltarlo con el propósito de que los míticos personajes de la Navidad las reciban. Eso sí, ya tienen listas la velas para salir con el rústico pesebre confeccionado en la caja de zapatos, con algo de heno y las figuritas de la cajita feliz, a berrear algunos villancicos afuera de las casas o para incomodar a los novios en el parque. Lo más lamentable es que al concluir cada noche, la mamá de alguno les quite las monedas con el pretexto de hacerles una fiesta al final. ¡Ajá! Son para completar el abono del sofá.
Poco falta para ver las tiendas atascadas de personas realizando las clásicas compras de pánico. Curiosamente, el lugar con más visitas por esas épocas es el cajero automático para exprimir hasta el último centavo del aguinaldo. ¡Ah!, antes de que se olvide te recuerdo que si no apartaste la cena de Navidad a tiempo, lo más probable es que vayas a colear a algún familiar -aprovechando que en esta temporada a muchos les da por ser caritativos sin ningún interés, algo así como cuando eran niños- o sales con los exquisitos sándwich de confeti, el mega refresco de cola y, claro, el pomo de pisto para celebrar.
En realidad no quiero parecer un desgraciado, desconsiderado y mala onda con las pocas personas que me leen, al publicar esto, pero hay que estar conscientes de que diciembre es el mes de la gula y los excesos. Sí eras de los que sesionaban conmigo en Tragones Anónimos, estarás consciente de que la comida es rica con moderación, pero siendo honestos, ¿quién se va a resistir cuando te comparten ese apetitoso muslito de pavo embarrado en puré de papa, acompañado de la ensaladuca de manzana y sin faltar el vasote de vino tinto? Nadie, pues sabemos que haciendo ejercicio, además de obtener varios beneficios a la salud, evitamos seguir viendo ante el espejo al Botija; así como permitirnos ponernos esas playeras de la Selección Nacional sin el pánico de parecer forro de cuaderno chafa.
Pero, ¿quién se acuerda de practicar algún deporte o realizar ciertas rutinas de cardio cuando nos llega la depre y para sentirnos bien le tupimos con ahínco y felicidad a la comida? Siendo sincero, nadie. No importa que en menos de veinte días cambies de talla o la chamarra de piel, a pesar del frio, ya no se puede abotonar. Lo importante es el relacionarnos con los demás en los festejos decembrinos y dejar que nuestro cuerpo se desparrame un poco. Al cabo, para enero del próximo año bajar de peso será uno de nuestros propósitos. O sea, borrón y cuenta nueva.
Pero si hacemos un ligero análisis, nos daremos cuenta de que sí hay tradición, pues no faltan los que cada año realizan las mismas idioteces como vomitar sobre el ponche, encabronarse por el jodidísimo regalo de intercambio que le dieron, pelear por el garrote para golpear la piñata -y no me refiero a esa amiga tuya- o terminar con los pantalones llenos de lamparones causados por líquidos de dudosa procedencia.
Mis sobrinos, por su parte, hacen miles de intentos por encontrar a través de la Tablet, el Facebook de Santa Claus o de los Reyes Magos, dizque para pedir los regalos, pues les parece muy anticuada esa simplona estrategia mercantil que algunas tiendas departamentales organizan, mediante un evento masivo de chimuelos… perdón, de chicuelos. Esas tiendas sugieren escribir una carta que sujetarán a un globo de helio para después soltarlo con el propósito de que los míticos personajes de la Navidad las reciban. Eso sí, ya tienen listas la velas para salir con el rústico pesebre confeccionado en la caja de zapatos, con algo de heno y las figuritas de la cajita feliz, a berrear algunos villancicos afuera de las casas o para incomodar a los novios en el parque. Lo más lamentable es que al concluir cada noche, la mamá de alguno les quite las monedas con el pretexto de hacerles una fiesta al final. ¡Ajá! Son para completar el abono del sofá.
Poco falta para ver las tiendas atascadas de personas realizando las clásicas compras de pánico. Curiosamente, el lugar con más visitas por esas épocas es el cajero automático para exprimir hasta el último centavo del aguinaldo. ¡Ah!, antes de que se olvide te recuerdo que si no apartaste la cena de Navidad a tiempo, lo más probable es que vayas a colear a algún familiar -aprovechando que en esta temporada a muchos les da por ser caritativos sin ningún interés, algo así como cuando eran niños- o sales con los exquisitos sándwich de confeti, el mega refresco de cola y, claro, el pomo de pisto para celebrar.
En realidad no quiero parecer un desgraciado, desconsiderado y mala onda con las pocas personas que me leen, al publicar esto, pero hay que estar conscientes de que diciembre es el mes de la gula y los excesos. Sí eras de los que sesionaban conmigo en Tragones Anónimos, estarás consciente de que la comida es rica con moderación, pero siendo honestos, ¿quién se va a resistir cuando te comparten ese apetitoso muslito de pavo embarrado en puré de papa, acompañado de la ensaladuca de manzana y sin faltar el vasote de vino tinto? Nadie, pues sabemos que haciendo ejercicio, además de obtener varios beneficios a la salud, evitamos seguir viendo ante el espejo al Botija; así como permitirnos ponernos esas playeras de la Selección Nacional sin el pánico de parecer forro de cuaderno chafa.
Pero, ¿quién se acuerda de practicar algún deporte o realizar ciertas rutinas de cardio cuando nos llega la depre y para sentirnos bien le tupimos con ahínco y felicidad a la comida? Siendo sincero, nadie. No importa que en menos de veinte días cambies de talla o la chamarra de piel, a pesar del frio, ya no se puede abotonar. Lo importante es el relacionarnos con los demás en los festejos decembrinos y dejar que nuestro cuerpo se desparrame un poco. Al cabo, para enero del próximo año bajar de peso será uno de nuestros propósitos. O sea, borrón y cuenta nueva.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
Al que madruga…
En esta recta final del calendario, hay una situación que me ha hecho sentir muy diferente este diciembre al de otros años y es el frio que está extremadamente exagerado, lo cual ha obligado a que duerma con pijama como la de los niños de Peter Pan. Además, éste clima provoca que se resequen los labios a tal grado que nos los hace ver todos cuarteados. Luego andamos como caballos sacando la lengua para humedecerlos. Lo bueno es que venden esas cremitas tipo lipstick para refrescarlos, que siendo honesto experimento cierta rareza al traer los labios llenos de sebo, como si hubiera comido birria de borrego. Con el clima tan gélido, otra cosa que cuesta dificultad es abandonar la cama para cumplir con las labores que factura el empleo.
Imagino que para aquellas personas que no tienen compromiso alguno, el hecho de levantarse temprano ha de ser algo desagradable e incluso hasta tonto, opinión que refutarán los repartidores de periódico, las tortilleras, los locatarios del mercado, los barrenderos, los que hacen ejercicio en el jardín y los conductores de automóviles de servicio, quienes inician el día al despuntar la mañana.
Madrugar es una de las actividades que genera discrepancia de opinión, pues hay quienes se levantan temprano de forma obligada, de esos que a pesar del sueño que aún tienen prefieren camuflarlo lavándose la cara y echándose agua en el cabello para dar la impresión de que son bien higiénicos y se bañan a deshoras del alba. Lo más probable es que cuando ocupen su puesto laboral, en plena jornada estarán cabeceando, boquiabiertos o bostezando tipo león amodorrado y desenterrándose las lagañas; bueno, no sí antes, en pleno trayecto a la chamba, trepados en el colectivo, dormitaron sobre el hombro del de al lado.
También existe la probabilidad de aventarse una pestañita disimulando concentración frente al monitor de la computadora, después de haberse refinado esos calientitos tamales de ceniza con café o la abotagada torta de pierna con su respectivo jugo de naranja. Por obvias razones, si no logró por tan sólo diez minutos dormitar en cualquier postura, lo más seguro es que experimentará sentimientos de insatisfacción, desempeñándose de forma pausada y, claro, malhumorado, culpando a quien sea de su situación.
Hay quienes madrugan por gusto, esos que como impulsados por un resorte saltan de la cama, toman una fría ducha despilfarrando a lo imbécil el agua y champú, se afeitan embelesados por el canto del gallo, se preparan su aromático té de hierbas, salen a la calle dando pasos de triunfadores y saludan a Juan de la Cotona. ¡Ah, pero eso sí!, caminan por media calle argumentando que lo hacen por precaución, pues no vaya ser que en las penumbras de la banqueta los pille un ladrón o sus zapatos de charol se atasquen de excremento.
Algunos hasta a su mascota sacan a esas horas a dar la vuelta -¡qué culpa tiene el desdichado animal!-. Los que odian el despertarse temprano, achacan a los madrugadores la culpa del horario de verano, que las escuelas inicien sus funciones a las siete, que en las guerras de Independencia y Revolución los fusilamientos se efectuaran a primeras horas de la madrugada, que los panaderos y lecheros repartan sus productos al amanecer, lo cual obliga a las jefecitas a ir lo más temprano a comprarlos, haciendo ruido en sus hogares e incomodando a quienes disfrutan de la presencia de Morfeo.
En conclusión: gracias a quienes despiertan tempranito, la dinámica de la sociedad fluye con mayor rapidez a partir de un horario que para algunos no es el ideal, ni tampoco es verdad que “Por mucho madrugar, amanece más temprano”. Además, no hay ningún antecedente histórico sobre la afirmación esa de que “Al que madruga, Dios le ayuda”, pues lo único que tendrá es más sueño todo el día.
Imagino que para aquellas personas que no tienen compromiso alguno, el hecho de levantarse temprano ha de ser algo desagradable e incluso hasta tonto, opinión que refutarán los repartidores de periódico, las tortilleras, los locatarios del mercado, los barrenderos, los que hacen ejercicio en el jardín y los conductores de automóviles de servicio, quienes inician el día al despuntar la mañana.
Madrugar es una de las actividades que genera discrepancia de opinión, pues hay quienes se levantan temprano de forma obligada, de esos que a pesar del sueño que aún tienen prefieren camuflarlo lavándose la cara y echándose agua en el cabello para dar la impresión de que son bien higiénicos y se bañan a deshoras del alba. Lo más probable es que cuando ocupen su puesto laboral, en plena jornada estarán cabeceando, boquiabiertos o bostezando tipo león amodorrado y desenterrándose las lagañas; bueno, no sí antes, en pleno trayecto a la chamba, trepados en el colectivo, dormitaron sobre el hombro del de al lado.
También existe la probabilidad de aventarse una pestañita disimulando concentración frente al monitor de la computadora, después de haberse refinado esos calientitos tamales de ceniza con café o la abotagada torta de pierna con su respectivo jugo de naranja. Por obvias razones, si no logró por tan sólo diez minutos dormitar en cualquier postura, lo más seguro es que experimentará sentimientos de insatisfacción, desempeñándose de forma pausada y, claro, malhumorado, culpando a quien sea de su situación.
Hay quienes madrugan por gusto, esos que como impulsados por un resorte saltan de la cama, toman una fría ducha despilfarrando a lo imbécil el agua y champú, se afeitan embelesados por el canto del gallo, se preparan su aromático té de hierbas, salen a la calle dando pasos de triunfadores y saludan a Juan de la Cotona. ¡Ah, pero eso sí!, caminan por media calle argumentando que lo hacen por precaución, pues no vaya ser que en las penumbras de la banqueta los pille un ladrón o sus zapatos de charol se atasquen de excremento.
Algunos hasta a su mascota sacan a esas horas a dar la vuelta -¡qué culpa tiene el desdichado animal!-. Los que odian el despertarse temprano, achacan a los madrugadores la culpa del horario de verano, que las escuelas inicien sus funciones a las siete, que en las guerras de Independencia y Revolución los fusilamientos se efectuaran a primeras horas de la madrugada, que los panaderos y lecheros repartan sus productos al amanecer, lo cual obliga a las jefecitas a ir lo más temprano a comprarlos, haciendo ruido en sus hogares e incomodando a quienes disfrutan de la presencia de Morfeo.
En conclusión: gracias a quienes despiertan tempranito, la dinámica de la sociedad fluye con mayor rapidez a partir de un horario que para algunos no es el ideal, ni tampoco es verdad que “Por mucho madrugar, amanece más temprano”. Además, no hay ningún antecedente histórico sobre la afirmación esa de que “Al que madruga, Dios le ayuda”, pues lo único que tendrá es más sueño todo el día.
miércoles, 3 de diciembre de 2014
Leyendo a los que no leen
Por estas fechas, en la Perla Tapatía se pone en marcha una bien organizada estrategia de marketing, orquestada por diversas editoriales que promocionan sus libros, bajo el manto de un festival que busca promover la lectura y el intercambio cultural, pues además de los libreros nacionales se invita a otros países. Bajo tal pretexto acuden infinidad de personas, algunas de compras, otras a observar y las peores a estorbar o entorpecer la programación.
Las veces que he acudido, en algunas he encontrado textos de autores desconocidos que han cumplido el objetivo de este evento: cultivarme como lector. Los que siempre me decepcionan son las visitas de grupos escolares, pues dan la impresión de que no hay ni siquiera un itinerario que sea la directriz de la visita. Tal parece que una vez que ingresan al recinto, los profesores dejan libre al estudiantado los cuales, como si se tratará de la marabunta, invaden el lugar corriendo por los pasillos, lanzando berridos o encimándose a las personas con tal de quitarlos de los exhibidores. Como clientes, imagino que no son buenos, debido a lo caro que están los libros. Obvio, eso los limitará a adquirir textos que terminarán nivelando el sofá o la mesa del comedor de sus casas, pero eso sí, arrasan con todo lo que sea regalado, desde separadores hasta promocionales.
En un país donde la cerveza es más barata que los libros, ¿cómo queremos fomentar la lectura? En mi época de primaria recuerdo que en los libros de español se incluían fragmentos de “El Principito”. En ese entonces, quien era responsable de nuestra enseñanza, nunca nos habló de Antoine de Sanit-Exupéry -imagino que por ignorancia-, pues hubiera sido fascinante que antes de obligarnos a leer hasta memorizar el texto convertido en resumen, nos dijera que el autor, además de escritor, fue un amante de la aviación, gusto que lo llevó a una extraña desaparición donde se le atribuyó su muerte.
En la Secundaria sucedió lo mismo con los retazos de “El diario de Ana Frank”, es decir, nunca se nos aclaró que ese libro en realidad era una compilación de los diarios personales de una jovencita llamada Annelies Marie Frank, cuyo título original de la obra era en realidad “La casa de atrás” (Het Achterhuis), nombre al que le designó a su escondite de los nazis en Ámsterdam. Hoy, gracias a la magia del séptimo arte es como resulta posible que la juventud lea. Sí ustedes saben de alguien que primero leyó la colección completa de “Harry Potter” o la trilogía de los “Juegos del hambre” y después vio las películas, que me lo refute. ¿A poco no sería interesante que se incomodarán por la pésima versión cinematográfica totalmente alejada del texto original?
La televisión, pese a que está siendo desbancada de su dominio sobre las masas por la internet, también influye a que nuestra chamacada se acerque a leer. Recuerden el éxito en los noventas del autor bestseller de México Carlos Trejo, con su obra literaria “Cañitas”, cuyas letras horrorizaban a los lectores con casos reales de actividad paranormal. Cómo olvidar la sabiduría y profundidad con que aborda la psicología de nuestra adolescencia Yordi Rosado en sus libros de “Quiúbole”, libros de cabecera de cualquier padre moderno que quiere comprender las actitudes de sus hijos en esa etapa crucial de la vida.
Con lo anterior no estoy presumiendo que sea un ávido lector, de esos que devoran los libros a su paso, pues de ser así, sería “Hannibal Lector”. Tampoco significa que ya terminó de leer su libro la Princesa Leía o como Bruce Lee, quien es un experto en las artes marciales y gusta de leer. Al contrario, me considero un aficionado a la escritura que escribe más de lo que lee. Por lo tanto apreciado lector, usted al leerme forma parte de esa casta sacerdotisa de leer a los que no leen.
Las veces que he acudido, en algunas he encontrado textos de autores desconocidos que han cumplido el objetivo de este evento: cultivarme como lector. Los que siempre me decepcionan son las visitas de grupos escolares, pues dan la impresión de que no hay ni siquiera un itinerario que sea la directriz de la visita. Tal parece que una vez que ingresan al recinto, los profesores dejan libre al estudiantado los cuales, como si se tratará de la marabunta, invaden el lugar corriendo por los pasillos, lanzando berridos o encimándose a las personas con tal de quitarlos de los exhibidores. Como clientes, imagino que no son buenos, debido a lo caro que están los libros. Obvio, eso los limitará a adquirir textos que terminarán nivelando el sofá o la mesa del comedor de sus casas, pero eso sí, arrasan con todo lo que sea regalado, desde separadores hasta promocionales.
En un país donde la cerveza es más barata que los libros, ¿cómo queremos fomentar la lectura? En mi época de primaria recuerdo que en los libros de español se incluían fragmentos de “El Principito”. En ese entonces, quien era responsable de nuestra enseñanza, nunca nos habló de Antoine de Sanit-Exupéry -imagino que por ignorancia-, pues hubiera sido fascinante que antes de obligarnos a leer hasta memorizar el texto convertido en resumen, nos dijera que el autor, además de escritor, fue un amante de la aviación, gusto que lo llevó a una extraña desaparición donde se le atribuyó su muerte.
En la Secundaria sucedió lo mismo con los retazos de “El diario de Ana Frank”, es decir, nunca se nos aclaró que ese libro en realidad era una compilación de los diarios personales de una jovencita llamada Annelies Marie Frank, cuyo título original de la obra era en realidad “La casa de atrás” (Het Achterhuis), nombre al que le designó a su escondite de los nazis en Ámsterdam. Hoy, gracias a la magia del séptimo arte es como resulta posible que la juventud lea. Sí ustedes saben de alguien que primero leyó la colección completa de “Harry Potter” o la trilogía de los “Juegos del hambre” y después vio las películas, que me lo refute. ¿A poco no sería interesante que se incomodarán por la pésima versión cinematográfica totalmente alejada del texto original?
La televisión, pese a que está siendo desbancada de su dominio sobre las masas por la internet, también influye a que nuestra chamacada se acerque a leer. Recuerden el éxito en los noventas del autor bestseller de México Carlos Trejo, con su obra literaria “Cañitas”, cuyas letras horrorizaban a los lectores con casos reales de actividad paranormal. Cómo olvidar la sabiduría y profundidad con que aborda la psicología de nuestra adolescencia Yordi Rosado en sus libros de “Quiúbole”, libros de cabecera de cualquier padre moderno que quiere comprender las actitudes de sus hijos en esa etapa crucial de la vida.
Con lo anterior no estoy presumiendo que sea un ávido lector, de esos que devoran los libros a su paso, pues de ser así, sería “Hannibal Lector”. Tampoco significa que ya terminó de leer su libro la Princesa Leía o como Bruce Lee, quien es un experto en las artes marciales y gusta de leer. Al contrario, me considero un aficionado a la escritura que escribe más de lo que lee. Por lo tanto apreciado lector, usted al leerme forma parte de esa casta sacerdotisa de leer a los que no leen.
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