miércoles, 17 de diciembre de 2014

Estamos en la maratón

El anoréxico calendario que cuelga sobre la desgastada pared de la sala está a punto de expirar. Su fecha de caducidad registrada es el 31 de diciembre de 2014. Por fin se acaba el austero año, a pesar de los momentos aciagos por los que hemos pasado. Sobra optimismo para pachangueárnosla con los festejos maratónicos del “Guadalupe-Reyes”. Ya comienzan las tradicionales posadas -las cuales empiezan el 16, los guateques realizados antes son pura charlatanería. No se deje engañar-, que siendo honesto no le encuentro lo tradicional a que nos reunamos a ponernos hasta las chanclas de borrachos, querer ligar a la más rica dama de la oficina y criticar la indumentaria de los compañeros que según eso van con sus mejores galas.

Pero si hacemos un ligero análisis, nos daremos cuenta de que sí hay tradición, pues no faltan los que cada año realizan las mismas idioteces como vomitar sobre el ponche, encabronarse por el jodidísimo regalo de intercambio que le dieron, pelear por el garrote para golpear la piñata -y no me refiero a esa amiga tuya- o terminar con los pantalones llenos de lamparones causados por líquidos de dudosa procedencia.

Mis sobrinos, por su parte, hacen miles de intentos por encontrar a través de la Tablet, el Facebook de Santa Claus o de los Reyes Magos, dizque para pedir los regalos, pues les parece muy anticuada esa simplona estrategia mercantil que algunas tiendas departamentales organizan, mediante un evento masivo de chimuelos… perdón, de chicuelos. Esas tiendas sugieren escribir una carta que sujetarán a un globo de helio para después soltarlo con el propósito de que los míticos personajes de la Navidad las reciban. Eso sí, ya tienen listas la velas para salir con el rústico pesebre confeccionado en la caja de zapatos, con algo de heno y las figuritas de la cajita feliz, a berrear algunos villancicos afuera de las casas o para incomodar a los novios en el parque. Lo más lamentable es que al concluir cada noche, la mamá de alguno les quite las monedas con el pretexto de hacerles una fiesta al final. ¡Ajá! Son para completar el abono del sofá.

Poco falta para ver las tiendas atascadas de personas realizando las clásicas compras de pánico. Curiosamente, el lugar con más visitas por esas épocas es el cajero automático para exprimir hasta el último centavo del aguinaldo. ¡Ah!, antes de que se olvide te recuerdo que si no apartaste la cena de Navidad a tiempo, lo más probable es que vayas a colear a algún familiar -aprovechando que en esta temporada a muchos les da por ser caritativos sin ningún interés, algo así como cuando eran niños- o sales con los exquisitos sándwich de confeti, el mega refresco de cola y, claro, el pomo de pisto para celebrar.

En realidad no quiero parecer un desgraciado, desconsiderado y mala onda con las pocas personas que me leen, al publicar esto, pero hay que estar conscientes de que diciembre es el mes de la gula y los excesos. Sí eras de los que sesionaban conmigo en Tragones Anónimos, estarás consciente de que la comida es rica con moderación, pero siendo honestos, ¿quién se va a resistir cuando te comparten ese apetitoso muslito de pavo embarrado en puré de papa, acompañado de la ensaladuca de manzana y sin faltar el vasote de vino tinto? Nadie, pues sabemos que haciendo ejercicio, además de obtener varios beneficios a la salud, evitamos seguir viendo ante el espejo al Botija; así como permitirnos ponernos esas playeras de la Selección Nacional sin el pánico de parecer forro de cuaderno chafa.

Pero, ¿quién se acuerda de practicar algún deporte o realizar ciertas rutinas de cardio cuando nos llega la depre y para sentirnos bien le tupimos con ahínco y felicidad a la comida? Siendo sincero, nadie. No importa que en menos de veinte días cambies de talla o la chamarra de piel, a pesar del frio, ya no se puede abotonar. Lo importante es el relacionarnos con los demás en los festejos decembrinos y dejar que nuestro cuerpo se desparrame un poco. Al cabo, para enero del próximo año bajar de peso será uno de nuestros propósitos. O sea, borrón y cuenta nueva.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Al que madruga…

En esta recta final del calendario, hay una situación que me ha hecho sentir muy diferente este diciembre al de otros años y es el frio que está extremadamente exagerado, lo cual ha obligado a que duerma con pijama como la de los niños de Peter Pan. Además, éste clima provoca que se resequen los labios a tal grado que nos los hace ver todos cuarteados. Luego andamos como caballos sacando la lengua para humedecerlos. Lo bueno es que venden esas cremitas tipo lipstick para refrescarlos, que siendo honesto experimento cierta rareza al traer los labios llenos de sebo, como si hubiera comido birria de borrego. Con el clima tan gélido, otra cosa que cuesta dificultad es abandonar la cama para cumplir con las labores que factura el empleo.

Imagino que para aquellas personas que no tienen compromiso alguno, el hecho de levantarse temprano ha de ser algo desagradable e incluso hasta tonto, opinión que refutarán los repartidores de periódico, las tortilleras, los locatarios del mercado, los barrenderos, los que hacen ejercicio en el jardín y los conductores de automóviles de servicio, quienes inician el día al despuntar la mañana.

Madrugar es una de las actividades que genera discrepancia de opinión, pues hay quienes se levantan temprano de forma obligada, de esos que a pesar del sueño que aún tienen prefieren camuflarlo lavándose la cara y echándose agua en el cabello para dar la impresión de que son bien higiénicos y se bañan a deshoras del alba. Lo más probable es que cuando ocupen su puesto laboral, en plena jornada estarán cabeceando, boquiabiertos o bostezando tipo león amodorrado y desenterrándose las lagañas; bueno, no sí antes, en pleno trayecto a la chamba, trepados en el colectivo, dormitaron sobre el hombro del de al lado.

También existe la probabilidad de aventarse una pestañita disimulando concentración frente al monitor de la computadora, después de haberse refinado esos calientitos tamales de ceniza con café o la abotagada torta de pierna con su respectivo jugo de naranja. Por obvias razones, si no logró por tan sólo diez minutos dormitar en cualquier postura, lo más seguro es que experimentará sentimientos de insatisfacción, desempeñándose de forma pausada y, claro, malhumorado, culpando a quien sea de su situación.

Hay quienes madrugan por gusto, esos que como impulsados por un resorte saltan de la cama, toman una fría ducha despilfarrando a lo imbécil el agua y champú, se afeitan embelesados por el canto del gallo, se preparan su aromático té de hierbas, salen a la calle dando pasos de triunfadores y saludan a Juan de la Cotona
. ¡Ah, pero eso sí!, caminan por media calle argumentando que lo hacen por precaución, pues no vaya ser que en las penumbras de la banqueta los pille un ladrón o sus zapatos de charol se atasquen de excremento.

Algunos hasta a su mascota sacan a esas horas a dar la vuelta -¡qué culpa tiene el desdichado animal!-. Los que odian el despertarse temprano, achacan a los madrugadores la culpa del horario de verano, que las escuelas inicien sus funciones a las siete, que en las guerras de Independencia y Revolución los fusilamientos se efectuaran a primeras horas de la madrugada, que los panaderos y lecheros repartan sus productos al amanecer, lo cual obliga a las jefecitas a ir lo más temprano a comprarlos, haciendo ruido en sus hogares e incomodando a quienes disfrutan de la presencia de Morfeo.

En conclusión: gracias a quienes despiertan tempranito, la dinámica de la sociedad fluye con mayor rapidez a partir de un horario que para algunos no es el ideal, ni tampoco es verdad que “Por mucho madrugar, amanece más temprano”. Además, no hay ningún antecedente histórico sobre la afirmación esa de que “Al que madruga, Dios le ayuda”, pues lo único que tendrá es más sueño todo el día.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Leyendo a los que no leen

Por estas fechas, en la Perla Tapatía se pone en marcha una bien organizada estrategia de marketing, orquestada por diversas editoriales que promocionan sus libros, bajo el manto de un festival que busca promover la lectura y el intercambio cultural, pues además de los libreros nacionales se invita a otros países. Bajo tal pretexto acuden infinidad de personas, algunas de compras, otras a observar y las peores a estorbar o entorpecer la programación.

Las veces que he acudido, en algunas he encontrado textos de autores desconocidos que han cumplido el objetivo de este evento: cultivarme como lector. Los que siempre me decepcionan son las visitas de grupos escolares, pues dan la impresión de que no hay ni siquiera un itinerario que sea la directriz de la visita. Tal parece que una vez que ingresan al recinto, los profesores dejan libre al estudiantado los cuales, como si se tratará de la marabunta, invaden el lugar corriendo por los pasillos, lanzando berridos o encimándose a las personas con tal de quitarlos de los exhibidores. Como clientes, imagino que no son buenos, debido a lo caro que están los libros. Obvio, eso los limitará a adquirir textos que terminarán nivelando el sofá o la mesa del comedor de sus casas, pero eso sí, arrasan con todo lo que sea regalado, desde separadores hasta promocionales.

En un país donde la cerveza es más barata que los libros, ¿cómo queremos fomentar la lectura? En mi época de primaria recuerdo que en los libros de español se incluían fragmentos de “El Principito”. En ese entonces, quien era responsable de nuestra enseñanza, nunca nos habló de Antoine de Sanit-Exupéry -imagino que por ignorancia-, pues hubiera sido fascinante que antes de obligarnos a leer hasta memorizar el texto convertido en resumen, nos dijera que el autor, además de escritor, fue un amante de la aviación, gusto que lo llevó a una extraña desaparición donde se le atribuyó su muerte.

En la Secundaria sucedió lo mismo con los retazos de “El diario de Ana Frank”, es decir, nunca se nos aclaró que ese libro en realidad era una compilación de los diarios personales de una jovencita llamada Annelies Marie Frank, cuyo título original de la obra era en realidad “La casa de atrás” (Het Achterhuis), nombre al que le designó a su escondite de los nazis en Ámsterdam. Hoy, gracias a la magia del séptimo arte es como resulta posible que la juventud lea. Sí ustedes saben de alguien que primero leyó la colección completa de “Harry Potter” o la trilogía de los “Juegos del hambre” y después vio las películas, que me lo refute. ¿A poco no sería interesante que se incomodarán por la pésima versión cinematográfica totalmente alejada del texto original?

La televisión, pese a que está siendo desbancada de su dominio sobre las masas por la internet, también influye a que nuestra chamacada se acerque a leer. Recuerden el éxito en los noventas del autor bestseller de México Carlos Trejo, con su obra literaria “Cañitas”, cuyas letras horrorizaban a los lectores con casos reales de actividad paranormal. Cómo olvidar la sabiduría y profundidad con que aborda la psicología de nuestra adolescencia Yordi Rosado en sus libros de “Quiúbole”, libros de cabecera de cualquier padre moderno que quiere comprender las actitudes de sus hijos en esa etapa crucial de la vida.

Con lo anterior no estoy presumiendo que sea un ávido lector, de esos que devoran los libros a su paso, pues de ser así, sería “Hannibal Lector”. Tampoco significa que ya terminó de leer su libro la Princesa Leía o como Bruce Lee, quien es un experto en las artes marciales y gusta de leer. Al contrario, me considero un aficionado a la escritura que escribe más de lo que lee. Por lo tanto apreciado lector, usted al leerme forma parte de esa casta sacerdotisa de leer a los que no leen.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Choque coche

La gente que me conoce pero no saben quién soy, continuamente preguntan por qué no tengo coche, amablemente respondo que al no saber manejar mi vida, ¿cómo quieren que maneje un carro? Siendo honesto en más de una ocasión la necesidad por llegar a tiempo, ha hecho que me haga el mismo cuestionamiento envuelto en sentimientos de arrepentimiento, como una forma de evadir tal sensación, inmediatamente la imaginación hace que me situé en un escenario árido, deprimente, en el cual estoy enojado, frustrado y triste, acabo de tener un accidente automovilístico.

Es una transitada avenida, el tráfico kamikaze ha ocasionado que con mi carro – sí, ese que cuenta con un equipo de audio que vale más que el mismo vehículo– me haya estampado contra la parte trasera de un BMW conducido por una señora de pelo rubio con raíz pintada de oscuro; como siempre a esa ingrata que nadie se quiere echar que es la culpa, ninguno de los dos supuestamente la tiene, pues existen mil y un argumentos que nos exoneran de responsabilidad alguna, pues según eso cada quien conducía por su derecha, además ninguno intentó rebasar por el acotamiento, al igual de señalar con las direccionales el rumbo a tiempo o en el último de los casos el semáforo aún estaba en verde cuando pasamos
.

Conforme transcurren los minutos, los curiosos ya están encima documentándolo con sus celulares, incluso hasta los pasajeros de las rutas lo hacen, es probable que sin mi autorización y ni la de la señora rubia Miss Clairol aparezcamos en alguna red social con cara de tarados, en fin, ellos ahora son el medio informativo más rápido que un adolescente precoz con revista del conejito en el baño.

Hemos causado un embotellamiento terrible, los conductores que transitan a velocidad de caracol practicando tai chi, de seguro nos refrescan la memoria de nuestras jefecitas, eso es lo de menos, pues los dos sabemos que si nos movemos existe la probabilidad que la aseguradora no nos cubra una buena cantidad de los daños, o sea, aparte de que les estas pagando, son unos desconfiados. Ambos comenzamos a experimentar una profunda desesperación, pues sabemos que a partir de ese momento tenemos que dejar en manos del mecánico nuestro medio de transporte particular y tener que recurrir al uso de taxis o camiones colectivos.

Así pasarán los días y los gastos de transporte volverán anoréxica la cartera, llegando a la conclusión de que todo ese dinero que he pagado puntualmente cada mes a la compañía de seguros, no existiera. Pues al final de cuentas los pagos del pasaje, las llamadas con voz de buena onda –dizque para agradarles con tal de que le echen mecánica más rápido– a la agencia automotriz para preguntar si ya lo tienen reparado e incluso las miles de veces que personalmente acudiría, se resolverían al realizar de forma directa sin intermediaros el pago de la reparación.

La verdad no es justo que te vendan la idea de que con asegurar tu carro evitarás un titipuchal de broncas, si al final de cuentas vas a desembolsar dinero, en pocas palabras la compañía de seguros perfecta no existe, es puro negocio; creo que para ser de las buenas, tendría que ofrecerte en calidad de préstamo, mientras el tuyo se encuentra en el taller, un coche para suavizar y economizar a la vez tu vida. Claro que éste no va contar con el sofisticado equipo de sonido ni los cómodos asientos forrados en piel de retina de mosca, ni los cristales eléctricos o el aire acondicionado, pero a cambio te encontrarás varios bolígrafos con el logotipo de la compañía, boletines promocionales y calcomanías, en fin se vale soñar.

Pasado un tiempo, la desesperación va a ocasionar que lleguen sentimientos de arrepentimiento por no haberle pedido el número telefónico a la señora rubia de marca, para hacerle efectivo el pago de indemnización por el chorro de gastos realizados, insistirle a que comprenda que por tratarse de un vehículo de aseguradora los ojetes de la agencia lo dejarán hasta al último, ¡que pinche coraje! Esto y otras más, son las razones por las que no quiero automóvil, es decir, que no exista un pretexto extra para experimentar esas respuestas emocionales ante el incumplimiento de la voluntad individual como lo son la impotencia y la frustración, de por si vivimos en un mundo de infelices y ser parte de esa estadística no es mi objetivo.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Ignorancia azul

Hace un resto de tiempo que el abuelo Churío ya no está en este mundo, por lo tanto nunca supo de la existencia del VIH y la enfermedad del SIDA o del ébola, la caída del Muro de Berlín, las guerras del Golfo Pérsico, de Afganistán y de Irak, el 11-S, la legalización de la marihuana y los matrimonios homosexuales, los cambios tecnológicos que repercutieron en la comunicación encabezados por internet; sucesos que con toda probabilidad mi abuelo habría observado y fiscalizado con su peculiar sarcasmo.

Les puedo asegurar de que si hoy viviera, se estaría sujetando su enorme panza tuxquera con tal de contener las carcajadas producto de la admiración burlona que le ocasionaría el saber de la existencia de un controversial símbolo, el cual como muchos otros, ha sido modificado su razón de ser gracias a la malversación de su uso. Me refiero a la nueva función que agregó el WhatsApp, la cual consiste en colorear en tono azul celeste las palomitas dobles que antes indicaban de recibido el mensaje y ahora al ponerse azul alertan a los usuarios de que su mensaje ha sido, dicen que leído, más yo diría que ha sido visto, pues muchos ni lo leemos con atención o simplemente lo checamos para saber de quién es.

Para algunos, tal función fue recibida con beneplácito, mientras que a otros les cayó como patada de mula en los bajos, pues ya no van a poder fingir que aún no les llega ningún mensaje o que de lo “ocupado” que están, no han tenido tiempo para revisarlo, incluso hay quienes interponen que con ello han perdido el derecho a su privacidad. ¡Sí cómo no! Así o más incongruentes. Digo, si quieren privacidad, pues para qué tiznados instalaron el Güats.

Lo curioso de todo esto, es que también estas palomitas -que se asemejan a dos logotipos de conocido desodorante apareándose-, se hayan convertido en símbolos que causen sensaciones celoso-psicópata-obsesivos en algunos individuos al percatarse que son totalmente ignorados por sus receptores. Ante tal drama por parte de los emisores, quienes los reciben han intentado desde aplicar la excusa de que se le descargó el celular, poner el aparato en el “modo avión”, regresar a viejas versiones del WhatsApp, desconectarse de la red o ya de plano desinstalarlo y utilizar alguna aplicación semejante; recurrir a sitios web donde les aseguran proporcionarles herramientas para disimularlo, consiguiendo solamente facilitar de forma inocente su número telefónico a desconocidos.

Como dicen: “La culpa no es del indio, sino del que lo hace compadre”, ya que uno es el responsable de esto. Aquí no es como el Facebook, pues a todos los que tenemos agregados en el guatsap los conocemos, pero no sabemos quiénes son. Es decir: “Caras vemos corazones no sabemos”. ¿A poco no es bien entretenido pasar cierto tiempo de diversión en el baño observando las fotos y leyendo los estados de nuestros contactos?

Lamentablemente es patético que la unión de dos palomitas azules esté generando división al hacer sentir a sus usuarios que son ignorados, cuando no se responde el mensaje a tiempo. Si tanto le preocupan estos símbolos, déjese de tonterías y haga los diálogos artesanales, o sea, hable de frente con las personas y lo que quiere decir expréselo cuando estén a su lado.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

¿Un presente?

En esta época ya comienzan a vislumbrarse el arribo de las vacaciones, el anhelado tiempo de asueto de todo obrero cumplido, bueno. Los flojos también las esperan. Es que se aburren tanto de no hacer nada, que bien se merecen su descansito. En estos días aciagos en los que vivimos, tener vacaciones es complicado, pues con lo caro que está todo ahora sólo un 60% viaja y el resto nos quedamos a invadir las plazas.

Es precisamente en días feriados cuando nos damos cuenta de lo sobrepoblado que se encuentra nuestro estado, pues durante esos periodos no hay la competencia al estilo “Fast & Furious”, de los choferes por llegar a tiempo a su empleo o dejar a la chamacada en las escuelas. Los recorridos que antes se hacían en treinta minutos ahora, como el tráfico ha menguado por el éxodo vacacional, se realizan en veinte minutos o menos.

Curiosamente todo está vacío a excepción de los centros comerciales que se encuentran atiborrados de individuos que no desembolsan un céntimo, pero se la viven ahí, contemplando los escaparates, imaginándose portar la ropa de los maniquíes o teniendo el guajiro sueño de que algún día saldrán de la sofisticada y glamurosa tienda departamental cargados de bolsas. Mientras no sea con basura, ya es ganancia.

No hay mejor coco wash del mercadeo que promocionar esas ventas con el veinte o cuarenta por ciento de descuento y empezar a pagar hasta marzo del próximo año. Es cuando la gente se empeña en comprar desde ahora los regalos de Navidad. Irónicamente, por allá de la tercera semana de diciembre harán lo mismo.

No sé si a ustedes les pasa, pero con tanta pinche influencia comercial, cada navidad se nos complica seleccionar el obsequio adecuado, a veces regalamos puras mamarrachadas que quien lo recibe, mientras no le quite la envoltura, se hace mil y un expectativas de que es lo que tanto le indujeron las estrategia de marketing que necesitaba. Al abrirlo, ¡oh desilusión! Es cuando dan ganas de romper con el mito de paz y armonía al querer arrojarle a los pies su tiznadera.

Si se pone a reflexionar en lo que le han regalado en las últimas tres navidades, piense si ese obsequio, en cuanto lo vieron sus pupilas se ensancharon y exclamó: “¡No maches, qué chingón!”. O sea, que eso que recibió lo haya deseado siempre, que hasta hoy le sea útil. Aquí no cuentan los calzones de licra, ni los calcetines de rombos color rojo o, peor aún, la corbata fucsia que ni siquiera sabe anudársela.

Una corbata está bien, pero ni que fuera empleado bancario o de la tienda esa que se dice ser parte de la vida… del consumidor. Digo: no voy a impartir clases de traje o me presento a la oficina como ejecutivo. En lo más mínimo y claro que no. Sólo una vez al año las utilizo, si es necesario. En definitiva, la corbata no es lo mío.

Ya estamos en vísperas del desembolse económico y para muestra ya está “El Buen Fin”… pero de tu cartera. Piense bien en lo que regalará, visualice la utilidad que representará eso para la persona y qué tanto lo necesita, si cumple con ello, adelante y si no, pues regale afecto que es gratis. Hay tanta gente carente de ello que con su ejemplo tal vez se vuelvan afectuosos.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Ay va la neta

¡México lindo y qué Rigo! Por supuesto que me refiero al de la Costa Azul, ese que ahora forma parte del amasijo de muertos vivientes que caminan por la senda del recuerdo de todos nosotros. ¿A poco no cada vez Pedro Infante canta más bonito? Como dijera el maistro Alex Lora: “Si quieres conocer tus defectos, ¡cásate! Y si quieres conocer tus cualidades, ¡muérete!”. Ora sí que el hecho de estar aquí, donde en el día hacemos la guerra y por las noches el amor, con este adagio sale sobrando estar.

Creo que lo que importa es lo que hacemos en vida y ya cuando seamos difuntos, la gente que se quedó lo platicará por uno aquí, justo en donde y a pesar del precio del limón, ese cítrico sigue siendo el acompañante de todos los alimentos, incluso hasta para remedio -ojo, no es medicamento, es remedio-; aquí, donde a pesar de contar con cadenas de supermercados, las marchantitas van al mandado a los tianguis. ¡Qué bueno es apoyar la economía de nuestra gente! Lo ridículo es que contando con estados que producen café de primera, incluso de exportación, sigamos consumiendo el de manufactura extranjera.

Aquí, donde es todo un lio ir de compras con un billete de alta denominación, pues curiosamente si una tienda no tiene cambio, en ninguna parte lo habrá; justo en un lugar en donde hacemos fiesta incluso en los velorios, a los cuales asisten además de los familiares cercanos y lejanos, hasta personas que ni siquiera conocías; aquí, donde se organiza un guateque y tenemos la difusa idea de que aparentamos bonanza si los realizamos en McDonald´s o Starbucks, ¡quesque porque le da cache! Lo que muchos ignoran es que a esos sitios en otros países es donde acuden los indigentes, y en una nación donde a los afroamericanos, asiáticos y gringos los consideramos el centro de atención, pero lamentablemente seguimos viendo como inferiores a cualquier sudamericano, además de detestar a los argentinos.

Los mexicanos no somos racistas, somos clasistas. Es más, la mayoría a pesar de ser clasemedieros, nos sentimos de la hi-socialité, con la vaga idea de que un sinónimo de ello es ser consumista, o sea, salir con las bolsas de los centros comerciales llenas de cosas que ni siquiera necesitamos. Consideramos al presidente y los gobernadores nuestros iguales, los tuteamos e incluso les ponemos sobrenombres; tendemos a llamarle a las personas y a algunas cosas en diminutivo, así como si las apreciáramos de verdad o las viéramos como pobrecitos; estamos conscientes de cuánto dura un ahorita y cuándo es al ratito.

Nos escandalizamos del maltrato a los animales y se nos hace natural ver a gente arriesgar el pellejo en los semáforos por unas monedas, pero libres de impuestos. Dicen que somos homofóbicos y cuando albureamos hacemos referencia a temas fálicos. Pese al disfraz de civilización de algunos, nunca hemos dejado de ser machistas. Un claro ejemplo es el nalgapower, es decir, cuando se contrata a las damitas no por sus habilidades laborales, sino por otras cualidades. En pocas palabras continuamos pensando con las hormonas en lugar de las neuronas. Nos incomoda que cada seis meses cambie el horario, pero nos importa un carajo ser puntuales.

Ya de por sí a la raza no le gusta la escuela, peor aún que en los baños no les pongan jabón y rollo, entonces, ¿cómo queremos que estudien? Ahora que toco este tema, me da no sé qué cuando llegas a los baños públicos de algún mercado o plaza y te cobran por utilizarlos, además, si ya diste el cover, es injusto que te racionalicen a 18 cuadritos.

Dizque la zorra nunca se ve su cola, es por ello que aquí le paro, pues van a preguntarse: ¿a poco este no hace lo mesmo? ¡Claro! Me cuachalanga rete harto el pozole los sábados con tortilla, el birote relleno de frijoles fritos con litros de refresco por las mañanas, salirme a sentar al quicio de la puerta en las tardes al caer el sol, hacerme ojo de hormiga cuando llega el abonero, ponerme contento cuando es quincena a pesar que sólo sea por ese día y pedir prestado centavos que nunca pagaré.