Son las seis y veinte minutos de la mañana. Estas arrejuntadito con esa jovencita de cabello rizado, sus labios carnosos se abren pausadamente dejando escapar su lengua… ¡Bip, bip, bip, bip…! Suena la alarma del despertador programado a las 6:10, o sea, no la escuchaste a tiempo. Como impulsado por un resorte enderezas el cuerpo, lo percibes pesado como una roca, te sientas al borde del colchón, la mirada se pierde en el infinito, llegan a la memoria los momentos felices de anoche, el piquete de un zancudo hace que regreses del viaje onírico, las pupilas se te ensanchan, los números rojos del reloj te patean el cerebro recordándote que son las 6:40 y no te has bañado. ¡Bueno, eso no importa, nadie lo notará! Además, con una embarrada de desodorante y un poco de loción para después de afeitar se disimula.
Revisas a tu alrededor, gustoso descubres que tu mamá dejó sobre la silla que hay frente a la computadora un pantalón y la playera del uniforme finamente acomodados para que te los pongas -ocho años más adelante, cuando vivas con tu pareja, extrañarás esos actos de magia de las madres-. Tomas el desodorante y lo untas, inmediatamente te atavías el uniforme, recoges los tenis de tela y los calzas; llevas al bolsillo el dinero que siempre deja tu padre sobre la mesa que se ubica en la sala y corriendo abandonas el hogar. Estando a la intemperie experimentas cierto aire frio, comienzas a acelerar el caminar con el propósito de calentar el cuerpo.
Afuera, el tráfico ya es intenso. En el parabús muchos esperan la llegada del medio de transporte colectivo. Faltan diez para las siete de la mañana. El camión repleto de pasajeros se detiene dejando escapar un rechinido que genera vibraciones en su interior. Las personas que viajan como papalotes colgados del pasamanos de las puertas trasera y delantera se incomodan, pues tienen que dejar su lugar para dar ingreso a siete individuos más; estos no se quieren introducir, pues saben del horno que les espera dentro. Alcanzas a ocupar el espacio que se ubica entre el último escalón del ingreso y el asiento del chofer.
Cada vez que el conductor mueve la palanca de velocidades golpea con el codo tus partes íntimas, eso te apena mucho, ¡pero no hay otro espacio! En el interior, lo caliente del vapor que emanan los cuerpos al sudar aletarga a los ocupantes, esto los hace aparentar como sonámbulos, pues los ojos se les cierran por momentos, así vayan de pie. Sólo se escucha la voz de una chica, la cual, desde que abordó, no ha parado de hablar y su interlocutor sólo se limita a emitir sonidos guturales. Resulta estresante como el camión se detiene a cada rato. Se hace eterno el arribo a la escuela.
Sabes que el primer día de clases es 100% adaptación, después de un mes te acostumbrarás al horario de clases con caries. Sueños guajiros de los profesores al creer que todos aprendieron al parejo y a la hora del examen reprueban más de la mitad. Atrás quedarán las ridículas presentaciones pasando al frente, esa obligada y vergonzosa forma de decirle a un montón de extraños quién eres. Esbozar una sonrisita al ojete catedrático que se cree un erudito y la verdad es todo un gorgojito, al cual bien le gruñirías cada vez que lo ves.
Estas consciente que durante los primeros días vivirás en estado zombi, debido a la necesidad de dormir producto de las madrugadas y las desveladas conectado como cadáver viviente a la internet. Poco a poco irás perdiendo ese rencor hacia los ñoños que escriben todo en sus bien clasificadas libretas, pues tanta perfección te hace sentir un irresponsable. Ya no habrá más chicas fashion emergency, de esas que compraron un titipuchal de ropa nueva con tal de estrenar las primeras dos semanas de clases. Los diez minutos que se llevan de cada clase los profesores platicando proezas que sus familiares ni se las creen, serán el cuento de nunca empezar, así como el receso de ocho minutos mientras realizan el reglamentario pase de lista.
Claro que sería divertido no tener que madrugar cinco mañanas a la semana, resistir el agua fría durante el baño; que cómodo es quedarte en pijama viendo el televisor y desayunar hasta las once pero, ¿tú crees que serías feliz como estadística nacional de NINI? Haz de cuenta que no escribí lo anterior, porque puede que digas que sí.
Son una serie de artículos que ya han sido publicados en diversos periodícos locales.
miércoles, 20 de agosto de 2014
miércoles, 13 de agosto de 2014
Mexica-nice
Cerca de la casa de ustedes que es la mía -¿o será al revés?- se ubica una plaza comercial. En ella se encuentran cosas tan innecesarias a precios nefastamente económicos. Uno de los sitios más concurridos, además de los baños, es el espacio destinado a los alimentos. Allí es posible toparse con una eclética exposición de comidas, pues la mixtura de olores a gorditas de chicharrón bailando en aceite, chop suey despidiendo extraños vapores, sushi, hamburguesas, tortas, baguettes, pastas y ensaladas italianas, ocasionan que las personas atiborren las mesas. Ahí los oídos de la clientela se contaminan del ensordecedor murmullo, es como si el lugar se transformará en la Torre de Babel, pues no se logra comprender nada de las charlas, a menos de que se encuentren al lado.
Las pantallas de plasma que hay como entretenimiento mientras esperas el pedido, pese a que cuentan con señal satelital, siempre están sintonizadas en los canales de televisión abierta, en esos que mantienen al rebaño perplejo o en los de deportes de la programación privada. Lo bueno es que ninguna tiene sonido y la mayoría de los presentes les ponen poca atención, pues la información de sus celulares es más interesante, incluso más que las personas que los acompañan.
Los comensales entre pláticas sobre el controvertido jet-set del fraccionamiento o el barrio -dependiendo de la clase social-, si la señora de corte a la francesa con su huipil y pose de perfil a lo Facebook luce años menor que la Doña del cine nacional, degustan de las gorditas de diseño y el pollo frito de autor.
El lugar en su decoración conjuga la multiculturalidad, espejo donde se refleja el anhelado neonacionalismo heredado por los decoradores de la década de los noventas, quienes en su intento por fomentar una cultura ultra patriota cayeron en lo kitsch.
A veces pululan esculturas que en lugar de promover el arte, crean un folclorismo estético como si se tratase de una serie de souvenirs del más puro mercantilismo, de ese chafa que venden los merolicos en las ferias: ¡O sea goe´, el arte también vende! Ajá, como si fueran estampitas o calcomanías.
Existen áreas verdes que se asemejan a los jardines de la película “The Shining”, obvio que no tan lúgubre, pues es común observar a los visitantes sacarse autofotos con las plantas y en los torrentes de agua cristalinas que intentan emular a las fuentes.
Sus amplios estacionamientos gozan de modernidad, pues en cada uno hay un sistema digital detector de vehículos que contabilizan el ingreso y egreso de los mismos. Lo curioso es que los que se ubican más cerca de los locales comerciales siempre están repletos, gracias a esa extraña enfermedad que padecemos los seres humanos como es la flojera.
En esa plaza sonorizada con musiquita lounge que está cerca de su “casa”, es común la convivencia entre plebeyos wannabes, fresas y mirreyes, comprando ropa y accesorios outlets, creyendo que con eso se verán igual de cool que los modelos descamisados y de asqueroso abdomen de lavadero, que incitan a las damiselas a tomarse una foto juntito a su imagen, mientras un servidor intenta fallidamente enderezar la panza, camuflar la lonja y sacar el pecho como saludo a nuestro lábaro patrio, en pocas palabras, ocultar las carnitas que sobran aguantando la respiración. En fin náquever con ellos, ¡ah, pero eso sí!, cuando estamos en eso centros comerciales nos creemos que ya somos de primer mundo goeee´.
Las pantallas de plasma que hay como entretenimiento mientras esperas el pedido, pese a que cuentan con señal satelital, siempre están sintonizadas en los canales de televisión abierta, en esos que mantienen al rebaño perplejo o en los de deportes de la programación privada. Lo bueno es que ninguna tiene sonido y la mayoría de los presentes les ponen poca atención, pues la información de sus celulares es más interesante, incluso más que las personas que los acompañan.
Los comensales entre pláticas sobre el controvertido jet-set del fraccionamiento o el barrio -dependiendo de la clase social-, si la señora de corte a la francesa con su huipil y pose de perfil a lo Facebook luce años menor que la Doña del cine nacional, degustan de las gorditas de diseño y el pollo frito de autor.
El lugar en su decoración conjuga la multiculturalidad, espejo donde se refleja el anhelado neonacionalismo heredado por los decoradores de la década de los noventas, quienes en su intento por fomentar una cultura ultra patriota cayeron en lo kitsch.
A veces pululan esculturas que en lugar de promover el arte, crean un folclorismo estético como si se tratase de una serie de souvenirs del más puro mercantilismo, de ese chafa que venden los merolicos en las ferias: ¡O sea goe´, el arte también vende! Ajá, como si fueran estampitas o calcomanías.
Existen áreas verdes que se asemejan a los jardines de la película “The Shining”, obvio que no tan lúgubre, pues es común observar a los visitantes sacarse autofotos con las plantas y en los torrentes de agua cristalinas que intentan emular a las fuentes.
Sus amplios estacionamientos gozan de modernidad, pues en cada uno hay un sistema digital detector de vehículos que contabilizan el ingreso y egreso de los mismos. Lo curioso es que los que se ubican más cerca de los locales comerciales siempre están repletos, gracias a esa extraña enfermedad que padecemos los seres humanos como es la flojera.
En esa plaza sonorizada con musiquita lounge que está cerca de su “casa”, es común la convivencia entre plebeyos wannabes, fresas y mirreyes, comprando ropa y accesorios outlets, creyendo que con eso se verán igual de cool que los modelos descamisados y de asqueroso abdomen de lavadero, que incitan a las damiselas a tomarse una foto juntito a su imagen, mientras un servidor intenta fallidamente enderezar la panza, camuflar la lonja y sacar el pecho como saludo a nuestro lábaro patrio, en pocas palabras, ocultar las carnitas que sobran aguantando la respiración. En fin náquever con ellos, ¡ah, pero eso sí!, cuando estamos en eso centros comerciales nos creemos que ya somos de primer mundo goeee´.
miércoles, 6 de agosto de 2014
Nombres fenomenales
El nombre, según cierto “tumba burros”, puede definirse como la palabra o el conjunto de palabras con las que se designan o distinguen a los seres vivos y a los objetos físicos. Todos los humanos, con la intención de diferenciarse entre ellos, buscan encontrar nombres originales y particulares, pero es tanta esa singularidad que existen infinidad de sujetos con los mismos nombres, lo que los difiere de los demás son los apellidos. Irónicamente emplean la misma metodología para identificar a sus mascotas de otras, de igual forma clasifican las plantas, árboles y sus frutos, así como también lo hacen con otras cosas.
Contamos con dos vías para que esos nombres se oficialicen o, como se dice en lenguaje políticamente correcto, garantizar a todos los habitantes su derecho a la identidad personal, como lo es el registro civil y, en el caso de la religión cristiana, el bautizo, donde además de otorgarle un nombre a través de una ceremonia, quien es bautizado se integra a la comunidad de esa religión. Respecto a la elección de los nombres, de acuerdo a la tradición familiar existen ciertas metodologías: la primera bien podría ser por herencia, o sea, llamarse como alguno de los abuelitos o los padres.
Otro de los métodos más socorridos para otorgar un nombre es recurrir a la Biblia, sustrayéndolos de los personajes que ahí se mencionan. Un dato que es poco conocido por los cristianos, es que de acuerdo al judaísmo, Dios tiene aproximadamente 600 nombres que representan la concepción de la naturaleza divina judía y el vínculo con el todopoderoso, como una forma de respeto y reverencia a la vez. Quienes redactaban los llamados textos sagrados, utilizaban términos de veneración o respeto para mantener oculto los nombres reales del creador, evitando así su vulgarización. En consecuencia, los occidentales han sido evangelizados con la idea de que esos términos son el nombre real de Dios.
Otra infalible metodología para conseguir llamar a los individuos, son los personajes de las películas, telenovelas, series de televisión y, obviamente, los actores, actrices, músicos, cantantes entre otras celebridades del deporte. De ahí que alguna vez nos hemos encontrado con Elton John López, Lady Di Chávez, George Michael Aviña y Gael Macías, ¡hágame usted favor! Pero, ¿qué experimentamos cuando conocimos a Caralampio, Telesforo o Rumualda? Cierta pena ajena, razón por la cual en algunos estados han establecido, dentro de la Ley del Registro Civil, la prohibición de registrar ciudadanos con nombres que sean considerados peyorativos, discriminatorios y denigrantes.
Con lo anterior se pretende evitar a futuro, por una parte que el inocente registrado sea objeto de burla o desprecio y por otra que cuando llegue a la edad escolar, no le hagan “bullying” por tan decoroso nombrecito. Esto me recuerda el triste caso de un colega, quien hasta hace unos meses se llamaba Eustolio. Todo mundo en la escuela, “cariñosamente”, le decían Tolio. Después nos enteramos que le molestaba que los alumnos le dijeran “Tolito”, pues googleando se percató que en Venezuela así le llaman al órgano reproductor del hombre.
Harto de esto, decidió cambiar su nombre de forma oficial. Después de una serie de engorrosos trámites legales obtuvo el anhelado cambio: ahora se llama Eustaquio. Los que lo estiman le dicen “Taquio”, mientras que para los estudiantes es “Taquito” y sus derivados de preparación, que bien puede ser Tuxpeño, de frijoles o de maciza. Esto da la impresión como si un nombre es quien define la personalidad de alguien.
Contamos con dos vías para que esos nombres se oficialicen o, como se dice en lenguaje políticamente correcto, garantizar a todos los habitantes su derecho a la identidad personal, como lo es el registro civil y, en el caso de la religión cristiana, el bautizo, donde además de otorgarle un nombre a través de una ceremonia, quien es bautizado se integra a la comunidad de esa religión. Respecto a la elección de los nombres, de acuerdo a la tradición familiar existen ciertas metodologías: la primera bien podría ser por herencia, o sea, llamarse como alguno de los abuelitos o los padres.
Otro de los métodos más socorridos para otorgar un nombre es recurrir a la Biblia, sustrayéndolos de los personajes que ahí se mencionan. Un dato que es poco conocido por los cristianos, es que de acuerdo al judaísmo, Dios tiene aproximadamente 600 nombres que representan la concepción de la naturaleza divina judía y el vínculo con el todopoderoso, como una forma de respeto y reverencia a la vez. Quienes redactaban los llamados textos sagrados, utilizaban términos de veneración o respeto para mantener oculto los nombres reales del creador, evitando así su vulgarización. En consecuencia, los occidentales han sido evangelizados con la idea de que esos términos son el nombre real de Dios.
Otra infalible metodología para conseguir llamar a los individuos, son los personajes de las películas, telenovelas, series de televisión y, obviamente, los actores, actrices, músicos, cantantes entre otras celebridades del deporte. De ahí que alguna vez nos hemos encontrado con Elton John López, Lady Di Chávez, George Michael Aviña y Gael Macías, ¡hágame usted favor! Pero, ¿qué experimentamos cuando conocimos a Caralampio, Telesforo o Rumualda? Cierta pena ajena, razón por la cual en algunos estados han establecido, dentro de la Ley del Registro Civil, la prohibición de registrar ciudadanos con nombres que sean considerados peyorativos, discriminatorios y denigrantes.
Con lo anterior se pretende evitar a futuro, por una parte que el inocente registrado sea objeto de burla o desprecio y por otra que cuando llegue a la edad escolar, no le hagan “bullying” por tan decoroso nombrecito. Esto me recuerda el triste caso de un colega, quien hasta hace unos meses se llamaba Eustolio. Todo mundo en la escuela, “cariñosamente”, le decían Tolio. Después nos enteramos que le molestaba que los alumnos le dijeran “Tolito”, pues googleando se percató que en Venezuela así le llaman al órgano reproductor del hombre.
Harto de esto, decidió cambiar su nombre de forma oficial. Después de una serie de engorrosos trámites legales obtuvo el anhelado cambio: ahora se llama Eustaquio. Los que lo estiman le dicen “Taquio”, mientras que para los estudiantes es “Taquito” y sus derivados de preparación, que bien puede ser Tuxpeño, de frijoles o de maciza. Esto da la impresión como si un nombre es quien define la personalidad de alguien.
Diario de un peatón
Durante las semanas en que la chiquillada se encuentra de vagaciones, el tráfico vehicular como que se aplatana o como diría mi “agüelita”: “Le entra la wueva”, pese a que los camiones urbanos ya no van como barra de pan integral de repletos. Tampoco existe pretexto para una encarnizada lucha por el poder de abordar un taxi, en las horas en que las personas que sí trabajan ingresan y salen de sus respectivos centros de chamba y vuelve el tránsito kamikaze a inundar las calles y avenidas de nuestra ciudad.
Es cuando los individuos que andamos a pie, tenemos que cuidarnos de los coches que dan vuelta a toda prisa y encomendarnos a todititos los santos para que nos alcancen a ver, cuando somos esos individuos que caminan y que según el diccionario nos clasificamos como peatón -ojo amigo conductor, ponga atención a esto: escribí PEATÓN, es decir, no somos una boya o vialeta más del asfalto, a pesar de que algunos lo parezcamos, ¿ok?-
La vida continúa para los que no cuentan con el privilegio de unas vacaciones. Por eso, en los cruceros seguimos observando, como en palco de circo, a los músicos afinados interpretar canciones guapachosas, intentando así quitar la cara de amargura de algunos choferes, mientras los acompañantes de estos intérpretes pasan por las ventanillas de los autos su chamagosa cachucha esperando les depositen monedas. Los que ya están en peligro de extinción son los tragafuegos, imagino que por tanta gastritis a causa del estrés. Se chotearon debido a las agruras que muchos padecemos, por lo tanto ya no es novedoso eso de arrojar fuego por la boca.
Los que si abundan son los payasos haciendo sus pésimos actos circenses, los malabaristas que cada día son mejores, pues le entran a todo tipo de equilibrismo, desde pelotas, esferas de cristal, aros y antorchas; incluso hasta forman escaleras humanas. Quienes pululan de sobra son los limpiaparabrisas, que sin preguntar a los conductores les avientan el chorro de agua enjabonada al cristal del automóvil. Si eres de esos que les gusta ahorrar hasta el agua, le vas agradecer la despolvoreada, pero si no, hasta se la vas a refrescar.
Es común en algunos cruceros que como tianguis se oferten diversos productos: refrescos, periódicos, tarjetas para celular, dulces y botanas, es más, hasta tostadas con cuerito y cebiche. No pueden faltar quienes promocionan sus restaurantes de comida rápida, la exagerada publicidad con las tilicas edecanes, regalándonos con su obligada sonrisa papeletas que terminan enmugrándote el coche.
Nosotros los de a pie, no cantamos mal las rancheras, pues ahí están esos viciosos al celular que van caminando por las calles clavando su mirada en los teléfonos, sin fijarse si ya cambio el semáforo o viene coche doblando la esquina, ¡por eso pasan los accidentes! Los intrépidos no pueden faltar, sujetos que en el último parpadeo de la luz roja se cruzan, haciendo una faena al torear cada vehículo digna de oreja y rabo.
Los agentes viales sólo se les pueden ver en algunas esquinas durante las horas pico, silbatazos, movimientos de manos como el controlador de aviones de la película Top Gun, dar el paso ignorando los semáforos y no pueden faltar las recargadas en los postes para textear –aquí uno no sabe, si le están enviando un mensajito a su media toronja o están solicitando a la comandancia que ya vayan por él. Mientras los automovilistas se quedan a media raya peatonal, apachurrando sus cláxones en cuanto se pone el verde, corretearse los mocos por las fosas nasales en los altos o cuando van en plena marcha tocarse sus partes íntimas.
Así pasa a diario por las transitadas avenidas y calles de la ciudad donde aparentemente hay más coches que personas, sino me cree, lo invito a que se salga un rato a caminar y vivirá la experiencia de ser un peatón, ¡ya le hace falta que le amputen el carro!
Es cuando los individuos que andamos a pie, tenemos que cuidarnos de los coches que dan vuelta a toda prisa y encomendarnos a todititos los santos para que nos alcancen a ver, cuando somos esos individuos que caminan y que según el diccionario nos clasificamos como peatón -ojo amigo conductor, ponga atención a esto: escribí PEATÓN, es decir, no somos una boya o vialeta más del asfalto, a pesar de que algunos lo parezcamos, ¿ok?-
La vida continúa para los que no cuentan con el privilegio de unas vacaciones. Por eso, en los cruceros seguimos observando, como en palco de circo, a los músicos afinados interpretar canciones guapachosas, intentando así quitar la cara de amargura de algunos choferes, mientras los acompañantes de estos intérpretes pasan por las ventanillas de los autos su chamagosa cachucha esperando les depositen monedas. Los que ya están en peligro de extinción son los tragafuegos, imagino que por tanta gastritis a causa del estrés. Se chotearon debido a las agruras que muchos padecemos, por lo tanto ya no es novedoso eso de arrojar fuego por la boca.
Los que si abundan son los payasos haciendo sus pésimos actos circenses, los malabaristas que cada día son mejores, pues le entran a todo tipo de equilibrismo, desde pelotas, esferas de cristal, aros y antorchas; incluso hasta forman escaleras humanas. Quienes pululan de sobra son los limpiaparabrisas, que sin preguntar a los conductores les avientan el chorro de agua enjabonada al cristal del automóvil. Si eres de esos que les gusta ahorrar hasta el agua, le vas agradecer la despolvoreada, pero si no, hasta se la vas a refrescar.
Es común en algunos cruceros que como tianguis se oferten diversos productos: refrescos, periódicos, tarjetas para celular, dulces y botanas, es más, hasta tostadas con cuerito y cebiche. No pueden faltar quienes promocionan sus restaurantes de comida rápida, la exagerada publicidad con las tilicas edecanes, regalándonos con su obligada sonrisa papeletas que terminan enmugrándote el coche.
Nosotros los de a pie, no cantamos mal las rancheras, pues ahí están esos viciosos al celular que van caminando por las calles clavando su mirada en los teléfonos, sin fijarse si ya cambio el semáforo o viene coche doblando la esquina, ¡por eso pasan los accidentes! Los intrépidos no pueden faltar, sujetos que en el último parpadeo de la luz roja se cruzan, haciendo una faena al torear cada vehículo digna de oreja y rabo.
Los agentes viales sólo se les pueden ver en algunas esquinas durante las horas pico, silbatazos, movimientos de manos como el controlador de aviones de la película Top Gun, dar el paso ignorando los semáforos y no pueden faltar las recargadas en los postes para textear –aquí uno no sabe, si le están enviando un mensajito a su media toronja o están solicitando a la comandancia que ya vayan por él. Mientras los automovilistas se quedan a media raya peatonal, apachurrando sus cláxones en cuanto se pone el verde, corretearse los mocos por las fosas nasales en los altos o cuando van en plena marcha tocarse sus partes íntimas.
Así pasa a diario por las transitadas avenidas y calles de la ciudad donde aparentemente hay más coches que personas, sino me cree, lo invito a que se salga un rato a caminar y vivirá la experiencia de ser un peatón, ¡ya le hace falta que le amputen el carro!
lunes, 28 de julio de 2014
Musicómano
Soy un melómano sin remedio, un vicioso -dice mi pareja que debería de acudir a Melómanos Anónimos. ¡Ajá! ya me imagino ponerme de pie de la silla de tijera en madera y decir: “Me llamo Marcial, soy un coleccionista de música impulsivo, compulsivo e incurable”, mientras todos los ahí presentes responden “¡Hola, Marcial!”. Tuve un déjà vu de la película Fight Club.
La música es para un servidor algo así como una válvula de escape: me relaja, hace que la imaginación recorra espacios inverosímiles, nazcan historias, pero cuando la escucho es tanta la concentración que le dedico que se me dificulta poner atención en otra cosa que no sea el ritmo y la cadencia de los sonidos, pues comienzo a tener viajes oníricos sin recurrir al uso de algún alucinógeno.
En la casa de ustedes existen discos por todos lados, a lo que tal vez expertos llamen Síndrome de Acumulación Compulsiva, pues hay muebles rústicos repletos de ellos en sus cajones, también depositados en cajas de cartón, plástico e incluso de metal. Los géneros musicales son muy variados, la razón es que todo depende del estado de ánimo en que me encuentre o desee estar. A veces cuando el humor se pone nostálgico, escuchó canciones que formaron parte del soundtrack en alguna de las etapas de mi desarrollo; cuando decido ser fatalista, casi, casi masoquista, impregno el ambiente con sonidos de esas rolas que apalcuachan el corazoncito y lo dejan más pachiche que una ciruela pasa.
Nunca me ha gustado la piratería -de acuerdo a cifras del periódico El Economista, el 52% de la población prefiere comprarlos en esta clandestina forma-, ya que todos los cedes que inundan mi hogar son originales, pues no hay mejor disfrute como lo es el desprender el celofán que recubre la cajita, sacar la portada que en algunos hasta es una especie de cuadernillo donde el intérprete o grupo plasma las dedicatorias, incluyen los créditos de autores de las canciones, los productores de cada una de ellas, datos de los músicos y alguna que otra curiosidad, que el horrendo disco falso no contiene. Ridículos se verían los fabricantes de piratería redactando en ellos los nombres de quienes colaboraron en tan delictiva acción, sería como pedirle a alguien que nos dé una golpiza.
Esta adicción por la música me ha permitido descubrir que el mismo elepé de un artista o grupo varía el contenido de las canciones dependiendo del país donde se hizo, que algunas ediciones de artistas mexicanos publicadas en el país de nuestros vecinos del norte han sido censuradas gracias a su estúpida doble moral. Además yo no sé qué tengan de rudos Bon Jovi, Poison y Aerosmith, si la mayoría de sus grandes éxitos son melosas baladas, es igual de ilógico a esos que se empeñan en llamar a Alejandra Guzmán la “Reina del rock”, por sus cortes de pelo locochones, el tatuaje de mariposa y esa voz rasposa, pero que canta “Volverte a amar” y “Hacer el amor con otro”, o sea, así o más cursi.
Gracias a este vicio es como comprendí esa exquisitez con la que ciertos autores se quebraron la cabeza al redactar canciones como la “Mesa que más aplauda” o “La Macarena”. ¡Qué ingenio para hacer que sus rimas armaran, pero que para mis oídos son una tortura absoluta! Ridículamente para muchos, son un clásico de bodas, quince años, bautizos y primeras comuniones, es más, hay quienes aún las aman y se atreven a seguir sus coreografías en los festejos antes mencionados.
La música es -y mientras no quedo sordo por el transcurrir de los años- mi analgésico, el teflón donde resbalan mis problemas o la musa inspiradora sin que tenga que recurrir a quemar Roma. Como interpretara en los setentas Village People: “You can't stop the music, nobody can stop the music. Take the heat from flame, try not feeling pain, though you try in vain it's much easier”.
La música es para un servidor algo así como una válvula de escape: me relaja, hace que la imaginación recorra espacios inverosímiles, nazcan historias, pero cuando la escucho es tanta la concentración que le dedico que se me dificulta poner atención en otra cosa que no sea el ritmo y la cadencia de los sonidos, pues comienzo a tener viajes oníricos sin recurrir al uso de algún alucinógeno.
En la casa de ustedes existen discos por todos lados, a lo que tal vez expertos llamen Síndrome de Acumulación Compulsiva, pues hay muebles rústicos repletos de ellos en sus cajones, también depositados en cajas de cartón, plástico e incluso de metal. Los géneros musicales son muy variados, la razón es que todo depende del estado de ánimo en que me encuentre o desee estar. A veces cuando el humor se pone nostálgico, escuchó canciones que formaron parte del soundtrack en alguna de las etapas de mi desarrollo; cuando decido ser fatalista, casi, casi masoquista, impregno el ambiente con sonidos de esas rolas que apalcuachan el corazoncito y lo dejan más pachiche que una ciruela pasa.
Nunca me ha gustado la piratería -de acuerdo a cifras del periódico El Economista, el 52% de la población prefiere comprarlos en esta clandestina forma-, ya que todos los cedes que inundan mi hogar son originales, pues no hay mejor disfrute como lo es el desprender el celofán que recubre la cajita, sacar la portada que en algunos hasta es una especie de cuadernillo donde el intérprete o grupo plasma las dedicatorias, incluyen los créditos de autores de las canciones, los productores de cada una de ellas, datos de los músicos y alguna que otra curiosidad, que el horrendo disco falso no contiene. Ridículos se verían los fabricantes de piratería redactando en ellos los nombres de quienes colaboraron en tan delictiva acción, sería como pedirle a alguien que nos dé una golpiza.
Esta adicción por la música me ha permitido descubrir que el mismo elepé de un artista o grupo varía el contenido de las canciones dependiendo del país donde se hizo, que algunas ediciones de artistas mexicanos publicadas en el país de nuestros vecinos del norte han sido censuradas gracias a su estúpida doble moral. Además yo no sé qué tengan de rudos Bon Jovi, Poison y Aerosmith, si la mayoría de sus grandes éxitos son melosas baladas, es igual de ilógico a esos que se empeñan en llamar a Alejandra Guzmán la “Reina del rock”, por sus cortes de pelo locochones, el tatuaje de mariposa y esa voz rasposa, pero que canta “Volverte a amar” y “Hacer el amor con otro”, o sea, así o más cursi.
Gracias a este vicio es como comprendí esa exquisitez con la que ciertos autores se quebraron la cabeza al redactar canciones como la “Mesa que más aplauda” o “La Macarena”. ¡Qué ingenio para hacer que sus rimas armaran, pero que para mis oídos son una tortura absoluta! Ridículamente para muchos, son un clásico de bodas, quince años, bautizos y primeras comuniones, es más, hay quienes aún las aman y se atreven a seguir sus coreografías en los festejos antes mencionados.
La música es -y mientras no quedo sordo por el transcurrir de los años- mi analgésico, el teflón donde resbalan mis problemas o la musa inspiradora sin que tenga que recurrir a quemar Roma. Como interpretara en los setentas Village People: “You can't stop the music, nobody can stop the music. Take the heat from flame, try not feeling pain, though you try in vain it's much easier”.
miércoles, 2 de julio de 2014
Lo que comen los colimenses
Todos los seres humanos poseemos ciertas conductas establecidas, tanto por el uso y abuso de nuestro comportamiento o adquiridas gracias a la repetición de ciertas actividades durante la cotidianeidad de un día. ¡Híjole, que bronca la de los veladores! Pues estos, aparentemente, como están despiertos toda la noche -¡sí, cómo no!-, se supone que durante el día tienen que dormir. ¿A qué horas disfrutarán de sus sagrados alimentos?
Imagino que durante el día despertarán dos veces: una para el almuerzo y otra para comer; o en un sólo momento harán ambas cosas, ahorrándose así un buen de billetes. Entonces, la cena para ellos equivale al desayuno. La verdad, es bien complejo comprender esos hábitos alimenticios.
Los colimenses tenemos muy arraigada ciertas costumbres alimenticias que nos han sido heredadas de una generación a otra. Si aplicaran una encuesta sobre los hábitos alimenticios en nuestro estado, el pan con café y los chilaquiles serían los triunfadores en el desayuno, seguidos por la dieta de la “T”, o sea, tacos de todo tipo, tamales y tortas. Otros refinados platillos que no pueden faltar son la birria y la barbacoa.
Si a esa encuesta le agregaran la pregunta de lo que acostumbran llevar los empleados como almuerzo a su trabajo, lo más probable es que nadie la responda con sinceridad, pues la verdad es que llegas al empleo, desayunas en cierto tiempo antes de iniciar, después de unas cuantas horas de dedicarle a la jornada laboral haces otro break, ahora para almorzar, y rematas con el famoso “desempance” a unas horas de concluir. ¡Hágame el favor! Luego nos alarmamos de qué aumentamos unos kilitos.
Los sábados, en nuestra dieta resulta imperdonable el pozole con su trompita, orejita y bandera; repollo finamente picado, rodajas de rábano y bien coloradote de chile, o las enchiladas dulces cubiertas de queso, rellenas de carne molida, pasas y nuez -que para ellas, no hay como el sazón de mi suegra-. Por la noche la carne asada no puede faltar en los finos gustos. Para quienes no hemos dejado de ser plebeyos, les llegamos a los taquitos de trompo al pastor, maciza, sesos, buche y tripitas.
Las cenadurías con su foco de cien watts y mesa a la puerta, donde uno comparte banca con el vendedor de globos, el artista del Cirque du Soleil callejero que hace sus acrobacias frente a los automovilistas en los semáforos y la fritanguera; todos unidos con tal de saborear un suculento platazo con sus respectivos ocho sopitos. El sope gordo de lomo, de pata de marranito en vinagre, bien acompañado del refresco light para no engordar ni un gramo más o el agua de jamaica que de tan helada raspe el galillo.
Además de todos esos platillos mencionados existe uno al que nunca nos podemos resistir; no es por su sabor, ni mucho menos por su aromático buque, es por la simple y sencilla razón de que nos interesa saber lo que hacen los demás. Ese bocado se llama “prójimo”. ¿Gusta un taco? No se haga de la boca chiquita, es bien sabido que lo disfruta, más aún cuando se encuentra ausente el bocadillo.
Imagino que durante el día despertarán dos veces: una para el almuerzo y otra para comer; o en un sólo momento harán ambas cosas, ahorrándose así un buen de billetes. Entonces, la cena para ellos equivale al desayuno. La verdad, es bien complejo comprender esos hábitos alimenticios.
Los colimenses tenemos muy arraigada ciertas costumbres alimenticias que nos han sido heredadas de una generación a otra. Si aplicaran una encuesta sobre los hábitos alimenticios en nuestro estado, el pan con café y los chilaquiles serían los triunfadores en el desayuno, seguidos por la dieta de la “T”, o sea, tacos de todo tipo, tamales y tortas. Otros refinados platillos que no pueden faltar son la birria y la barbacoa.
Si a esa encuesta le agregaran la pregunta de lo que acostumbran llevar los empleados como almuerzo a su trabajo, lo más probable es que nadie la responda con sinceridad, pues la verdad es que llegas al empleo, desayunas en cierto tiempo antes de iniciar, después de unas cuantas horas de dedicarle a la jornada laboral haces otro break, ahora para almorzar, y rematas con el famoso “desempance” a unas horas de concluir. ¡Hágame el favor! Luego nos alarmamos de qué aumentamos unos kilitos.
Los sábados, en nuestra dieta resulta imperdonable el pozole con su trompita, orejita y bandera; repollo finamente picado, rodajas de rábano y bien coloradote de chile, o las enchiladas dulces cubiertas de queso, rellenas de carne molida, pasas y nuez -que para ellas, no hay como el sazón de mi suegra-. Por la noche la carne asada no puede faltar en los finos gustos. Para quienes no hemos dejado de ser plebeyos, les llegamos a los taquitos de trompo al pastor, maciza, sesos, buche y tripitas.
Las cenadurías con su foco de cien watts y mesa a la puerta, donde uno comparte banca con el vendedor de globos, el artista del Cirque du Soleil callejero que hace sus acrobacias frente a los automovilistas en los semáforos y la fritanguera; todos unidos con tal de saborear un suculento platazo con sus respectivos ocho sopitos. El sope gordo de lomo, de pata de marranito en vinagre, bien acompañado del refresco light para no engordar ni un gramo más o el agua de jamaica que de tan helada raspe el galillo.
Además de todos esos platillos mencionados existe uno al que nunca nos podemos resistir; no es por su sabor, ni mucho menos por su aromático buque, es por la simple y sencilla razón de que nos interesa saber lo que hacen los demás. Ese bocado se llama “prójimo”. ¿Gusta un taco? No se haga de la boca chiquita, es bien sabido que lo disfruta, más aún cuando se encuentra ausente el bocadillo.
miércoles, 25 de junio de 2014
El adicto
Acá entre nos, todos somos consumidores. No hay razón para incomodarnos por esta afirmación, si bien sabemos que no necesitamos que alguien nos ruegue, es por puro gusto que le topamos a todo lo que nos pongan enfrente. Las drogas que nos ofrecen somos incapaces de rechazarlas -incluso a veces sin importar que nuestras parejas nos abandonen- por carecer de esa fuerza de voluntad que no nos permite dejarlas.
No podemos resistirnos a ellas, estamos en cualquier tienda departamental y nos resulta un martirio resistirnos a llevarnos a crédito esa pantalla led de 55 pulgadas, donde la familia y tu disfrutarán de horas ociosas viendo la idiota programación de cualquiera televisora. Es tanta la adicción, que te importa un bledo que ya estés hasta el cuello de endrogado en la otra sucursal por ese teatro en casa Blu-ray con sonido profesional para una experiencia superior; que debas la letra de empeño en el Monte de Piedad y lo fiado en la tienda de la esquina.
Pese a esas adicciones que tanto nos joroban, cuando la desesperación nos puede conducir al suicidio, no importa que cada mañana escuchemos un “knock knock” de los aboneros romper nuestra intimidad de hogar al invadir la puerta de casa, igual que esas desconsideradas chicas que visten de azul y amarillo con su tarjetitas, que no se cansan de visitarnos a pesar de nuestra obligada ausencia. Tal acoso nos genera un demencial delirio de persecución que hace ofrecer a los hijos, una cátedra sobre el arte de mentir, pues con esos ejemplos de “dile que no estoy, que fui a cigarros a Hong Kong”, circunstancialmente los capacitamos para que cuando ellos estén lo bastante peluditos, nos la apliquen de igual forma.
Es fácil volverse un deudo-dependiente. Sólo basta con pedir prestado a cualquiera, conmoviendo las fibras más íntimas del corazón a través de una historia triste. Lo difícil es cubrir esa deuda después. Ridículamente, ya endrogados llegamos a creer que esos billetes ni los ocupa quien nos los prestó, ¿entonces por qué pagárselos? Los avales se nos rajan, aseguran no conocernos, todo por esta terrible adicción. El crédito cada día se vuelve una pelota de tanto rebote. Lo más patético es que como todo vicioso no aceptamos que lo somos, razón por la cual algunos se enfurecen cuando alguien les canta el Cha-cha-chá de “El Bodeguero”, alegando que se les está haciendo “bullying”.
Letras vencidas, pagarés incumplidos, un salario que ya no rinde, la policía lo tiene a uno fichado, los abogados vienen con sus demandas y, a pesar de todo esto, continuamos endrogándonos. Es que los abonos son algo que nos permite disfrutar de tantas cosas que en realidad ni necesitamos, ¡así somos los adictos!
No podemos resistirnos a ellas, estamos en cualquier tienda departamental y nos resulta un martirio resistirnos a llevarnos a crédito esa pantalla led de 55 pulgadas, donde la familia y tu disfrutarán de horas ociosas viendo la idiota programación de cualquiera televisora. Es tanta la adicción, que te importa un bledo que ya estés hasta el cuello de endrogado en la otra sucursal por ese teatro en casa Blu-ray con sonido profesional para una experiencia superior; que debas la letra de empeño en el Monte de Piedad y lo fiado en la tienda de la esquina.
Pese a esas adicciones que tanto nos joroban, cuando la desesperación nos puede conducir al suicidio, no importa que cada mañana escuchemos un “knock knock” de los aboneros romper nuestra intimidad de hogar al invadir la puerta de casa, igual que esas desconsideradas chicas que visten de azul y amarillo con su tarjetitas, que no se cansan de visitarnos a pesar de nuestra obligada ausencia. Tal acoso nos genera un demencial delirio de persecución que hace ofrecer a los hijos, una cátedra sobre el arte de mentir, pues con esos ejemplos de “dile que no estoy, que fui a cigarros a Hong Kong”, circunstancialmente los capacitamos para que cuando ellos estén lo bastante peluditos, nos la apliquen de igual forma.
Es fácil volverse un deudo-dependiente. Sólo basta con pedir prestado a cualquiera, conmoviendo las fibras más íntimas del corazón a través de una historia triste. Lo difícil es cubrir esa deuda después. Ridículamente, ya endrogados llegamos a creer que esos billetes ni los ocupa quien nos los prestó, ¿entonces por qué pagárselos? Los avales se nos rajan, aseguran no conocernos, todo por esta terrible adicción. El crédito cada día se vuelve una pelota de tanto rebote. Lo más patético es que como todo vicioso no aceptamos que lo somos, razón por la cual algunos se enfurecen cuando alguien les canta el Cha-cha-chá de “El Bodeguero”, alegando que se les está haciendo “bullying”.
Letras vencidas, pagarés incumplidos, un salario que ya no rinde, la policía lo tiene a uno fichado, los abogados vienen con sus demandas y, a pesar de todo esto, continuamos endrogándonos. Es que los abonos son algo que nos permite disfrutar de tantas cosas que en realidad ni necesitamos, ¡así somos los adictos!
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