Durante las semanas en que la chiquillada se encuentra de vagaciones, el tráfico vehicular como que se aplatana o como diría mi “agüelita”: “Le entra la wueva”, pese a que los camiones urbanos ya no van como barra de pan integral de repletos. Tampoco existe pretexto para una encarnizada lucha por el poder de abordar un taxi, en las horas en que las personas que sí trabajan ingresan y salen de sus respectivos centros de chamba y vuelve el tránsito kamikaze a inundar las calles y avenidas de nuestra ciudad.
Es cuando los individuos que andamos a pie, tenemos que cuidarnos de los coches que dan vuelta a toda prisa y encomendarnos a todititos los santos para que nos alcancen a ver, cuando somos esos individuos que caminan y que según el diccionario nos clasificamos como peatón -ojo amigo conductor, ponga atención a esto: escribí PEATÓN, es decir, no somos una boya o vialeta más del asfalto, a pesar de que algunos lo parezcamos, ¿ok?-
La vida continúa para los que no cuentan con el privilegio de unas vacaciones. Por eso, en los cruceros seguimos observando, como en palco de circo, a los músicos afinados interpretar canciones guapachosas, intentando así quitar la cara de amargura de algunos choferes, mientras los acompañantes de estos intérpretes pasan por las ventanillas de los autos su chamagosa cachucha esperando les depositen monedas. Los que ya están en peligro de extinción son los tragafuegos, imagino que por tanta gastritis a causa del estrés. Se chotearon debido a las agruras que muchos padecemos, por lo tanto ya no es novedoso eso de arrojar fuego por la boca.
Los que si abundan son los payasos haciendo sus pésimos actos circenses, los malabaristas que cada día son mejores, pues le entran a todo tipo de equilibrismo, desde pelotas, esferas de cristal, aros y antorchas; incluso hasta forman escaleras humanas. Quienes pululan de sobra son los limpiaparabrisas, que sin preguntar a los conductores les avientan el chorro de agua enjabonada al cristal del automóvil. Si eres de esos que les gusta ahorrar hasta el agua, le vas agradecer la despolvoreada, pero si no, hasta se la vas a refrescar.
Es común en algunos cruceros que como tianguis se oferten diversos productos: refrescos, periódicos, tarjetas para celular, dulces y botanas, es más, hasta tostadas con cuerito y cebiche. No pueden faltar quienes promocionan sus restaurantes de comida rápida, la exagerada publicidad con las tilicas edecanes, regalándonos con su obligada sonrisa papeletas que terminan enmugrándote el coche.
Nosotros los de a pie, no cantamos mal las rancheras, pues ahí están esos viciosos al celular que van caminando por las calles clavando su mirada en los teléfonos, sin fijarse si ya cambio el semáforo o viene coche doblando la esquina, ¡por eso pasan los accidentes! Los intrépidos no pueden faltar, sujetos que en el último parpadeo de la luz roja se cruzan, haciendo una faena al torear cada vehículo digna de oreja y rabo.
Los agentes viales sólo se les pueden ver en algunas esquinas durante las horas pico, silbatazos, movimientos de manos como el controlador de aviones de la película Top Gun, dar el paso ignorando los semáforos y no pueden faltar las recargadas en los postes para textear –aquí uno no sabe, si le están enviando un mensajito a su media toronja o están solicitando a la comandancia que ya vayan por él. Mientras los automovilistas se quedan a media raya peatonal, apachurrando sus cláxones en cuanto se pone el verde, corretearse los mocos por las fosas nasales en los altos o cuando van en plena marcha tocarse sus partes íntimas.
Así pasa a diario por las transitadas avenidas y calles de la ciudad donde aparentemente hay más coches que personas, sino me cree, lo invito a que se salga un rato a caminar y vivirá la experiencia de ser un peatón, ¡ya le hace falta que le amputen el carro!
Son una serie de artículos que ya han sido publicados en diversos periodícos locales.
miércoles, 6 de agosto de 2014
lunes, 28 de julio de 2014
Musicómano
Soy un melómano sin remedio, un vicioso -dice mi pareja que debería de acudir a Melómanos Anónimos. ¡Ajá! ya me imagino ponerme de pie de la silla de tijera en madera y decir: “Me llamo Marcial, soy un coleccionista de música impulsivo, compulsivo e incurable”, mientras todos los ahí presentes responden “¡Hola, Marcial!”. Tuve un déjà vu de la película Fight Club.
La música es para un servidor algo así como una válvula de escape: me relaja, hace que la imaginación recorra espacios inverosímiles, nazcan historias, pero cuando la escucho es tanta la concentración que le dedico que se me dificulta poner atención en otra cosa que no sea el ritmo y la cadencia de los sonidos, pues comienzo a tener viajes oníricos sin recurrir al uso de algún alucinógeno.
En la casa de ustedes existen discos por todos lados, a lo que tal vez expertos llamen Síndrome de Acumulación Compulsiva, pues hay muebles rústicos repletos de ellos en sus cajones, también depositados en cajas de cartón, plástico e incluso de metal. Los géneros musicales son muy variados, la razón es que todo depende del estado de ánimo en que me encuentre o desee estar. A veces cuando el humor se pone nostálgico, escuchó canciones que formaron parte del soundtrack en alguna de las etapas de mi desarrollo; cuando decido ser fatalista, casi, casi masoquista, impregno el ambiente con sonidos de esas rolas que apalcuachan el corazoncito y lo dejan más pachiche que una ciruela pasa.
Nunca me ha gustado la piratería -de acuerdo a cifras del periódico El Economista, el 52% de la población prefiere comprarlos en esta clandestina forma-, ya que todos los cedes que inundan mi hogar son originales, pues no hay mejor disfrute como lo es el desprender el celofán que recubre la cajita, sacar la portada que en algunos hasta es una especie de cuadernillo donde el intérprete o grupo plasma las dedicatorias, incluyen los créditos de autores de las canciones, los productores de cada una de ellas, datos de los músicos y alguna que otra curiosidad, que el horrendo disco falso no contiene. Ridículos se verían los fabricantes de piratería redactando en ellos los nombres de quienes colaboraron en tan delictiva acción, sería como pedirle a alguien que nos dé una golpiza.
Esta adicción por la música me ha permitido descubrir que el mismo elepé de un artista o grupo varía el contenido de las canciones dependiendo del país donde se hizo, que algunas ediciones de artistas mexicanos publicadas en el país de nuestros vecinos del norte han sido censuradas gracias a su estúpida doble moral. Además yo no sé qué tengan de rudos Bon Jovi, Poison y Aerosmith, si la mayoría de sus grandes éxitos son melosas baladas, es igual de ilógico a esos que se empeñan en llamar a Alejandra Guzmán la “Reina del rock”, por sus cortes de pelo locochones, el tatuaje de mariposa y esa voz rasposa, pero que canta “Volverte a amar” y “Hacer el amor con otro”, o sea, así o más cursi.
Gracias a este vicio es como comprendí esa exquisitez con la que ciertos autores se quebraron la cabeza al redactar canciones como la “Mesa que más aplauda” o “La Macarena”. ¡Qué ingenio para hacer que sus rimas armaran, pero que para mis oídos son una tortura absoluta! Ridículamente para muchos, son un clásico de bodas, quince años, bautizos y primeras comuniones, es más, hay quienes aún las aman y se atreven a seguir sus coreografías en los festejos antes mencionados.
La música es -y mientras no quedo sordo por el transcurrir de los años- mi analgésico, el teflón donde resbalan mis problemas o la musa inspiradora sin que tenga que recurrir a quemar Roma. Como interpretara en los setentas Village People: “You can't stop the music, nobody can stop the music. Take the heat from flame, try not feeling pain, though you try in vain it's much easier”.
La música es para un servidor algo así como una válvula de escape: me relaja, hace que la imaginación recorra espacios inverosímiles, nazcan historias, pero cuando la escucho es tanta la concentración que le dedico que se me dificulta poner atención en otra cosa que no sea el ritmo y la cadencia de los sonidos, pues comienzo a tener viajes oníricos sin recurrir al uso de algún alucinógeno.
En la casa de ustedes existen discos por todos lados, a lo que tal vez expertos llamen Síndrome de Acumulación Compulsiva, pues hay muebles rústicos repletos de ellos en sus cajones, también depositados en cajas de cartón, plástico e incluso de metal. Los géneros musicales son muy variados, la razón es que todo depende del estado de ánimo en que me encuentre o desee estar. A veces cuando el humor se pone nostálgico, escuchó canciones que formaron parte del soundtrack en alguna de las etapas de mi desarrollo; cuando decido ser fatalista, casi, casi masoquista, impregno el ambiente con sonidos de esas rolas que apalcuachan el corazoncito y lo dejan más pachiche que una ciruela pasa.
Nunca me ha gustado la piratería -de acuerdo a cifras del periódico El Economista, el 52% de la población prefiere comprarlos en esta clandestina forma-, ya que todos los cedes que inundan mi hogar son originales, pues no hay mejor disfrute como lo es el desprender el celofán que recubre la cajita, sacar la portada que en algunos hasta es una especie de cuadernillo donde el intérprete o grupo plasma las dedicatorias, incluyen los créditos de autores de las canciones, los productores de cada una de ellas, datos de los músicos y alguna que otra curiosidad, que el horrendo disco falso no contiene. Ridículos se verían los fabricantes de piratería redactando en ellos los nombres de quienes colaboraron en tan delictiva acción, sería como pedirle a alguien que nos dé una golpiza.
Esta adicción por la música me ha permitido descubrir que el mismo elepé de un artista o grupo varía el contenido de las canciones dependiendo del país donde se hizo, que algunas ediciones de artistas mexicanos publicadas en el país de nuestros vecinos del norte han sido censuradas gracias a su estúpida doble moral. Además yo no sé qué tengan de rudos Bon Jovi, Poison y Aerosmith, si la mayoría de sus grandes éxitos son melosas baladas, es igual de ilógico a esos que se empeñan en llamar a Alejandra Guzmán la “Reina del rock”, por sus cortes de pelo locochones, el tatuaje de mariposa y esa voz rasposa, pero que canta “Volverte a amar” y “Hacer el amor con otro”, o sea, así o más cursi.
Gracias a este vicio es como comprendí esa exquisitez con la que ciertos autores se quebraron la cabeza al redactar canciones como la “Mesa que más aplauda” o “La Macarena”. ¡Qué ingenio para hacer que sus rimas armaran, pero que para mis oídos son una tortura absoluta! Ridículamente para muchos, son un clásico de bodas, quince años, bautizos y primeras comuniones, es más, hay quienes aún las aman y se atreven a seguir sus coreografías en los festejos antes mencionados.
La música es -y mientras no quedo sordo por el transcurrir de los años- mi analgésico, el teflón donde resbalan mis problemas o la musa inspiradora sin que tenga que recurrir a quemar Roma. Como interpretara en los setentas Village People: “You can't stop the music, nobody can stop the music. Take the heat from flame, try not feeling pain, though you try in vain it's much easier”.
miércoles, 2 de julio de 2014
Lo que comen los colimenses
Todos los seres humanos poseemos ciertas conductas establecidas, tanto por el uso y abuso de nuestro comportamiento o adquiridas gracias a la repetición de ciertas actividades durante la cotidianeidad de un día. ¡Híjole, que bronca la de los veladores! Pues estos, aparentemente, como están despiertos toda la noche -¡sí, cómo no!-, se supone que durante el día tienen que dormir. ¿A qué horas disfrutarán de sus sagrados alimentos?
Imagino que durante el día despertarán dos veces: una para el almuerzo y otra para comer; o en un sólo momento harán ambas cosas, ahorrándose así un buen de billetes. Entonces, la cena para ellos equivale al desayuno. La verdad, es bien complejo comprender esos hábitos alimenticios.
Los colimenses tenemos muy arraigada ciertas costumbres alimenticias que nos han sido heredadas de una generación a otra. Si aplicaran una encuesta sobre los hábitos alimenticios en nuestro estado, el pan con café y los chilaquiles serían los triunfadores en el desayuno, seguidos por la dieta de la “T”, o sea, tacos de todo tipo, tamales y tortas. Otros refinados platillos que no pueden faltar son la birria y la barbacoa.
Si a esa encuesta le agregaran la pregunta de lo que acostumbran llevar los empleados como almuerzo a su trabajo, lo más probable es que nadie la responda con sinceridad, pues la verdad es que llegas al empleo, desayunas en cierto tiempo antes de iniciar, después de unas cuantas horas de dedicarle a la jornada laboral haces otro break, ahora para almorzar, y rematas con el famoso “desempance” a unas horas de concluir. ¡Hágame el favor! Luego nos alarmamos de qué aumentamos unos kilitos.
Los sábados, en nuestra dieta resulta imperdonable el pozole con su trompita, orejita y bandera; repollo finamente picado, rodajas de rábano y bien coloradote de chile, o las enchiladas dulces cubiertas de queso, rellenas de carne molida, pasas y nuez -que para ellas, no hay como el sazón de mi suegra-. Por la noche la carne asada no puede faltar en los finos gustos. Para quienes no hemos dejado de ser plebeyos, les llegamos a los taquitos de trompo al pastor, maciza, sesos, buche y tripitas.
Las cenadurías con su foco de cien watts y mesa a la puerta, donde uno comparte banca con el vendedor de globos, el artista del Cirque du Soleil callejero que hace sus acrobacias frente a los automovilistas en los semáforos y la fritanguera; todos unidos con tal de saborear un suculento platazo con sus respectivos ocho sopitos. El sope gordo de lomo, de pata de marranito en vinagre, bien acompañado del refresco light para no engordar ni un gramo más o el agua de jamaica que de tan helada raspe el galillo.
Además de todos esos platillos mencionados existe uno al que nunca nos podemos resistir; no es por su sabor, ni mucho menos por su aromático buque, es por la simple y sencilla razón de que nos interesa saber lo que hacen los demás. Ese bocado se llama “prójimo”. ¿Gusta un taco? No se haga de la boca chiquita, es bien sabido que lo disfruta, más aún cuando se encuentra ausente el bocadillo.
Imagino que durante el día despertarán dos veces: una para el almuerzo y otra para comer; o en un sólo momento harán ambas cosas, ahorrándose así un buen de billetes. Entonces, la cena para ellos equivale al desayuno. La verdad, es bien complejo comprender esos hábitos alimenticios.
Los colimenses tenemos muy arraigada ciertas costumbres alimenticias que nos han sido heredadas de una generación a otra. Si aplicaran una encuesta sobre los hábitos alimenticios en nuestro estado, el pan con café y los chilaquiles serían los triunfadores en el desayuno, seguidos por la dieta de la “T”, o sea, tacos de todo tipo, tamales y tortas. Otros refinados platillos que no pueden faltar son la birria y la barbacoa.
Si a esa encuesta le agregaran la pregunta de lo que acostumbran llevar los empleados como almuerzo a su trabajo, lo más probable es que nadie la responda con sinceridad, pues la verdad es que llegas al empleo, desayunas en cierto tiempo antes de iniciar, después de unas cuantas horas de dedicarle a la jornada laboral haces otro break, ahora para almorzar, y rematas con el famoso “desempance” a unas horas de concluir. ¡Hágame el favor! Luego nos alarmamos de qué aumentamos unos kilitos.
Los sábados, en nuestra dieta resulta imperdonable el pozole con su trompita, orejita y bandera; repollo finamente picado, rodajas de rábano y bien coloradote de chile, o las enchiladas dulces cubiertas de queso, rellenas de carne molida, pasas y nuez -que para ellas, no hay como el sazón de mi suegra-. Por la noche la carne asada no puede faltar en los finos gustos. Para quienes no hemos dejado de ser plebeyos, les llegamos a los taquitos de trompo al pastor, maciza, sesos, buche y tripitas.
Las cenadurías con su foco de cien watts y mesa a la puerta, donde uno comparte banca con el vendedor de globos, el artista del Cirque du Soleil callejero que hace sus acrobacias frente a los automovilistas en los semáforos y la fritanguera; todos unidos con tal de saborear un suculento platazo con sus respectivos ocho sopitos. El sope gordo de lomo, de pata de marranito en vinagre, bien acompañado del refresco light para no engordar ni un gramo más o el agua de jamaica que de tan helada raspe el galillo.
Además de todos esos platillos mencionados existe uno al que nunca nos podemos resistir; no es por su sabor, ni mucho menos por su aromático buque, es por la simple y sencilla razón de que nos interesa saber lo que hacen los demás. Ese bocado se llama “prójimo”. ¿Gusta un taco? No se haga de la boca chiquita, es bien sabido que lo disfruta, más aún cuando se encuentra ausente el bocadillo.
miércoles, 25 de junio de 2014
El adicto
Acá entre nos, todos somos consumidores. No hay razón para incomodarnos por esta afirmación, si bien sabemos que no necesitamos que alguien nos ruegue, es por puro gusto que le topamos a todo lo que nos pongan enfrente. Las drogas que nos ofrecen somos incapaces de rechazarlas -incluso a veces sin importar que nuestras parejas nos abandonen- por carecer de esa fuerza de voluntad que no nos permite dejarlas.
No podemos resistirnos a ellas, estamos en cualquier tienda departamental y nos resulta un martirio resistirnos a llevarnos a crédito esa pantalla led de 55 pulgadas, donde la familia y tu disfrutarán de horas ociosas viendo la idiota programación de cualquiera televisora. Es tanta la adicción, que te importa un bledo que ya estés hasta el cuello de endrogado en la otra sucursal por ese teatro en casa Blu-ray con sonido profesional para una experiencia superior; que debas la letra de empeño en el Monte de Piedad y lo fiado en la tienda de la esquina.
Pese a esas adicciones que tanto nos joroban, cuando la desesperación nos puede conducir al suicidio, no importa que cada mañana escuchemos un “knock knock” de los aboneros romper nuestra intimidad de hogar al invadir la puerta de casa, igual que esas desconsideradas chicas que visten de azul y amarillo con su tarjetitas, que no se cansan de visitarnos a pesar de nuestra obligada ausencia. Tal acoso nos genera un demencial delirio de persecución que hace ofrecer a los hijos, una cátedra sobre el arte de mentir, pues con esos ejemplos de “dile que no estoy, que fui a cigarros a Hong Kong”, circunstancialmente los capacitamos para que cuando ellos estén lo bastante peluditos, nos la apliquen de igual forma.
Es fácil volverse un deudo-dependiente. Sólo basta con pedir prestado a cualquiera, conmoviendo las fibras más íntimas del corazón a través de una historia triste. Lo difícil es cubrir esa deuda después. Ridículamente, ya endrogados llegamos a creer que esos billetes ni los ocupa quien nos los prestó, ¿entonces por qué pagárselos? Los avales se nos rajan, aseguran no conocernos, todo por esta terrible adicción. El crédito cada día se vuelve una pelota de tanto rebote. Lo más patético es que como todo vicioso no aceptamos que lo somos, razón por la cual algunos se enfurecen cuando alguien les canta el Cha-cha-chá de “El Bodeguero”, alegando que se les está haciendo “bullying”.
Letras vencidas, pagarés incumplidos, un salario que ya no rinde, la policía lo tiene a uno fichado, los abogados vienen con sus demandas y, a pesar de todo esto, continuamos endrogándonos. Es que los abonos son algo que nos permite disfrutar de tantas cosas que en realidad ni necesitamos, ¡así somos los adictos!
No podemos resistirnos a ellas, estamos en cualquier tienda departamental y nos resulta un martirio resistirnos a llevarnos a crédito esa pantalla led de 55 pulgadas, donde la familia y tu disfrutarán de horas ociosas viendo la idiota programación de cualquiera televisora. Es tanta la adicción, que te importa un bledo que ya estés hasta el cuello de endrogado en la otra sucursal por ese teatro en casa Blu-ray con sonido profesional para una experiencia superior; que debas la letra de empeño en el Monte de Piedad y lo fiado en la tienda de la esquina.
Pese a esas adicciones que tanto nos joroban, cuando la desesperación nos puede conducir al suicidio, no importa que cada mañana escuchemos un “knock knock” de los aboneros romper nuestra intimidad de hogar al invadir la puerta de casa, igual que esas desconsideradas chicas que visten de azul y amarillo con su tarjetitas, que no se cansan de visitarnos a pesar de nuestra obligada ausencia. Tal acoso nos genera un demencial delirio de persecución que hace ofrecer a los hijos, una cátedra sobre el arte de mentir, pues con esos ejemplos de “dile que no estoy, que fui a cigarros a Hong Kong”, circunstancialmente los capacitamos para que cuando ellos estén lo bastante peluditos, nos la apliquen de igual forma.
Es fácil volverse un deudo-dependiente. Sólo basta con pedir prestado a cualquiera, conmoviendo las fibras más íntimas del corazón a través de una historia triste. Lo difícil es cubrir esa deuda después. Ridículamente, ya endrogados llegamos a creer que esos billetes ni los ocupa quien nos los prestó, ¿entonces por qué pagárselos? Los avales se nos rajan, aseguran no conocernos, todo por esta terrible adicción. El crédito cada día se vuelve una pelota de tanto rebote. Lo más patético es que como todo vicioso no aceptamos que lo somos, razón por la cual algunos se enfurecen cuando alguien les canta el Cha-cha-chá de “El Bodeguero”, alegando que se les está haciendo “bullying”.
Letras vencidas, pagarés incumplidos, un salario que ya no rinde, la policía lo tiene a uno fichado, los abogados vienen con sus demandas y, a pesar de todo esto, continuamos endrogándonos. Es que los abonos son algo que nos permite disfrutar de tantas cosas que en realidad ni necesitamos, ¡así somos los adictos!
miércoles, 18 de junio de 2014
La educación gratuita
Durante este periodo de fin de cursos, madres y padres se preocupan por dos cosas importantes, pues como ustedes saben es momento de que algunos de sus vástagos egresen de cierto nivel educativo, lo cual implica erogar una buena cantidad económica en la ropa que lucirá durante la ceremonia de egreso, además de cumplir con la promesa de que si obtuvo un decoroso promedio lo llevarían a ver el Mundial de soccer; no a Brasil, sino a cierta sala de cine con un megacombo o, ya de perdida, comprarle ese álbum del Mundial que incluye un súperposter de nuestra heroica selección -fomentando así el sentido patriótico- y la caja con cien paquetes de estampitas, con tal de que no se estrese al llenarlo comprando sobres individuales.
El segundo gasto a realizar es con la ansiada inserción al nivel educativo siguiente, donde los inocentes progenitores se topan con el capricho de sus hijos por querer ingresar a la escuela donde la mayoría de los amigos se inscribirán, animados por la fama de que en ese centro educativo los docentes son unos barquitos, casi, casi Titanics, que no dejan tareas a diario, ni trabajos muy difíciles, así como que también existen, cada fin de semana, pachangas y relajo, es decir, hay más socialité que educación. Por su parte, los abnegados padres de familia intentarán, inútilmente, convencerlos de entrar a instituciones educativas exigentes y comprometidas con la formación académica. Algunos lograrán su cometido, otros sucumbirán ante los caprichos de los chamaquitos.
Como todo inicio de cursos, hay que invertir en útiles escolares nuevos, pagos de inscripción, uniformes, entre otras cosas. La formación escolarizada tiene un precio, más existe una educación que es completamente gratuita, esa que desde que la pareja concibió a una criatura le tuvo que brindar, imponiéndole normas y limites, o sea, disciplinarlo para que pudiera insertarse en la población sin ninguna imposibilidad de aceptación social, haciendo de ella una persona orientada, pues todos los seres humanos requieren de pautas para actuar, sino las tienen se vuelven unos ciegos que caminan a tientas.
Existen hogares donde los padres, creyéndose muy modernos, aseguran ser “amigos” de sus hijos, olvidándose por completo de ser primero papá o mamá, razón por la cual les permiten hacer cosas que a ellos, sus papás, les prohibieron, tolerándoles algunas faltas de respeto hacia su persona y concediéndoles cualquier cosa con tal de ganarse su “amistad”, sin percatarse que con esto no les están inculcando el respeto y las limitaciones. ¿Será por eso que todos conocemos nuestros derechos pero no sabemos cuáles son nuestras obligaciones?
Esa educación gratuita que desde el seno familiar se debe inculcar, consiste en brindar seguridad, afecto, transmitir una serie de valores, hacer ciudadanos comprometidos con su entorno social y la naturaleza, fomentar el respeto a las normas y convencionalismos sociales, porque educar es concientizar al individuo de que no todo en la vida es posible, que existen cosas que no deben de realizarse y que ser democrático es respetar “el no”, cuando se pone en riesgo la integridad del prójimo, pues como es sabido, al formar sujetos bajo una educación permisiva, estamos haciendo ciudadanos egoístas y frustrados; si no deseamos que nuestros hijos lleguen a situaciones extremas, hay que saber decirles a tiempo que no a lo que ya de sobra sabemos que les llegará a afectar, en lugar de permitirles cualquier cosa con tal de quedar bien con ellos.
Sí, es usted padre o madre, quien tiene todo el derecho de exigir una educación de calidad, pero no se olvide que ésta inicia en el hogar, por lo tanto un puñado de profesores jamás enseñará eso que desde la familia se debió de aprender a través del buen ejemplo.
El segundo gasto a realizar es con la ansiada inserción al nivel educativo siguiente, donde los inocentes progenitores se topan con el capricho de sus hijos por querer ingresar a la escuela donde la mayoría de los amigos se inscribirán, animados por la fama de que en ese centro educativo los docentes son unos barquitos, casi, casi Titanics, que no dejan tareas a diario, ni trabajos muy difíciles, así como que también existen, cada fin de semana, pachangas y relajo, es decir, hay más socialité que educación. Por su parte, los abnegados padres de familia intentarán, inútilmente, convencerlos de entrar a instituciones educativas exigentes y comprometidas con la formación académica. Algunos lograrán su cometido, otros sucumbirán ante los caprichos de los chamaquitos.
Como todo inicio de cursos, hay que invertir en útiles escolares nuevos, pagos de inscripción, uniformes, entre otras cosas. La formación escolarizada tiene un precio, más existe una educación que es completamente gratuita, esa que desde que la pareja concibió a una criatura le tuvo que brindar, imponiéndole normas y limites, o sea, disciplinarlo para que pudiera insertarse en la población sin ninguna imposibilidad de aceptación social, haciendo de ella una persona orientada, pues todos los seres humanos requieren de pautas para actuar, sino las tienen se vuelven unos ciegos que caminan a tientas.
Existen hogares donde los padres, creyéndose muy modernos, aseguran ser “amigos” de sus hijos, olvidándose por completo de ser primero papá o mamá, razón por la cual les permiten hacer cosas que a ellos, sus papás, les prohibieron, tolerándoles algunas faltas de respeto hacia su persona y concediéndoles cualquier cosa con tal de ganarse su “amistad”, sin percatarse que con esto no les están inculcando el respeto y las limitaciones. ¿Será por eso que todos conocemos nuestros derechos pero no sabemos cuáles son nuestras obligaciones?
Esa educación gratuita que desde el seno familiar se debe inculcar, consiste en brindar seguridad, afecto, transmitir una serie de valores, hacer ciudadanos comprometidos con su entorno social y la naturaleza, fomentar el respeto a las normas y convencionalismos sociales, porque educar es concientizar al individuo de que no todo en la vida es posible, que existen cosas que no deben de realizarse y que ser democrático es respetar “el no”, cuando se pone en riesgo la integridad del prójimo, pues como es sabido, al formar sujetos bajo una educación permisiva, estamos haciendo ciudadanos egoístas y frustrados; si no deseamos que nuestros hijos lleguen a situaciones extremas, hay que saber decirles a tiempo que no a lo que ya de sobra sabemos que les llegará a afectar, en lugar de permitirles cualquier cosa con tal de quedar bien con ellos.
Sí, es usted padre o madre, quien tiene todo el derecho de exigir una educación de calidad, pero no se olvide que ésta inicia en el hogar, por lo tanto un puñado de profesores jamás enseñará eso que desde la familia se debió de aprender a través del buen ejemplo.
miércoles, 11 de junio de 2014
La educación en el siglo XXI
Cuando estudié la educación Primaria, de lo cual hace mucho tiempo, los profesores, para hacernos llegar la información de los contenidos programáticos, se apoyaban en un tablero de superficie en color negro o verde, donde escribían sobre él con un trozo de gis, una barra de yeso que trazaba en color blanco, pero también existían de colores.
Los llamados “útiles escolares” de aquel entonces lo integraban libretas de cuadrícula, de rayas y doble raya, de dibujo, lápices, bicolores, caja de colores, regla de plástico, sacapuntas, tijeras de punta roma, resistol, juego de geometría y los llamados “Libros de Texto Gratuito”. Todo ello cabía en el interior de unas mochilas de cuero que se vendían en las huaracherías o talabarterías. Ustedes se imaginarán lo pesado que estaban y tener que cargarla los cinco días de la semana, y eso sin contar el rico bolillo con frijoles, queso y chile jalapeño, con su respetivo chocolate en agua que nos echaba mamá para el recreo.
En la actualidad, los infantes en Primaria continúan cargando sus mochilas asemejándose al Pípila o al Gigante Atlas, nada más que ahora esas mochilas deben de ser de reconocida marca a nivel mundial, ya que si no, el chamaco hace un berrinche de concurso; es más, hasta amenaza con reprobar, bueno si es que la profesora no le anticipa su amenaza.
Hoy en las aulas hubo un trueque darwiniano, donde se cambió el gis y el borrador por el mouse integrado, el pizarrón por la pantalla y la biblioteca por Wikipedia, pues la educación que es impartida en ese y otros niveles, se llega a considerar de calidad simplemente por el hecho de que los docentes utilizan las tecnologías de la información y la comunicación, es decir, ya no dictan los resúmenes ni las tareas, ahora los alumnos les sacan fotos con sus celulares a la proyección del profesor o simplemente le piden a este que les envié las diapositivas de PowerPoint por correo electrónico. Muy modernos, pero el proceso de enseñanza aprendizaje continúa siendo memorista y enciclopédico.
Las clases son para los estudiantes igual de tediosas que antaño, pero ahora creo que son aún más, pues cada párvulo desde que sus progenitores lo consideran apto para el manejo de cualquier artilugio moderno, se lo facilitan con la difusa idea de que a través de ellos incrementarán su intelecto. Al estar familiarizados con tantos gadgets, llegan a la conclusión de que las sesiones académicas de dibujo son anticuadas, pues para eso cuentan con Paint, aprenderse las capitales del mundo en Geografía esta del bostezo, si ya existe Google Earth; las sesiones de aritmética de nada les sirve si se tiene una calculadora a la mano, es más, hasta los teléfonos vienen con una.
Algunos chamacos consideran el estudiar la historia como una pérdida de tiempo, al fin de cuentas todos esos personajes con nombres de calles se encuentran ya tres metros bajo tierra. Para qué sudar con los rayos del sol y casi deshidratarte en educación física con el obeso instructor, si en casa puedes ejercitar tu cuerpo con la videoconsola Wii; para aprender Inglés desde su peculiar punto de vista, lo pueden hacer viendo una caricatura de Dora la Exploradora y comprender un texto en ese idioma es fácil gracias a la ayuda del traductor de Google. La escritura y la lectura la practican a diario gracias al Facebook y, si les dejan leer un libro, pues mejor buscan la película en Netflix, al cabo tiene subtítulos y eso equivale a leer.
Ellos necesitan profesores capaces de hacer monólogos tipo stand-up comedy, que sean divertidos -o sea, chidos-, que los preparen para hacerle frente a un mundo que aún no se inventa y que los maraville con el uso de tecnologías que apenas acaban de salir al mercado. Si usted amigo es docente y reúne tales atributos, por favor dígame cómo le hace; ilumíneme, no sea gacho, pues yo sigo tan arcaico como antaño y la educación del siglo veintiuno no la he logrado alcanzar.
Los llamados “útiles escolares” de aquel entonces lo integraban libretas de cuadrícula, de rayas y doble raya, de dibujo, lápices, bicolores, caja de colores, regla de plástico, sacapuntas, tijeras de punta roma, resistol, juego de geometría y los llamados “Libros de Texto Gratuito”. Todo ello cabía en el interior de unas mochilas de cuero que se vendían en las huaracherías o talabarterías. Ustedes se imaginarán lo pesado que estaban y tener que cargarla los cinco días de la semana, y eso sin contar el rico bolillo con frijoles, queso y chile jalapeño, con su respetivo chocolate en agua que nos echaba mamá para el recreo.
En la actualidad, los infantes en Primaria continúan cargando sus mochilas asemejándose al Pípila o al Gigante Atlas, nada más que ahora esas mochilas deben de ser de reconocida marca a nivel mundial, ya que si no, el chamaco hace un berrinche de concurso; es más, hasta amenaza con reprobar, bueno si es que la profesora no le anticipa su amenaza.
Hoy en las aulas hubo un trueque darwiniano, donde se cambió el gis y el borrador por el mouse integrado, el pizarrón por la pantalla y la biblioteca por Wikipedia, pues la educación que es impartida en ese y otros niveles, se llega a considerar de calidad simplemente por el hecho de que los docentes utilizan las tecnologías de la información y la comunicación, es decir, ya no dictan los resúmenes ni las tareas, ahora los alumnos les sacan fotos con sus celulares a la proyección del profesor o simplemente le piden a este que les envié las diapositivas de PowerPoint por correo electrónico. Muy modernos, pero el proceso de enseñanza aprendizaje continúa siendo memorista y enciclopédico.
Las clases son para los estudiantes igual de tediosas que antaño, pero ahora creo que son aún más, pues cada párvulo desde que sus progenitores lo consideran apto para el manejo de cualquier artilugio moderno, se lo facilitan con la difusa idea de que a través de ellos incrementarán su intelecto. Al estar familiarizados con tantos gadgets, llegan a la conclusión de que las sesiones académicas de dibujo son anticuadas, pues para eso cuentan con Paint, aprenderse las capitales del mundo en Geografía esta del bostezo, si ya existe Google Earth; las sesiones de aritmética de nada les sirve si se tiene una calculadora a la mano, es más, hasta los teléfonos vienen con una.
Algunos chamacos consideran el estudiar la historia como una pérdida de tiempo, al fin de cuentas todos esos personajes con nombres de calles se encuentran ya tres metros bajo tierra. Para qué sudar con los rayos del sol y casi deshidratarte en educación física con el obeso instructor, si en casa puedes ejercitar tu cuerpo con la videoconsola Wii; para aprender Inglés desde su peculiar punto de vista, lo pueden hacer viendo una caricatura de Dora la Exploradora y comprender un texto en ese idioma es fácil gracias a la ayuda del traductor de Google. La escritura y la lectura la practican a diario gracias al Facebook y, si les dejan leer un libro, pues mejor buscan la película en Netflix, al cabo tiene subtítulos y eso equivale a leer.
Ellos necesitan profesores capaces de hacer monólogos tipo stand-up comedy, que sean divertidos -o sea, chidos-, que los preparen para hacerle frente a un mundo que aún no se inventa y que los maraville con el uso de tecnologías que apenas acaban de salir al mercado. Si usted amigo es docente y reúne tales atributos, por favor dígame cómo le hace; ilumíneme, no sea gacho, pues yo sigo tan arcaico como antaño y la educación del siglo veintiuno no la he logrado alcanzar.
miércoles, 4 de junio de 2014
Entre ruleteros te veas
Uno de los medios de transporte que los colimenses más utilizamos bajo la idea de que nos llevará rápidamente a los diversos destinos de esta velocísima ciudad, es el servicio de taxi, ese coche de alquiler que por unas cuantas monedas nos hace creer que somos magnates de ilusión, pues tenemos el “privilegio” de contar con un chofer que nos transportará al sitio que nosotros le ordenemos, a diferencia de los camiones urbanos, los cuales a veces ni te dejan bajar hasta que se les hinche un… cachete.
En algunas ocasiones éste servicio público no es tan de mi agrado, pues he conocido unidades en las cuales el taxista anda todo desaseado, barba de cuatro días como la de Indiana Jones, les “chilla la rata” debido a que su pH supera el desodorante que traen -bueno, si es que se pusieron-, pues al tener que ir sujetando el volante -no sé si lo notan o se hacen tarugos- alzan sus brazos y la axila deja escapar un delicado olor a humano del asco que nos lo tenemos que chutar durante todo el trayecto. ¡Eso si es un suplicio!
En las madrugadas que son cuando más frecuente los utilizo con tal de llegar puntual al trabajo, me he encontrado a choferes en camiseta interior con bermuda o shorts; algunos a pesar de que ya llevan pasaje no apagan la luz de la torreta que señala cuando están desocupados, según eso para brindar una mayor cobertura en su servicio. ¡Ajá, que se los crea su abuela! Lo hacen para echarse a la cartera el doble con un mismo viaje. A ver, ¿por qué no aplican un descuentillo? ¡Mangos verdes, verdad!
Los peores son esos que se conocen como “postureros”, choferes que cubren a los titulares de las unidades de taxi en su ausencia, los cuales muchas veces ni con licencia oficial de ruletero cuentan, imponen tarifas a su gusto; es más, hasta desconocen las calles de la ciudad y los usuarios les tienen que explicar cómo llegar, algunos tienen un trato nefasto hacia la clientela, fuman abordo e incluso se empacan la torta con su respectiva chela, valiéndoles carajo que se apeste a restorán el vehículo o que nos cercioremos de su aliento etílico.
Los coches también dejan mucho que desear, huelen a humedad u otras cosas desagradables, los asientos están chamagosos y de tan hundidos, uno hasta llega a experimentar ser un faquir sin siquiera ser un asceta, pues a veces los asientos tienen resortes tan puntiagudos saliendo que hay que soportarlos. El piso se encuentra sin tapetes o, si cuenta con ellos, son una asquerosidad. Siempre existe una justificación cuando le decimos lo deplorable del auto al conductor, el muy ingrato, simplemente se lava las manos echándole la culpa al dueño de que es un tacaño.
Si a lo anterior le agregamos las altas velocidades en que conducen por las calles empedradas, las abruptas detenidas que hacen cuando por un descuido se van a estampar frente a otro vehículo, las vueltas tipo persecución policiaca que realizan con tal de ganarle a otro, ¿todo esto no deteriora el coche? Según su óptica, es parte del trabajo que realizan y ahí encuentran justificación a tales atrocidades.
En cuanto a las tarifas que cobran, pese a que cuentan con un mapa tabulador de cuotas, se lo pasan por el arco del triunfo, cobrando lo que les pega en gana, de todos modos el usuario cuenta con centavos, al cabo es quincena. Es de enojo que nunca coinciden en cobrarte, ya que cada chofer impone su cuota, así se trate del mismo trayecto, luego no se ofendan cuando les refresquemos la memoria de su santa jefecita al reclamarles.
Uno como usuario tiene el derecho de exigir un servicio honesto, de calidad y respeto, para eso estamos cubriendo nuestra tarifa, no nos están haciendo ningún favor, al contrario nosotros si se los hacemos al darles la oportunidad de desempeñarse laboralmente, pero por favor apaguen sus pinches estéreos o bájenle al volumen a esa música que es sólo de su agrado, no crean que tienen gustos sonoros universales. Más cuando es quincena, irónicamente lo antes expuesto se olvida, ya que todos queremos viajar a través de este medio de transporte con tal de sentirnos pudientes.
En algunas ocasiones éste servicio público no es tan de mi agrado, pues he conocido unidades en las cuales el taxista anda todo desaseado, barba de cuatro días como la de Indiana Jones, les “chilla la rata” debido a que su pH supera el desodorante que traen -bueno, si es que se pusieron-, pues al tener que ir sujetando el volante -no sé si lo notan o se hacen tarugos- alzan sus brazos y la axila deja escapar un delicado olor a humano del asco que nos lo tenemos que chutar durante todo el trayecto. ¡Eso si es un suplicio!
En las madrugadas que son cuando más frecuente los utilizo con tal de llegar puntual al trabajo, me he encontrado a choferes en camiseta interior con bermuda o shorts; algunos a pesar de que ya llevan pasaje no apagan la luz de la torreta que señala cuando están desocupados, según eso para brindar una mayor cobertura en su servicio. ¡Ajá, que se los crea su abuela! Lo hacen para echarse a la cartera el doble con un mismo viaje. A ver, ¿por qué no aplican un descuentillo? ¡Mangos verdes, verdad!
Los peores son esos que se conocen como “postureros”, choferes que cubren a los titulares de las unidades de taxi en su ausencia, los cuales muchas veces ni con licencia oficial de ruletero cuentan, imponen tarifas a su gusto; es más, hasta desconocen las calles de la ciudad y los usuarios les tienen que explicar cómo llegar, algunos tienen un trato nefasto hacia la clientela, fuman abordo e incluso se empacan la torta con su respectiva chela, valiéndoles carajo que se apeste a restorán el vehículo o que nos cercioremos de su aliento etílico.
Los coches también dejan mucho que desear, huelen a humedad u otras cosas desagradables, los asientos están chamagosos y de tan hundidos, uno hasta llega a experimentar ser un faquir sin siquiera ser un asceta, pues a veces los asientos tienen resortes tan puntiagudos saliendo que hay que soportarlos. El piso se encuentra sin tapetes o, si cuenta con ellos, son una asquerosidad. Siempre existe una justificación cuando le decimos lo deplorable del auto al conductor, el muy ingrato, simplemente se lava las manos echándole la culpa al dueño de que es un tacaño.
Si a lo anterior le agregamos las altas velocidades en que conducen por las calles empedradas, las abruptas detenidas que hacen cuando por un descuido se van a estampar frente a otro vehículo, las vueltas tipo persecución policiaca que realizan con tal de ganarle a otro, ¿todo esto no deteriora el coche? Según su óptica, es parte del trabajo que realizan y ahí encuentran justificación a tales atrocidades.
En cuanto a las tarifas que cobran, pese a que cuentan con un mapa tabulador de cuotas, se lo pasan por el arco del triunfo, cobrando lo que les pega en gana, de todos modos el usuario cuenta con centavos, al cabo es quincena. Es de enojo que nunca coinciden en cobrarte, ya que cada chofer impone su cuota, así se trate del mismo trayecto, luego no se ofendan cuando les refresquemos la memoria de su santa jefecita al reclamarles.
Uno como usuario tiene el derecho de exigir un servicio honesto, de calidad y respeto, para eso estamos cubriendo nuestra tarifa, no nos están haciendo ningún favor, al contrario nosotros si se los hacemos al darles la oportunidad de desempeñarse laboralmente, pero por favor apaguen sus pinches estéreos o bájenle al volumen a esa música que es sólo de su agrado, no crean que tienen gustos sonoros universales. Más cuando es quincena, irónicamente lo antes expuesto se olvida, ya que todos queremos viajar a través de este medio de transporte con tal de sentirnos pudientes.
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