¡El Día de la Madre! Esa jornada en la que todos nos volvemos poetas, cocineros y, sobre todo, unos ingratos de campeonato. Porque tú ves a tu madre el resto del año y, bueno, la quieres, sí, pero el segundo sábado de mayo… ¡la quieres más que al wifi! Ese día la casa huele a perfume de caché, a flores de semáforo y a desayuno en lujoso y campirano restaurante, en el que, por vez primera, así literal, te vale madre el lado derecho del menú.
Yo siempre he pensado que el Día de la Madre es como la selectividad de los hijos: te juzgan por todo lo que has hecho en el año. Que si no la llamaste, que si te olvidaste de su cumpleaños, que si el año pasado le regalaste una plancha… ¡Una plancha! Eso es como regalarle a tu padre una corbata de lunares amarillos, hombre, por favor.
Y luego están los regalos. Tú vas a la tienda y preguntas: “¿Qué le regalo a mi madre?” Y la dependienta, que, seguro que es madre, te mira con esa cara de “a ver si aciertas, pendejo”. Al final sales con una crema antiarrugas y un ramo de flores, y piensas: “¡Ya está, lo he logrado!” Pero tu madre lo abre y dice: “¿Crema antiarrugas? ¿Me estás llamando vieja?” Y tú: “No, mamá, es para que sigas igual de joven… que hace 20 años”.
Pero lo mejor es la comida familiar. Ahí se juntan todos: el cuñado que trae vino del bueno “para que lo pruebe la suegra, y conozca sus refinados gustos”, la abuela que dice que en sus tiempos no había Día de la Madre porque todos los días eran suyos, y tú, que te apuntas a fregar los platos para quedar bien, pero con el pinche miedo a que con el jabón se te resbale uno y termines descompletando la vajilla suiza.
En fin, que el Día de la Madre es ese día en el que todos intentamos devolverle un poquito de todo lo que nos ha dado… y aun así nos quedamos cortos. Porque madre no hay más que una, pero paciencia para aguantarnos… ¡tienen para regalar! Por cierto, ¡muchas felicidades mamá, ahora que te encuentras en mi corazón.
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